La era de las revoluciones concedió a la mujer la capacidad pública de pensar. O al menos eso esperaba Mary Wollstonecraft. El testigo lo recogió su hija Mary Shelley, la cual, en pos de evocar la presencia materna, elaboró alguna de las páginas más señeras de la literatura romántica inglesa. En el mismo propósito de conseguir más y mejores derechos para la mujer insistieron, un siglo después, Emmeline y Christabel Pankhurst , cuando alteraron la bienpensante sociedad británica al grito de Vote for woman!
A su manera, también era libertad lo que pedían María Cristina de Borbón y su hija Isabel II, reina de España, cuando vivieron sus pasiones privadas al margen de sus deberes de soberanas. Y en la búsqueda de tan preciado don, la emperatriz Isabel de Austria se acompañó de María Valeria, su hija predilecta. Marie e Irene Curie, por último, hicieron de su laboratorio un ámbito común donde vivieron una relación familiar armoniosa y fructífera.
No busque el lector interpretaciones psicológicas o antropológicas, que doctores tiene la Iglesia y para eso están los profesionales. Los capítulos que siguen son solo ejemplos, retazos de otras vidas, que jalonan el largo camino recorrido por las mujeres desde la noche de los tiempos. No todo son historias idílicas. Entre una madre y una hija también se crea a menudo la barrera de la rivalidad, el egoísmo o el autoritarismo. Pero, en cualquier caso, sea cual sea el paisaje, siempre subyace en él un cordón invisible, evocación cierta de aquel otro que durante nueve meses alimentó una vida. Un vínculo que perdura a través del tiempo y que une a dos mujeres en una relación de complicidad peculiar y, a menudo, inexplicable.
I
La embriaguez del poder
Agripina la Mayor, 14 a.C.-33 d.C.
Agripina la Menor, 16-59 d.C.
El hombre es para la
mujer un medio;
el fin siempre es el hijo.
Friedrich Nietzsche
Se deslizó suavemente y nadó en silencio hasta la costa. La distancia era corta y confiaba en salvarla con facilidad. Debía ser prudente. Cualquier ruido, cualquier movimiento podía delatarla ante sus perseguidores. Pero había que intentarlo. A fin de cuentas era la única oportunidad de seguir con vida.
Minutos después llegó a la playa. Exhausta, se tendió en la arena y cuando recobró el aliento, intentó orientarse. Estaba muy cerca de Baulis, la villa en la que había pasado alguno de los mejores momentos de su vida. Llegar, pues, hasta su casa era solo cuestión de paciencia. Por el momento debía esperar a que se acallase el tumulto y los gritos que dejaba adivinar el rumor de las olas.
Empapada, con el cabello en desorden y el corazón latiéndole apresuradamente, Agripina “la Menor” se escondió tras unas rocas. Casi inmediatamente pudo ver cómo el mar engullía los restos de su embarcación y con ella aquellos escasos fieles que aún permanecían a bordo. Mentalmente, invocó a los dioses y, agradecida por haber salvado la vida, se hizo el propósito de ofrecerles un sacrificio. Ni siquiera estaba asustada, solo aturdida ¡Había ocurrido todo tan deprisa!
Solo dos días antes, Nerón, su hijo y Emperador, la había recibido en el puerto de Bayas, junto al cabo Miseno, en plena bahía de Nápoles, entre halagos y muestras de cariño. Luego, tras los festejos, se dispuso a retirarse a su villa de Baulis y aceptó la embarcación que el Emperador le ofreció. Descansaba en alta mar cuando un gran estruendo la despertó. Alarmada, saltó de la litera y se precipitó a la estrecha toldilla. A la luz de las antorchas, vio que la nave escoraba bruscamente y observó, sorprendida, cómo los remeros se agolpaban a estribor con la evidente intención de hacer zozobrar la embarcación. Prudentemente se ocultó tras unos barriles de agua y, ante su asombro, contempló a los miembros desconocidos de la tripulación que irrumpían en su compartimento y, al grito de “¡muerte a Agripina!”, la emprendían a golpes con su sierva Acerronia. Poco después, en medio de una orgía de sangre, los esbirros del Emperador acababan con la vida de la mayoría de quienes la habían acompañado desde Anzio, la villa en la que vivía un dorado exilio.
