mano al bolsillo de su levita, y con alivio comprobó que había olvidado su reloj. El caminante pasó a su lado como una sombra y, aunque éste no se detuvo ni se dignó
a mirarle, el corazón de Eugenio continuó acelerado. Más que supersticioso, era un hombre convencido de que en la Ciudad de México cualquier cosa podía ocurrir, incluso que las leyendas se materializaran. Un
infeliz convertido en asesino a causa de los celos era algo más cercano a la realidad que al mito. De ahí a que su energía se manifestara sólo había un paso, un cruce del umbral entre dos mundos. Madame Guillot se lo había demostrado muchas veces. Cuando se aseguró de que el sujeto de la capa dio vuelta en la esquina, Eugenio se sintió más tranquilo y anunció su presencia en la casa.
Su anfitriona era espléndida. Antes de iniciar cada sesión, ambos se atiborraban con licor, galletas, pastelillos y volovanes, porque como afirmaba Madame Guillot,
«la comunicación con los muertos funciona mejor con el estómago lleno: ellos comen a través de nosotros. ¿No se trata de eso la celebración del 2 de noviembre?»
Tras quedar satisfechos, pasaron a la biblioteca. La anfitriona despachó a la servidumbre, apagó la luz eléctrica, y se quedaron al amparo de los candelabros. Sentados ante una mesa circular, ambos se concentraron para la invocación. Madame Guillot utilizaba la psicografía; tenía en sus manos papel y pluma para transcribir los mensajes. Afuera, la tormenta arreciaba; los relámpagos iluminaban los amplios ventanales y proyectaban sombras en las paredes y en los libreros. Daba la impresión de que no estaban solos, incluso antes de empezar la comunicación. Eugenio siempre sentía que había alguien mirando por encima de su hombro en aquella casona, ya fueran los numerosos retratos de los ancestros de Madame Guillot colgados en las paredes o los ecos de las
presencias convocadas en innumerables sesiones.
De pronto, las velas se apagaron y las sombras crecieron.
—Está aquí —dijo Madame Guillot.
Eugenio tuvo un escalofrío, y se pasó una mano nerviosa por la barba de candado. Murcia no acudía en todas las ocasiones a sus llamados. Incluso en ese momento, dudaba que en verdad fuera ella. Si algo había aprendido en los años que llevaba solicitando los servicios de Madame Guillot era que la comunicación con los muertos se parecía mucho al teléfono, ese invento al que todavía no se acostumbraba: unas veces los mensajes llegaban claros, otras con interferencia. También sabía que la duración era impredecible, que debía apresurarse y ser concreto.
—¿Ha vuelto tu asesino? —preguntó Eugenio, con voz temblorosa.
El cuerpo de Madame Guillot experimentó una breve sacudida, como un tren que se ponía en marcha, y comenzó a escribir en el papel. Tras unos segundos, se detuvo. Las velas volvieron a encenderse y Eugenio pudo ver en el rostro de su anfitriona un dejo de frustración.
—Lo siento, fue todo —dijo Madame Guillot, mientras le extendía el papel—. ¿Significa algo?
Eugenio leyó la frase. De momento no supo qué pensar. Quería estar a solas, así que le pidió a su anfitriona una copa de coñac. Madame Guillot comprendió y ella misma fue a servírsela.
Cuando la puerta de la biblioteca se cerró, Eugenio volvió a leer el papel. Contenía sólo cuatro palabras:
Huye con tu familia.
Las calles estaban inundadas y no se veían cargadores por ningún lado. Ya no llovía, pero ahora el diluvio parecía brotar del subsuelo. Eugenio podía haberse quedado con su anfitriona, pero el mensaje de Murcia lo había dejado inquieto y deseaba reunirse con su familia cuanto antes. Le agradaba la compañía de Madame Guillot, esa mujer temeraria que sabía domar a los espectros. Además, era la única persona que comprendía su pena, y que le había brindado un camino para desahogarla. Ella era viuda y no tenía hijos; un ser solitario que procuraba la compañía de los fantasmas. Al enviudar, no quiso regresar a su natal Francia. «He estado en muchas partes —le confesó una vez a Eugenio, mientras sus ojos azules brillaban con intensidad— y créemelo: la Ciudad de México es el mejor lugar para contactar a las almas en pena». Madame Guillot ayudaba tanto a los vivos como a los muertos. Su principal objetivo era lograr que se reconciliaran: «Todo será mejor el día que ambos mundos se reconozcan y se acepten», le afirmó en otra ocasión. Luego, soltando un suspiro, agregó: «Aunque no lo creas, a los muertos no les gusta la idea de que los vivos existimos, y que sentimos curiosidad de llamarlos desde nuestra orilla. Para ellos, nosotros somos los extraños».
