El impacto de La consagración es uno de los topos recurrentes de la historia de la música moderna aun a más de un siglo vista. Debussy, en frecuente contacto con Stravinsky, interpretó con el ruso la versión para piano a cuatro manos, experiencia que calificó de «bella pesadilla». Concebida para una enorme orquesta, La consagración ha sido ubicada frecuentemente dentro de un «primitivismo musical» tanto por su temática como por su estilo, algo no del todo ajeno a la fuerza primigenia de experiencias plásticas como la del fauvismo o al interés por culturas antiguas o lejanas que manifestaron algunos creadores cubistas. La desafiante temática del ballet sobre las festividades de la Rusia pagana, cuyo culmen es el sacrificio de una joven virgen en una devastadora danza final, se despliega musicalmente a través de impulsivas unidades rítmicas, con constantes alteraciones métricas e irregulares pulsaciones, en un contexto armónico tendente a la politonalidad, generando una poderosa y enérgica creación. Este fluir rítmico dentro de yuxtaposiciones constantes en lo que a su trama polifónica se refiere, unido a la temática del ballet, no dejó indiferente a la audiencia en el día de su estreno.
Pero, tras el tumulto y el escándalo de aquel 29 de mayo de 1913, del que se hicieron eco testigos como Marie Rambert, bailarina ayudante de Nijinsky, o el pintor Valentine Hugo, el lacónico comentario de Diaghilev —«es exactamente lo que quería»— anunciaba, seguramente sin intención profética alguna, el progresivo éxito de la obra. A la sazón, el empresario estaba acostumbrado a batallar con la controversia que sus espectáculos suscitaban entre un sector de la audiencia, como en el caso de la coreografía que el mismo Nijinsky creó en 1912 para L’après-midi d’un faune (La siesta de un fauno, 1894) de Debussy. Un año después, en 1914, Diaghilev encargaba a un joven Serguéi Prokófiev (1891-1953) varios proyectos de ballet, de los cuales, y con diversas transformaciones, surgiría la conocida como Suite escita, obra de enorme orquestación, de aire también primitivista y que, según la revista rusa M úsica, dejaba al ballet de Stravinsky en «una obra simplemente exótica escrita por un europeo refinado y afeminado».
Puede resultar llamativo que, casi cuarenta años después, el mismo Stravinsky expresase al profesor Claudio Spies durante una conversación en auto su malestar por la manera en que los diversos trozos de La consagración estaban conectados, pareciéndole tan arbitrarios como los tejidos musicales de dichas uniones. Deseaba reescribir la obra, como ya había hecho con Petrushka en 1946, magna tarea que nunca llegó a realizar. Veremos que tales apreciaciones eran totalmente coherentes con los años posteriores al estreno del ballet. Además, este inconformismo nos pone en alerta frente un fenómeno no exclusivo, pero sí muy característico, de la modernidad musical: los rápidos cambios en los diferentes entornos estilísticos hacen que los creadores transiten por diversos y variados contextos creativos.
En el interior y alrededor del triángulo
En los años setenta del siglo pasado, el musicólogo Gerald Abraham calificaba el tránsito del siglo XIX al XX como «el fin de una época» en la que el compositor «todavía podía usar la música como un lenguaje para el cual podía contar con la comprensión de los oyentes implicados en el estilo del siglo anterior», mientras que el auténtico innovador «debía estar preparado para enfrentarse no sólo a una mera incomprensión, sino a la acusación de que su música carecía de sentido». ¿Sólo existían estas dos opciones? Posiblemente nos hallamos ante una situación de mayor complejidad, donde los matices pasan a ser un factor relevante.
Los cambios que hemos tratado se estaban produciendo en un ámbito geográfico de área triangular, cuyos vértices podrían ser las ciudades de París, Berlín y Budapest. Impresionismo, intensificación posromántica o atonalidad son tendencias que aparecen dentro de un contexto más amplio, en el que una vasta producción se dinamiza en un estado de acumulación y reorganización propio ya de la modernidad musical. Dicha producción evoluciona de tal suerte que ni siquiera aquella más firmemente ligada al mundo tardorromántico o tonal permanece inmune a la novedad. Por ejemplo, en una compositora tan sujeta al mundo decimonónico —especialmente a Brahms— como fue la norteamericana Amy Beach (1867-1944), surgen, especialmente en sus últimas obras, elementos del lenguaje escalístico o armónico impresionista. Así pues, podríamos establecer tres tendencias dentro y alrededor del anteriormente citado triángulo geográfico. No se trata en absoluto de departamentos estancos, sino de flujos en estado de constante intercambio, donde el mayor o menor grado de afectación de las nuevas estéticas modernas se convierte en una constante, bien sea por asimilación de ciertos rasgos, bien por una evolución de las propias posibilidades de cada autor y su entorno creativo.