De allí había partido respondiendo al reclamo de Nerón, el Emperador, su hijo bienamado, el mismo que la había hecho conocer las mieles del poder para luego, sin más explicaciones, apartarla de su lado. Horas antes, ella estaba dispuesta a olvidarlo todo. El encuentro había sido cálido, afectuoso. Nerón se había disculpado, la había besado los ojos y el pecho —como mandaba el protocolo— y luego, durante el banquete, había tenido para con ella todo tipo de atenciones. Agripina pensó que tal cambio de actitud obedecía, posiblemente, a un sincero arrepentimiento e inauguraba sin duda una nueva etapa de felicidad y armonía entre madre e hijo.
Ahora, agotada por el esfuerzo y con el alma dolida, comprendía su error. Nerón la había llamado no para buscar la paz, sino para deshacerse definitivamente de ella. Por eso la insistió en que aceptara el regalo de una nueva nave, por eso había sido obsequioso y afectuoso. Agripina comprobó con horror que había asistido a sus propias exequias, los epítetos cariñosos de su hijo y Emperador no habían sido más que los cantos funerarios que se debían a la madre del césar. ¿Cómo había podido caer en la trampa? ¿Cómo había podido confiar en aquel ser al que ella sabía mejor que nadie versátil, impresionable, extremoso y traidor? Sus epítetos cariñosos aún resonaban en sus oídos: “optima mater” la había llamado. “La mejor de las madres”. Y ella, sin saber bien porqué, había evocado el recuerdo de su propia madre, la gran Agripina, nieta de Octavio César Augusto el gran Emperador, hija de Marco Vipsanio Agripa y esposa de Germánico. Aquella a la que la historia conocería un día como la Mayor, reservando para ella, sombra borrosa de su hacer y ambiciones, el epíteto que, aún referido a la cronología, siempre resultaba insidioso, de “la Menor”.
Agripina la Mayor había nacido en Roma catorce años antes de que, en Belén, una pequeña aldea de Judea, diera comienzo la era cristiana con el nacimiento del hijo de un humilde carpintero. Su abuelo, Augusto, siempre sintió una especial debilidad por ella. No en vano había nacido del matrimonio de Julia, su hija predilecta, con Marco Vipsanio Agripa, un fiel compañero en su lucha por el poder. Creció feliz en compañía de tres hermanos varones y una única hermana llamada Julia al igual que su madre. Con ellos aprendió a leer, a escribir a tejer, a conocer los modos y costumbres del entorno imperial y, sobre todo, a informar al Emperador de todos sus actos o palabras.
La muerte prematura de Agripa devolvió a la viuda y a los huérfanos al seno de la familia imperial. Los niños fueron adoptados por Augusto mientras Julia, la madre, contraía un segundo matrimonio con Tiberio, hijo de un anterior matrimonio de Livia, la tercera y amadísima esposa del césar. Tras el prohijamiento se escondía la firme voluntad de Augusto de asociar a sus nietos al gobierno. Sin embargo, la vida había dispuesto lo contrario. Los dos mayores murieron muy jóvenes y el tercero dio tantas y tan evidentes muestras de desequilibrio mental que hubo de ser aislado y enviado lejos de los centros de poder. No fue un rasgo de crueldad por parte de Augusto. Lo cierto es que era lo mejor que podía pasarle al pobre muchacho.
La familia imperial era un absoluto centro de intrigas y ambiciones. Livia, inteligente y seductora, se había hecho con la voluntad de su marido y no contemplaba otro propósito que asegurar el porvenir de la descendencia habida de anteriores uniones. Agripina y sus hermanos eran, pues, un claro obstáculo a sus objetivos. Para sortearlo no había más que un camino: sustraer al Emperador de la influencia de su hija Julia, madre de los muchachos.
Livia comenzó,