Madam Guillot actuaba todo el tiempo como una madre angustiada. Cuando Eugenio le anunció que se marchaba, tras terminarse la copa de coñac, ella se preocupó y le pidió que esperara a que las aguas bajaran un poco; incluso le ofreció a su cochero para llevarlo. Pero Eugenio no quiso esperar más. Ahora el único camino era hundir los pies en el agua y luchar contra la corriente. Recordó el día que conoció a Murcia, veinte años atrás, en una pulquería de la colonia Peralvillo. Se emborracharon juntos y al final del día ella le propuso que se fueran al jacalito donde atendía a sus clientes. También había llovido a cántaros, y las zanjas sin pavimentar eran un lodazal. A la puerta de la pulquería, Eugenio miraba sus zapatos, en los que se había gastado su primer sueldo de El Nacional. Entonces Murcia le sonrió, se levantó las enaguas y…
2
Ciudad de México, junio de 1888
—Súbete.
Murcia era una mujer robusta. Eugenio no dudaba que pudiera cargarlo en su espalda y llevarlo a través de aquel muladar. Pero no iba a permitirlo. Por más que le gustaran sus zapatos nuevos, con los que caminaba orgulloso por los pasillos de El Nacional, se consideraba un caballero.
—Ándale, chamaco —insistió Murcia—. Si también te voy a cobrar la cargada.
Dentro de Las Tres Piedras, la pulquería a la que su amigo Julio Ruelas lo había llevado con el objetivo de desquintarlo, comenzaba a armarse una trifulca. Julio tenía rato que se había marchado con otra prostituta a la que apodaban la Bayoneta, dejando a Eugenio a merced de esa mujer impetuosa y alegre, cuyas enormes tetas se bamboleaban con cada una de sus risotadas. Eugenio sentía por ella una mezcla de miedo y deseo; le gustaban su piel morena, sus anchas caderas, pero a la vez le intimidaba: era alta y desinhibida. ¿Qué haría una vez que tuviera aquel vasto cuerpo desnudo a su disposición? Se le ocurrían varias ideas; sin embargo, le aterrorizaba que, llegado el momento, se paralizara y no supiera por dónde empezar. Murcia estaba feliz de tener un cliente distinguido, limpio, en lugar de los léperos apestosos y desdentados que solían pagar —a veces— por sus servicios.
Varias mesas se volcaron, algunas sillas volaron y una jarra de pulque estalló cerca de la puerta. Esa fue la señal que condenó a los flamantes zapatos de Eugenio.
—Vámonos —dijo, tomándola de un brazo—. Esto debe ser parejo: si te ensucias tú, también me ensucio yo.
—Ay, chamaco, acabas de mencionar el secreto de una buena cogida —dijo Murcia, con una sonrisa de dientes amarillos, como de mazorca—: a la hora de la hora es mejor empuercarse.
Juntos se adentraron en el lodazal; avanzaron por las zanjas oscuras, mientras el griterío en Las Tres Piedras iba quedando atrás. Eugenio había visto brillar varios cuchillos en la penumbra de la pulquería. Se alegraba de que se alejaran de ahí.
Minutos después llegaron al jacal de Murcia. Ella encendió una lámpara de petróleo que inundó el aire con su pestilencia. A partir de ese momento, Eugenio no podría evitar relacionar dicho olor con el sexo; durante los próximos años, cuando alguien utilizara una lámpara similar, él experimentaría una incómoda erección. Cuando llegara la luz eléctrica a la ciudad, él sería uno de los más aliviados.
Eugenio no maldijo el aire pegajoso e irrespirable. Al contrario, agradeció que aquella luz macilenta le permitiera contemplar el exuberante cuerpo de Murcia: sus pezones grandes y prietos,