—¡Pero sonría carajo, que está en España! —le dijo con un marcado acento bogotano. Antonio sonrió, y lo hizo con sinceridad. Se había olvidado de preguntarle al viejo alemán si además de matar la cámara hacía fotos.
Con esa pregunta en la cabeza, le agradeció al objetivo, quien, secándose la frente, dijo:
—¡Qué calor tan verraco el que hace aquí, ola!
El trabajo estaba cumplido.
Antonio se dirigió de nuevo al hotel mientras el objetivo siguió hacia la plaza de Emilio Castelar. Miró su reloj y calculó que tenía una hora exacta antes de caer fulminado, aunque el tiempo podría variar dependiendo de la dosis, había advertido el alemán.
Metió la cámara en una bolsa por temor a que un resto de Vx pudiera entrar en contacto con su piel y se subió a un taxi. El trayecto hasta el Palace era muy breve pero agradable bajo la cubierta fresca del aire acondicionado. Antonio estaba eufórico, había sido uno de sus trabajos más limpios e impecables. Para celebrarlo, se dejó llevar por la ciudad que pasaba a toda prisa a través del cristal y solo regresó a la realidad cuando el taxi se detuvo de golpe y el conserje del hotel le abrió la puerta inesperadamente. Se sorprendió, pagó y se bajó rápidamente. El calor había regresado y Antonio comenzaba a sudar de nuevo. Cuando ya el taxi cruzaba por la fuente de Neptuno, se dio cuenta del error que acababa de cometer. Había olvidado la bolsa con la cámara en el coche.
Un estúpido error de principiante, maldijo entre dientes. No solo había abandonado el arma del delito a su suerte, con un taxista que podría reconocerlo fácilmente, sino que tendría que buscar una buena explicación que convenciera al viejo alemán de vivir sin uno de los objetos más preciados de su macabra colección.
Entró al hotel y miró el gran reloj que adornaba el mostrador de la recepción. Habían pasado 18 minutos. Ahora todo se resumía en una angustiosa carrera contrarreloj antes de tener a la policía pisándole los talones.
Pidió que le prepararan la cuenta mientras hacía su equipaje y borraba todas las huellas que pudiera dejar en la habitación, que a esa hora ya había sido ordenada y lucía completamente limpia.
Tampoco era la primera vez que le pasaba algo así. Por eso Antonio siempre tenía un plan de emergencia para estos casos. Con una nueva camisa banca reluciente, un traje completamente negro y suicida para esos días de agobiante verano y con las gafas de sol puestas, pagó la cuenta de la habitación en efectivo e hizo un par de bromas con su acento fingido italiano para que no quedara duda de su origen.
Ya había pasado media hora, y el tiempo se convertía en el mayor enemigo de la precaución. Tomó un taxi en la puerta del hotel, consciente de que no era la estrategia más segura. Sin embargo, en lugar de ir al aeropuerto, le ordenó al conductor dirigirse a la estación de trenes de Chamartín. Al no estar muy lejos del aeropuerto, no perdería mucho tiempo, y quizás, en el fondo ganaría unas horas más.
Como cualquier viajero desprevenido, dijo tener prisa ya que il suo treno partía en mezz’ora. Con la hora de la comida encima, el tráfico por la Castellana comenzaba a hacerse pesado y dificultoso. Un golpe de nostalgia invadió de repente el corazón de Antonio que, vistas las circunstancias, pensaba que quizás esa sería la última vez que atravesaría Madrid, un lugar que en el fondo le gustaba mucho por esa sensación de estar cerca y al mismo tiempo lejos de casa.
El coche aprovechó los semáforos en verde para cruzar velozmente por la plaza de Emilio Castelar. Tan rápido, que Antonio ni siquiera pudo darse cuenta que acaba de pasar muy cerca del moribundo objetivo que, tras hacerle la foto a un turista en la plaza de Colón, acudió con su paso tranquilo a una revisión médica que tenía programada aprovechando su estancia en Madrid.
