Asentí a mi padre, creyendo que también él estaría recordando alguno de aquellos viajes o tal vez el día que sobrevoló el San Mamés y captó el silencio desde el cielo. Pero me equivocaba. Mi padre tenía otra cosa metida en la cabeza.
−¿Llevas la cartera en el bolsillo trasero? En cuanto te distraigas, te la robo…
No pude evitar sonreír, aunque amargamente. Di una calada al Ducados, sopesando su ridícula amenaza, y me acordé de nuevo del artículo del periódico que el día anterior le había impresionado tanto a Irene; sin saber la razón, imaginé entonces a Damián encaramándose al pretil de la terraza y arrojándose al vacío.
−Arréglate, papá, nos vamos –le rogué desganado.
Cogí una de las revistas que tenía en la mesa, el Hola de esa misma semana. Me extrañó que ahora comprara esa clase de publicaciones, jamás lo había hecho antes. Estaba abierta en un reportaje sobre las mansiones de California.
−Si vas a comprarme la casa, búscala junto a la de Paul Anka.
Le observé de nuevo por encima de la revista, y en ese instante lo habría acogido entre los brazos para protegerlo del frío. Se giró lentamente, y pensé que por fin iba a hacerme caso y que se cambiaría para marcharnos, cuando sonó mi móvil. Miré el número de la pantalla, no lo conocía, pero pulsé el botón verde y contesté.
−¿Señor Vázquez?
−Sí –me hablaba alguien resolutivo, con acento inglés, pero con un dominio perfecto del castellano, alguien que me conocía sin duda por mis libros ya que se dirigía a mí por mi segundo apellido.
−Mi nombre es Robert O´Neal. Le llamo desde las oficinas de Brautigan House Book… −hizo una pausa, y al ver que ese nombre no me decía nada continuó hablando−. Soy director general de esta empresa editorial. Un amigo común nos ha remitido varias páginas escaneadas de su última novela, y ciertamente estaríamos interesados en verlo para tratar ciertos aspectos de la misma…
Pensé inmediatamente que trataría de proponerme la cesión de los derechos de la novela para su edición en inglés, pero eso era algo que manejaba Joan Gilabert y yo apenas sabía nada del asunto.
−Bueno, tendrá que hablarlo con mi editor español…
−Creo que no me ha entendido, señor Vázquez –me interrumpió, alzando la voz−. La razón de que pretendamos verlo es que hemos descubierto que algunos párrafos de su nueva publicación plagian un libro del que poseemos los derechos. No sabemos cómo ha llegado al original, pues aún no se ha editado, pero…
−¡Un momento! –ahora era yo el que levantaba la voz, lleno de ira, herido en mi amor propio−. ¿Cómo se atreve a decirme eso?
No podía creer que una editorial inglesa me llamara para acusarme gratuitamente. Parecía que en torno a mi nueva novela se hubiesen propuesto montar una especie de broma colosal, por un lado el presunto plagio del que me hablaba ese tipo y por otro un loco chiflado que afirmaba que mi historia era su propia vida.
−No se altere, señor Vázquez. No vamos a demandarlo. Lo que pretendemos es llegar a un acuerdo satisfactorio –su socarronería seguramente le venía de su flema británica−. Usted y yo sabemos que una parte de su novela está basada en hechos reales, y que hay muchas personas relacionadas con esa historia a las que no les interesa que se hurgue en sus vidas... No cuenta con el consentimiento de ninguno de ellos, y además…
−¿De qué me está hablando? Primero me dice que he plagiado un libro que no se ha editado y ahora que se basa en hechos reales… Aclárese. Sólo es una novela, si hay algún parecido con la realidad…
−Es pura coincidencia –terminó mi frase con ironía−. No me haga reír, señor Vázquez, por favor… Su error estriba en haber descrito tan fielmente El libro de las palabras robadas que no deja margen a la duda. Se ha delatado a sí mismo de una manera tan ingenua…
−¿Qué quiere decir con que me he delatado?
−Confíe en mí. Vamos a ayudarle… ¿Cómo ha llegado a usted?
−¿Qué es lo que debiera haberme llegado? −notaba mis labios resecos, la voz me había temblado al hacerle la pregunta, y tragué saliva. Damián comenzó a dar voces en la misma terraza, regando otra vez.
−¡Hay que mudarse este mismo año, hijo! –gritó−. He visto una casa a cien metros de la de Paul Anka. ¡En su jardín cabría un bosque entero! Esto lo podríamos trasplantar…
Le di la espalda, tratando de concentrarme en la conversación con ese tipo de Brautigan House Book. Presionaba con fuerza el móvil contra mi oído, y con la otra mano seguía sosteniendo el pitillo. Comenzaba a dolerme la cabeza, como si un taladro la atravesara de lado a lado.
−Creemos en su buena fe, señor Vázquez… Su anterior novela es muy apreciada en nuestra casa, y estamos convencidos de que todo se debe a un hecho fortuito. Nadie en su sano juicio habría cometido tamaña imprudencia.
Esta última afirmación hizo que me acordara de Arturo Kozer. También él me echó en cara mi supuesta desfachatez, pero no sabía cuál era mi pecado.
−No sé qué coño les habrán dicho, pero señor…
−O´Neal. Robert O´Neal…
−Sí… Quiero decir, señor O´Neal, que le doy mi palabra de que cuanto me dice carece para mí de significado…
Le oí suspirar al otro lado, como si se viera obligado a mantener a raya a su paciencia.
−Simplemente ha sucedido que ha cometido un desliz… Seré directo, señor Vázquez: queremos recuperar el libro…
Fue entonces cuando me di cuenta de que ese tipo estaba cometiendo un terrible error. Sin duda, mi novela les había hecho creer que yo poseía realmente esa obra que me había inventado por completo y que constituía el núcleo del misterio que hacía avanzar la trama, ni más ni menos que un libro fantástico que permitía a su dueño leer las poesías que ordenó quemar el sultán Abdelmumen. Cerré los ojos, oyendo a mi padre farfullando de nuevo sobre mi apellido mientras yo buscaba la manera de zanjar este absurdo problema con unos editores ingleses de los que no sabía ni que existiesen.
−¡Señor Elio Vázquez, saque sus cuartos del banco y cómpreme la puñetera casa!
−Escúcheme –dije tratando de concentrarme en la conversación−. ¿No se da cuenta de que hablamos de algo absurdo? No existe ningún libro como el de mi novela, es un libro imaginario que describe algo imposible, como puede serlo La historia interminable… Son mundos creados para evadirnos de este otro mundo real y cruel que nos ahoga diariamente. Ojalá existiera El libro de las palabras robadas, pero puestos a fantasear estará de acuerdo conmigo que el derecho a poseerlo sería entonces de los poetas árabes, ¿no lo cree así?
Estaba seguro de que había terminado por convencerlo con mi reconvención. Aguardé más de un minuto a que respondiera, creyéndolo derrotado.
−Lamento que no quiera colaborar –dijo al fin−. Esto nos obliga a actuar de otra manera… Muy pronto tendrá noticias nuestras.
Me había colgado, dejándome con ganas de aclarar su velada amenaza, y cerré el móvil de un golpe, con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escaparse de mi cuerpo. Pensaba en Ágata, en el libro que me había mostrado y en el texto que había descubierto en él, y sentí la imperiosa necesidad de regresar a casa y releer mi novela. Miré entonces hacia la puerta de cristal, y vi el cielo nublado y a mi padre en primer término con la regadera ya vacía en la mano.
−Hijo, pareces un cadáver. ¿Te encuentras bien?
Estudié