Una semana después, al amanecer, el señor Ming apareció tirado al borde de un camino con una tremenda paliza y varios huesos fracturados.
Todos culparon a Asel.
Pero lo cierto es que mi primo no era la única persona a la que el señor Ming había denigrado con su prepotencia y sus despiadadas maneras.
El señor Ming se había granjeado una larga lista de enemigos, y podría haberlo hecho cualquiera de ellos.
Nosotros nunca creímos que Asel hubiera sido capaz de hacer algo así.
La guardia policial nos visitó dos días después. Vinieron un oficial y tres paisanos pagados para la ocasión.
Así era la autoridad en nuestros pueblos y aldeas: ante la falta de efectivos, reclutaban civiles de dudosa catadura, normalmente matones o gente violenta y sin escrúpulos, para hacer cumplir la ley.
Pero en las aldeas, la auténtica ley, la que realmente se aplicaba, era «la ley del pueblo», que dictaba el Consejo de la gente de orden.
El mismo Consejo que afirmaba que una mujer no podía ser cazadora o que el señor Ming no era culpable de nada.
La policía trajo una orden de arresto contra Asel. Aunque les dijimos que hacía tiempo que no vivía con nosotros y que no sabíamos dónde estaba, los matones a sueldo irrumpieron con violencia en nuestra casa y registraron hasta el último rincón, incluidas las barcas, dejándolo todo patas arriba y causando no pocos destrozos.
Mi padre era muy mayor para pelearse con aquellos esbirros, y yo era demasiado joven.
El padre de Asel los insultó y les lanzó todas las maldiciones que sabía mientras sus hijas le sujetaban.
Nos amenazaron con acusarnos como cómplices si descubrían que ocultábamos algo o si no denunciábamos a Asel en el caso de que regresara.
El castigo no sería la cárcel; no había ninguna cerca. Lo más probable era que nos quemasen las barcas o las casas, o que nos dieran una paliza de muerte. Después de decir esto, se fueron.
Los matones cobraron su sueldo y el oficial regresó a la ciudad.
Todos tenían claro que el culpable era mi primo. Incluido el Consejo de la aldea, que nos visitó la tarde siguiente.
El resultado fue muy parecido, si no el mismo: amenazas y acusaciones de complicidad, y la certeza de que Asel era el único culpable.
Cuando mi tío les preguntó cuánto dinero les había pagado el señor Ming, algunos de aquellos que se autodenominaban «gente de orden» no fueron capaces de mantenerle la mirada.
Mi tío escupió al suelo y volvió a lanzar todo tipo de maldiciones contra ellos.
Más tarde, cuando ya todos se habían marchado de nuestra casa, tomó una barca y se adentró hasta la mitad del río.
Allí, a solas, lloró amargamente.
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