El hospital del alma. Lourdes Cacho Escudero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lourdes Cacho Escudero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788415930952
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cantadoras de nanas deambulaban por los pasillos de las calurosas noches del verano. El mecer de la carne y el olor de la leche amamantando el sueño refrescaba el sudor de una calle cerrada a las aguas del río por el toque de queda. Las ventanas eran sigilosas cuevas de murmullos donde manos entrelazadas bajo las sábanas de un tiempo de asperezas escuchaban el canto de las madres y obviaban la cantinela del sexo, fatigadas por la tarea de sufrir. Las vagalumes que llegaban en las cartas de América iluminaban el camino de la memoria, los arbustos que ofrecían cama a los amantes y brotes de sabor a las yemas de unos dedos aprendices de un cuerpo, los deseos que volaban con las estrellas fugaces antes de ser desterradas. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y una cuna, un celemín, unos brazos… crujían y daban voz al suelo y alivio al insomnio. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y agosto hipnotizaba las pupilas aun tiernas y el deseo cruzaba la frontera de almohadas y colchones… Las cantadoras de nanas moldeaban los corazones de barro con los pechos desnudos y el pie en el torno de las lágrimas de un niño. El pezón y la boca calmaban la sed impuesta por el verano y el hambre exigida a los pobres. Los besos de las nanas eran de leche y los lobos nunca se atrevieron a devorar la tierna partitura de la noche.

      Matrioskas

      Las muñecas de madera que ocupaban la estantería de un salón que parecía haber llegado de otro mundo decoraban la imaginación de Inés con historias de amor y secretos de enaguas. Había salido de su calle de pueblo un uno de septiembre con la tierra empapada de lluvia y el vértigo de las tormentas encajado en el costado del corazón. Las manos de su madre, encorvadas por la artrosis apenas daban tregua a la mujer que mejor había bordado ajuares y sus hermanas, hechas para la conquista de salmos y rezos, no encontraban remedio para su dolor ni para la memoria distraída de un padre que apenas distinguía ya la realidad. Inés contaba catorce años y una maleta hecha con el indulto de la adolescencia. La ciudad no le impuso otra norma que la de cocinar y limpiar sin descanso, sin cháchara en la escalera, sin amantes en las esquinas de los recados, sin escaparates donde los vestidos desnudaban la inquietud de una virgen. Así que reparaba en las matrioskas y deshacía sus cuerpos hasta quedarse con la última y pequeña muñeca irrompible, como si en ella estuviera el festón aún necesario de su madre. La guardaba en el bolsillo de su delantal como si fuese un amuleto que acortara la interminable tarde o templara el anochecer enfriado por una sopa de letras que no formaba palabras y por la mesa rectangular del silencio ordenado. Al final de cada mes, un boticario que la hubiese esperado el tiempo necesario le preparaba ungüentos para calmar el dolor de su madre y hierbas para relajar la incertidumbre de su padre. Pero su familia esperaba el dinero que acortaba el hambre y los días, con el que Inés sabía que bordaba un remedio para la miseria y un lugar en el corazón de la calle.

      El tiempo acomodó sus caderas a los ojos de un señorito caprichoso, a las noches de mano en la boca y trote rápido, a los jadeos de un hombre que deshacía su cuerpo cual si fuera una muñeca de madera. Pero Inés no tenía una pequeña Inés irrompible y nunca pudo regresar, ni a fin de mes siquiera, al bolsillo del delantal de su madre.

