Así las cosas pensé: “Preferiría no hacerlo, pero he de hacerlo, he de hacerlo…”.
No quiero que el lector crea que escribí Raros con pesar o con desgana. Cuando me embarqué finalmente en el proyecto, lo hice con sumo agrado, con tesón, consciente de que, ya en el ruedo, si uno quiere evitar la cornada es necesario poner todos los sentidos y no perder de vista nunca los cuernos del toro. Me recreaba además en la idea de que el empeño de José Luis no abortaba mis planes de retiro monástico-literario, tan solo los retrasaba.
La dedicatoria de este libro no es casual. José Luis Ibáñez Salas ha sido el gran instigador de Raros. Su apoyo, sus inteligentes comentarios y sus palabras de ánimo, redobladas conforme iba leyendo los capítulos que yo le entregaba, consiguieron reinsertar momentáneamente a ese Bartleby imperfecto que llevo dentro.
Asumo todas las torpezas de Raros que pueda adjudicarme el lector, pero en caso de que la lectura de estas páginas se salde con un balance positivo, considérese que la culpa, toda la culpa, la tiene este obstinado editor y amigo. Sin el afán de José Luis Ibáñez Salas yo hubiera abrazado el ansiado silencio y Raros sería otro más de mis muchos proyectos literarios inacabados.
F.R.C.
2012
22 de mayo, martes
Doña Ágata vive en un chalé próximo al madrileño Paseo de La Habana, en una calle solitaria sabiamente recogida del mundanal ruido. Un majestuoso lugar de dos plantas que alberga siete habitaciones, tres cuartos de baño, piscina familiar, huerto y asistenta que aun siendo joven parece rescatada de una novela decimonónica de Jane Austen: largo vestido puritano, delantal banco y cofia. Se llama Erlinda, un nombre muy común en su país: Filipinas.
Al poco de pulsar el timbre, es ella quien me abre la puerta.
–¿Está la señora? –pregunto retóricamente a modo de saludo, sin apenas detenerme en la entrada. Con un económico y desabrido gesto de mandíbula, huérfano de palabras, Erlinda me indica que la propietaria de este microparaíso se encuentra trajinando en el huerto, en las traseras de la finca. Avanzo por el vestíbulo con la majestuosidad de un delfín real, firme y seguro, como si estuviera en mi propia casa.
–Tienes que cambiar de asistenta –digo sonriente cuando llego al huerto, los brazos abiertos, dispuesto a darle un abrazo–. Me detesta. No puede remediarlo. Qué ve en mí: a un señorito degenerado, un escuálido y privilegiado cadáver que viste traje blanco y fuma puros malolientes. Un snob o un dandy venido a menos. En definitiva: no soy de su agrado.
Doña Ágata, sentada en una minúscula banqueta mientras adecenta un macetero, logra reconocerme tras hacer con la mano una visera que la ayuda a minimizar la invasión de los rayos del sol.
–¡No podría cambiar de asistenta, es la mejor que he tenido nunca! –dice jovial.
Parece mentira que a doña Ágata, ya septuagenaria, le sobren energías para doblegarse cuidando sus plantas. ¿Qué demonios hace aquí, en un día tan caluroso, parapetada bajo su pamela de paja? ¿Por qué cultiva flores, tomates, pimientos, berenjenas, calabacines? Bastaría hacer una llamada telefónica y al poco tendría en casa la mejor fruta del planeta en menos de una hora. Pero no, ella se resiste a frecuentar fruterías y floristerías. Sería demasiado fácil.
Ágata es un nombre mayúsculo para una mujer mayúscula. No hablo en estos términos de su fisonomía, que es poquita cosa: enjuta, de corta estatura, piernas de alambre, piel clara y apergaminada, la voz dulce y la mirada serena. Simples estrategias con las que disimular su mayor tesoro: su carácter. Un fuerte carácter que administra con morigeración, pero que saca a flote cuando menos se lo espera uno.
No, de lo que hablo es de su vitalidad, de sus ganas de vivir, de su entereza. Todos la llaman doña Ágata, excepto yo, que haciendo uso de la economía del lenguaje la llamo “tía”, a secas.