Para cuando el objetivo empezó a sentir los primeros espasmos, Vincenzo d’Aosta ya había llegado a Chamartín y cambiado de taxi, esta vez rumbo al aeropuerto.
Al principio los médicos pensaron que se trataba de un paro cardíaco, o tal vez un fuerte golpe de calor. Intentaron estabilizarlo, pero todos las pruebas resultaban fallidas.
—¡Hijueputas perros, me envenenaron! —Era lo único que balbuceaba el objetivo ante el esfuerzo estéril de médicos y enfermeras.
A esta hora el objetivo ya debía estar muerto en cualquier esquina de Madrid, pensó Antonio mientras se confundía con el gentío que atestaba los mostradores de Barajas. Las largas filas de turistas, maletas y gritos ofrecían el mejor disfraz para escapar.
Como última medida de distracción, se acercó a la oficina de venta de billetes de Alitalia y compró un tiquete con destino a Nápoles a nombre de Vincenzo d’Aosta.
Con la tarjeta de embarque en su mano, se metió en el baño y la rompió junto con el pasaporte italiano. Vincenzo d’ Aosta murió ahogado en la taza de un inodoro de Barajas mucho antes de embarcar hacia Nápoles. Ahora era Antonio, y solo Antonio quien salía de los servicios rumbo al mostrador de Iberia.
A la una y cincuenta se registró la hora del fallecimiento del objetivo. Casi veinte minutos antes que la policía recibiera una llamada notificando la muerte repentina de un taxista frente a la recepción del hotel Palace, justo cuando entregaba una cámara fotográfica que un cliente había dejado por descuido en el asiento trasero de su coche.
—¡No toquen niente! —Fue lo primero que dijo Italo Torrisi al entrar al hotel que había sido acordonado, causando un gran escándalo entre los clientes que no estaban acostumbrados a ese tipo de escenas.
Tanto el portero del hotel como el taxista, antes de morir, y el encargado de la recepción habían identificado al dueño de la cámara como un italiano llamado Vincenzo d’Aosta que acababa de dejar su habitación. Por orden del detective italiano, Arcas, su asistente, había metido la cámara de nuevo en la bolsa con cuidado de no tocarla.
—Può essere una prova determinante —dijo Torrisi.
A simple vista parecía una muerte muy extraña y curiosamente similar a la del narco arrepentido cuyo cuerpo recién había ingresado a medicina legal con síntomas de envenenamiento. Con su olfato de perro viejo, Italo Torrisi intuyó que había algo más que muertes accidentales y tristes coincidencias. Antes de que la prensa morbosa llegara al hotel y frente a la desesperación evidente del gerente del Palace, ordenó retirar el cadáver y encontrar como fuera al tal Vincenzo d’Aosta antes de que pudiera escapar.
Lo que no podría imaginar en ese momento era que d’Aosta, o al menos los restos de sus documentos y su tarjeta de embarque, pasaban bajo sus pies rumbo a una depuradora de aguas residuales.
Mientras el verdadero asesino de la fotografía, Antonio Misas, ocupaba el asiento 30K del vuelo 3528 de Iberia con destino a Bogotá. El mismo que habían abordado Helena Bastidas y Walter Alabama, pero que en ese momento no eran más que simples turistas rumbo a un lugar llamado Colombia.
Siete
—¡Grappa!
Javi terminó de secar un vaso que en realidad no estaba mojado, levantó la cabeza y vio la figura cansada y vieja de Torrisi.
—¿Qué has dicho?
—Grappa ho detto —repitió Torrisi con toda la naturalidad del mundo.
Javi repasó las botellas casi vacías de whisky, de ginebra y de vodka barata que tenía en el mostrador pero no encontró nada que se pareciera a la grappa.
—Lo que ves es lo que hay —dijo con indiferencia.
Torrisi levantó la mirada para examinar mejor esas botellas que daban lástima. Sacó un Chestrefield, lo encendió y entendió que grappa no había allí.
Tampoco podía esperar milagros un lunes en la mañana. Si el bar