Me imagino que en nada se parecería mi pobre tío abuelo a Banastre Tarleton, sino al viejo John S. Mosby. Luego llegó la de mi abuelo Francisco, que lucía uniforme de sanitario durante la mili en las Islas Canarias, que ya es destino en los años veinte con una guerra en ciernes, y sin poder practicar kitesurf, ni curas con antibióticos. Mi imaginación ya se había encaramado a la azotea, y allí sigue desde entonces, a duras penas baja, tan sólo el día en el que pago puntualmente la hipoteca. Un delgado hilo separa la realidad de la ficción, así que imagínense qué camino tomé en mi adolescencia.
Mi otro abuelo, Mariano, se libró de la mili por excedente de cupo y en el mágico año de 1936 (¡), así que se salvó por los pelos de la Guerra Civil. Perdimos a un gran héroe, seguro. De esta suerte, mi padre aportó a las tradiciones castrenses de la familia una fotografía de su paso por el Ejército de Tierra español a finales de la década de los sesenta en el Regimiento de Soria nº 9, que ya formaba en cuadros cuando en los frondosos bosques de Virginia se daba sus paseos matutinos Chingachgook. “Hijo, guarda esta foto, que a ti te gustan estas cosas…”. En ella se arrodilla mi padre junto a una bazuca y lleva un caso de acero, modelo 42, con una red de camuflaje. ¿Miembro de las Waffen SS? ¿Acaso luchó entre los cascotes de la fábrica de tractores en Stalingrado? “La mili es pasar hambre, mucha hambre…”, sentenció. Y así se esfumaron los sueños de heroísmo y gloria en mi familia, enterrados durante mi objeción de conciencia en una biblioteca pública de barrio, donde leí y leí en espera de convertirme en periodista. No tenía mucho caché el local, pero al menos le di un repaso a la literatura occidental, y gratis. Por ejemplo, Pabellones lejanos (Plaza&Janés), ya se imaginarán que me creí todo un Walter Hamilton defendiendo la residencia del gobernador en Kabul.
¿Entiendes entonces en parte mi fascinación por la fotografía de la Guerra de Secesión? Espero que sí, improbable lector. Mezclen imaginación más fotografías antiguas, igual a aventura. Allí, al otro lado del Atlántico estaba el Viejo Sur, la Confederación, el bando perdedor, que es el que se lleva la gloria y la nostalgia de un mundo que se transformó para desaparecer con la guerra (The Civil War: an illustrated history of the war between the states. Pimlico, Random House). Y además es una guerra, sí, la guerra como inspiración, como materia prima inagotable para escritores, periodistas e historiadores, patria de los héroes, de las víctimas y del horror, ¿verdad Kurtz? Y de los aventureros en zapatillas, que no han salido de su habitación ni han disparado un solo tiro en su vida (ni lo tirarán), como el que esto escribe.
Si somos justos con la Historia, la Guerra de Secesión no es la primera que se fotografió. Hubo cuatro anteriores que se nos olvidan normalmente: la guerra entre México y los Estados Unidos entre 1845 y 1848, la guerra de Crimea desde 1854 hasta 1856, la rebelión de los Cipayos de 1857 en la India y la Segunda Guerra del Opio entre 1856 y 1860. Pero en la fértil Norteamérica (bélicamente hablando) de los años 1861 a 1865 se llevaron al extremo las posibilidades de un arte que apenas contaba con dos décadas de existencia.
Rebobinemos. En apenas tres años de guerra los Estados Unidos ocuparon, gracias al tratado de Guadalupe-Hidalgo (2 de febrero de 1848), Texas y el área conocida como Alta California y se abrieron a su libre control en un futuro muy próximo los territorios de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma (The Mexican-American War. Heinemann-Raintree). Y allí hubo fotografías. La mayoría son daguerrotipos y normalmente son posados de oficiales y soldados en un estudio, pero en pocas ocasiones en el campo de batalla. Los protagonistas aparecen de pie y con fondos recreados, en lugar de naturales. Son mucho más atractivas las excepciones, como la que muestra al general John E. Wool entrando con sus tropas en Saltillo a principios de 1847, sencillamente espectacular.