En primer lugar, algunos compositores muestran una evolución muy particular, que los hace un tanto inclasificables. Partiendo de los presupuestos y de la estética del lenguaje heredado del siglo XIX, transitan por caminos avanzados y a su vez muy personales. El italiano Ferruccio Busoni (1866-1924), cuya carrera musical tuvo lugar en buena parte en suelo germano, incorporó en su faceta como director a muchos compositores de su época, entre ellos a Bartók (1881-1945) o al mismo Schoenberg. En 1907, publicó lo que puede considerarse uno de los primeros escritos donde se busca una exposición de las bases estéticas y técnicas de la modernidad musical. Su Apuntes sobre una nueva estética musical supuso un cambio de rumbo para el autor desde su tardía y ampulosa escritura tardorromántica hacia trabajos como sus Seis sonatinas (1910-1920), de corta duración y en las cuales aúna un contrapunto heredado de su querencia por Johann Sebastian Bach con un avanzado lenguaje politonal. De una manera un tanto análoga, el ruso Alexander Scriabin (1872-1915) partió de formas heredadas del siglo XIX, como lo demuestran sus sonatas para piano o sus poemas sinfónicos, como El poema del éxtasis (1908) o Prometeo (1910), para incluir en ellas innovaciones armónicas basadas en escalas sintéticas o artificiales.
Una segunda corriente estaría marcada por la aparición de una arquitectura musical ligada al impresionismo o a la influencia francesa en general, entendida como alternativa a la dominante escuela germana del siglo XIX. En este último sentido puede entenderse la obra de Gabriel Fauré (1845-1924), un poco anterior generacionalmente hablando. Compositor de ciclos de canciones bajo la antigua y genérica denominación de mélodie, especialmente ligado a la poesía de autores simbolistas como Paul Verlaine, Fauré es especialmente recordado por su particular Réquiem, finalmente terminado en 1900 tras un largo proceso compositivo. Esta versión de la misa de réquiem huye de los tradicionales terrores del juicio final, prescindiendo de la secuencia del dies irae, en una reescritura de la forma que, como afirmó el crítico Émile Vuillermoz, «mira hacia el cielo y no hacia el infierno».
Asociados muy directamente a Claude Debussy, tanto en lo musical como en lo personal, aparecen Erik Satie (1866-1925) y Maurice Ravel (1875-1937). Alrededor del binomio Ravel-Debussy, la historia ha creado otro sistema basado en la convivencia estilística y vital. Sus obras suelen interpretarse o grabarse conjuntamente, como acontece con sus únicos cuartetos de cuerda o con las obras para arpa que las casas Pleyel y Érard encargaron a ambos, en clara competencia para demostrar cuál de los dos nuevos modelos del instrumento se mostraba más versátil. Ciertamente, la asociación entre ambos autores resulta clara en aspectos como la textura, el vocabulario armónico, o la preferencia por ideas melódicas breves. Pero, frente al flujo debussiano, que parece interrumpido, lo raveliano exhibe una clara articulación formal, en donde la idea de empuje tonal es más fuerte y los modelos rítmicos están claramente marcados. Entiéndase que Ravel se declaraba partidario de ideas nuevas, pero a su vez defendía no ser «un compositor moderno que tenga el afán de escribir armonías radicales ni contrapunto fragmentado porque nunca [fue] de determinado estilo de composición». No obstante, y entendido dentro de la manera de hacer en la Francia de la época, demuestra una gran capacidad para juntar materiales de diversa procedencia en un todo personal y coherente, como en su Rapsodia española (1908), La valse (1920) o el Concierto para piano (1932), este último con ecos del mundo del jazz ya en un periodo más avanzado situado entre ambas contiendas mundiales.
Un segundo actor fuertemente ligado también en lo personal a Claude Debussy es el autor de una famosa instantánea en la que aparecen juntos el compositor de La mar y Stravinsky: este fotógrafo ocasional