      Recaderos

      Después de comer, cuando el calor se convertía en siesta y apresaba el deseo de los mayores, los recados eran la forma de alejarnos a mi primo y a mí de la calle, de las ruidosas fechorías de las que siempre algún vecino daba queja. Mi abuelo sacaba el caballo y daba el ramal a mi primo y había que ir hasta el pilón que hay debajo del cementerio para darle agua. Entonces, los sábados en la tele daban una serie sobre una niña pelirroja y con pecas, llamada Pipi, que vivía sola y hacía tortitas y tenía un mono, como uno de los hijos de los feriantes que llegaban en fiestas. También tenía un caballo al que pintaba de vez en cuando y dos trenzas que le daban un aire divertido. Si en una de esas tardes de pilón, mi madre me había hecho trenzas, al llegar al Arco de la Villa, camino de calmar la sed de Noble, el caballo de mi abuelo, éste se paraba porque ya se sabía de memoria el ritual: mi primo me daba el ramal y yo me quitaba las trenzas por si acaso aquel chico rubio que vivía en la plaza se asomaba a la puerta o estaba echando un “primi” en el frontón o jugando al “matarro” en la terraza del bar de la serrana. El pelo suelto parecía poner perfume a mis andares, las gomas recoger mi infancia en mis muñecas y el ramal poner años al ejercicio de un recado o a la vergüenza de mi primo. Al llegar al pilón, la gran lengua de Noble, sosegaba en el agua la sed y su paciencia y los “cucharones” llamaban al cristal de nuestros ojos. Una bolsa de plástico o un bote eran los enseres propios de una pesca de pilón que acunaba la siesta de los mayores. De regreso, el ramal de la incertidumbre aceleraba mis pulsaciones y mis mejillas se llenaban de pecas imaginarias que sonreían a un tiempo que todavía no había llegado. Ser recadero, aparte de ser casi un rey godo, te daba una recompensa: a mí la del sabor del vértigo, a mi primo una bolsa de renacuajos, a Noble la fresquera de la garganta y a los mayores… a los mayores la lectura desnuda de la siesta.

      Susana

      En la casa de mi bisabuelo Cacho el portal es de piedra y huele a sopa de la tía Salo. Una silla roja pequeña me recuerda las veces en las que me sentaba a esperar a mi prima Susana mientras leía una revista o cruzaba las piernas y capturaba musas. Ayer, me esperó ella, en el bar de las piscinas, en una silla blanca que yo pinté de rojo por eso de la nostalgia y en una mesa con amigos y buena comida que me supo a sopa de la tía Salo y a portal empedrado. Me olvidé el abanico aunque el aire de la buena tertulia o el color de sus ojos me trajeron una brisa de mar y los achaques propios de mis años se marcharon y me dejaron comer y disfrutar a gusto. Su sonrisa, que es como un caramelo de café con leche me recuerda a su padre, no lo puedo evitar, y ahora que dedico buena parte del día a observar el pasado, le veo en la parrilla de un sábado, en el aceite de un tomate o en un seiscientos amarillo que parecía el camarote de los hermanos Marx. Y luego recité; el vino, el bacalao y las croquetas, los hielos del cubata o el helado que hace pliegues en mi tripa pusieron en mis labios el poema que ella eligió; sabía que sería el de una Lourdes subida a la escalera ¡dónde va a ser si no! Sacando versos a un limpiacristales mientras pulía al estilo de Kárate Kid. “Luego escribirás algo”—suplicó tras cinco horas de sentada—. Y en la ermita, feliz y agradecida de encontrar tanto tiempo de mi vida en una sobremesa de palabras, mirando hacia la casa de mi bisabuelo, Montalbano inmortalizando en una foto mi sonrisa, le dije: “luego, luego me sentaré en la silla roja y cruzaré las piernas”.

      Trashumancia

      A Mero y Piano.

      En Logroño, uno de los relojes que cuentan con música las horas junto a los quehaceres del espolón, te hace pastor y te lleva a Extremadura. La trashumancia, que yo no conocí, habita la cañada real de lo narrado en las tardes de invierno y acerca los lobos hasta el comienzo de una sierra que se queda triste y oscura. En mi calle, el invierno de los pastores era almuerzo de lana y de balidos, el monte mediodía y la tarde regreso. No había tren de piedras, ni huida de una nieve que nunca se quedaba más de siete días; si acaso en el verano, los corrales del monte que simulaban balnearios de hierba apartaban tres meses a las ovejas del ajetreo de los vecinos, de las tardes de cartas y abanico, de los balones, del regreso del campo. En junio, los esquiladores llegaban de la sierra y contábamos los días que quedaban para comenzar las vacaciones. Los vellones parecían patrones de un abrazo y una piel sin estancia se exhibía desnuda mientras las manos del tiempo se llenaban de piedras y de espera. A veces, nos dejaban probar y un mechón era el premio que nos bautizaba conquistadores, caballeros andantes de un ejército de metáforas. Y después era el sol quien desnudaba el silencio y la risa, el balar de las horas, el canto de un reloj, los años que pasaron sin darnos cuenta, la trashumancia del tiempo. En mi calle hubo ovejas y queso y cabras y leche, cabritos que no montaban y que fueron pasando de pastor en pastor, secretos de lana y hasta sueños de torero con espada de palo y capote de chaqueta.

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