En 1855 Roger Fenton (1819-1869) marchó a la Guerra de Crimea por encargo del editor Thomas Agnew para fotografiar a las tropas, con un ayudante de fotografía, Marcus Sparling, un sirviente y un amplio equipaje. Esta expedición fue su mayor éxito. Financiada por el gobierno británico a cambio de que no mostrara los horrores que provocan los conflictos bélicos, se pretendía así que los familiares de los soldados y la ciudadanía en general no se desmoralizaran. Fue un trabajo muy duro, pues debido al calor, parte del material fotográfico se inflamaba, y obligaba a los soldados a permanecer en poses durante un tiempo inmóviles a pesar de las altas temperaturas. A pesar del clima adverso, de fracturarse varias costillas y sufrir el cólera, consiguió hacer 350 negativos de gran formato. Una exhibición de más de trescientas fotografías se celebró en Londres, pero las ventas no fueron tan altas como esperaba, posiblemente porque la guerra había acabado. De esta forma inmortalizó El valle de la muerte y de las sombras, sí, la famosa explanada donde cabalgaron los jinetes de la Caballería Ligera en Balaklava y que inspiró al poeta Tennyson, que ya es poesía, con Lord Cardigan al mando y esa nube de balas de cañón rusas sobra las cabezas.
Si Fenton es el protagonista de la guerra de Crimea, el levantamiento cipayo de 1857 tiene como fotógrafo a Felice Beato (1833 o 1834-1907), que ya sí muestra cadáveres de soldados —observen cómo se las gastaron los británicos en el Secundra Bagh y el Fuerte Taku— como James Robertson un poco antes en la caída de Sebastopol, claros antecedentes de la Guerra de Secesión. En la Segunda Guerra del Opio, Beato fechó las imágenes y las relacionó, es lo que se denomina narrativa de la batalla, que no se había hecho hasta entonces. Las fotografías resultantes fueron una poderosa representación del triunfo militar del poder imperialista británico, y así se consideraron por los compradores de las imágenes, en su mayoría soldados británicos destinados en la región, administradores coloniales, comerciantes y turistas. En el Reino Unido, las fotografías se utilizaron para justificar la guerra y brindaron conocimiento al público sobre la cultura que existía en Oriente.
Fue entonces cuando se escuchó el primer disparo en Fuerte Sumter, en la madrugada del 12 al 13 de abril de 1861. La técnica fotográfica en 1861 apenas había cambiado desde que se inventó unos veinte años atrás. ¿Cómo se hacía una fotografía en la década de 1850? Olvídense de las cámaras fotográficas, de los móviles y de los filtros instantáneos que eliminan los ojos rojos o unos cuantos michelines. La fotografía requería paciencia, artesanía y una pizca de originalidad. En 1851 murió Louise Daguerre. Simbolizó el final de una época, porque en ese mismo año se inventó una nueva técnica que liberó de los procesos patentados de Fox Talbot y Daguerre: la técnica del colodión húmedo o ambrotipo, de Frederick Scott Archer. Consistía en un soporte de cristal al que, momentos antes de hacer la foto, se le recubría con una sustancia espesa y húmeda a base de algodón en polvo, alcohol y éter junto con sales de bromuro de plata y yodo. Una vez expuesta a la luz con el cristal aún húmedo, se dejaba secar por dos días. Se revelaba con protosulfito de hierro y se fijaba con hiposulfito de sodio. El colodión, pese a su complejidad de manipulación, fue muy apreciado por su finura del grano y la fidelidad de la reproducción. Un poco después, Richard Meaddox sustituyó el colodión húmedo por la gelatina de bromuro, originando una placa seca o colodión seco. Desde entonces es la emulsión que se usa. El reto de la fotografía ahora estará en la evolución de los soportes: vidrio, materiales flexibles, película en rollo, etc., pero en la Guerra de Secesión tan sólo se contaba con el colodión húmedo.
Así que los fotógrafos tanto profesionales como amateurs (estos últimos realizaron auténticas joyas durante el conflicto, ¡se calcula que fueron unos cinco mil!) se presentaron en los campos de batalla con un carromato lleno de cachivaches, desconocidos para la mayoría de los soldados.