–¡Nunca cumples mis deseos! Tú no me quieres y tu asistenta tampoco. Qué dura es mi vida –me quejo de buen humor.
–Sí que te quiero –dice mi tía–, es solo que a ella la quiero más que a ti. Lleva tres años conmigo y no me ha dado un solo problema –alega sonriente–. Y mírate tú…
–No te fíes de la gente que no da problemas. A la larga son los más conflictivos. Y sin embargo yo, como digna oveja negra de la familia, nunca te fallaré, querida tía. Mi previsibilidad es un tanto a mi favor. Pero prométeme que no le dejarás a Erlinda tu herencia, o no volveré a visitarte.
–No cambiarás –dice fingiendo enfado. Con un gesto amoroso me pide que me agache para darle un beso en la mejilla y acto seguido se aferra a mi brazo derecho mientras, coqueta, se coloca la pamela–. Ayúdame a levantarme. No más actividad física por hoy… Me estoy haciendo vieja, demasiado vieja... ¿Qué hacemos aquí? Nada –Una vez en pie apenas alcanza la altura de mis hombros. No obstante, parece que soy yo quien se apoya en ella–. Te hablaría con pasión de mis tulipanes, jacintos y narcisos, que ya han brotado majestuosamente, pero sé que careces de sensibilidad para estas cosas. En realidad careces de sensibilidad y de pasión para todo. Está bien. Vamos, llévame al salón. Le diré a Erlinda que nos sirva un té.
–Espero que no me lo lance a la cara.
Tía Ágata enarca las cejas:
–Sería una escena divertida, pero dudo mucho que lo haga: a Erlinda le falta ese punto de maldad para ser perfecta –dice muy seria, resignada ante su hallazgo verbal, a sabiendas de que empieza a contagiarse de mi estilo irreverente.
Acojo su ironía con una sonrisa gremialista mientras nos dirigimos hacia el salón.
Hoy tampoco habrá espacio para la sorpresa. La tía conservadora y su periclitado sobrino interpretarán, como hacen una vez a la semana, un encuentro aparentemente natural entre familiares bien avenidos. Sin embargo, la rutina que gobierna nuestra relación impide esa presunta naturalidad. Todo parece estar predeterminado: su caluroso recibimiento, una charla introductoria sobre temas genéricos con la que romper el hielo, y por último sus preguntas sobre posibles cambios en mi circunstancia actual, que es la de siempre...
Minutos después, estamos cómodamente instalados en el salón, pertrechados en mullidos butacones frente a una mesa baja y circular de caoba que acoge el té y las pastas. Nos rodean muebles de coleccionista muy cuidados y enormes retratos de algunos de nuestros antepasados más insignes. Me fijo en uno de ellos. Debe de ser Carlos I, no el rey, sino mi tatarabuelo (o quizá sea mi bisabuelo, Carlos II). Como si de un monarca se tratara, nuestro familiar posa muy inhiesto, sentado en un recargado asiento, las manos sobre los reposabrazos, solemne, fija la mirada en el espectador, escoltado por dos mansos galgos acostados a sus pies. Los otros cuadros son similares: solemnidad y presunta grandeza. Gestos de exhibición que en otros tiempos cohibieron al niño que fui y que ahora, sin embargo, suscitan en mí vergüenza ajena.
La nuestra ha sido siempre una familia de grandes hombres y de grandes mujeres. Como diría Ralph Waldo Emerson, allá donde vayamos nos acompaña el gigante que tenemos dentro. Los cuadros de este abigarrado salón ejercen la función de recordarle al visitante que somos una familia llamada a copar los puestos altos de la sociedad, una familia con aspiraciones de poder, un clan de gigantes. Si hubiéramos nacido en Estados Unidos, hubiéramos sido dignos rivales de los Kennedy.
–Últimamente tengo la vista cansada y no consigo siquiera leer la prensa. Y como bien sabes, estoy reñida con la radio y la televisión. He trabajado demasiados años en ese mundo y ahora no quiero saber nada de él. Vivo un poco desconectada de todo. Dime, ¿alguna noticia importante?
–Ninguna que merezca la pena comentar. Cuando todo se desmorona nada importa.
–¿Otra de tus citas?
–No, tan solo una reflexión espontánea.
–Hablemos