enterrado Goya, en 1828 (y por tanto finalizado el proceso de descomposición, mondo ya el esqueleto), entran una noche en el cementerio de Burdeos, desentierran el cadáver (el mausoleo estaba situado cerca de un descampado, junto a la calle
Coupe Gorge, como una premonición) y se llevan el cráneo. Se vuelven a España con él y Fierros lo pinta (en 1849) en un cuadro que encontrará en 1928, en el primer centenario de la muerte de Goya, en una tienda de antigüedades de Zaragoza don Hilario Gimeno, erudito local. El cuadro, que hoy se conserva en el Museo Provincial de Zaragoza, está firmado y fechado (es lo que permite suponer que el robo se hizo unos veinte años después de la muerte del pintor). Por la razón que sea, la calavera se la queda Fierros, en Ribadeo, por donde Goya había paseado con el marqués de Sargadelos. Fierros muere, pero su familia la conserva con la misma devoción que él, como si tratase de la reliquia de un santo. Uno de los hijos de Fierros, Nicolás, va a estudiar medicina a Salamanca. Disponer de un cráneo real para su estudio no era ninguna insignificancia. Nicolás procedió a la efracción (así se llama técnicamente el reventamiento) del cráneo por los puntos de sutura para estudiar cada hueso por separado: occipital, mastoides, esfenoides, parietal, frontal... piezas que prestaba a menudo a sus compañeros. Para desunir los huesos sin violencia destructora, llenó el cráneo de garbanzos y lo sumergió en un barreño. Los garbanzos al humedecerse aumentaron de volumen y reventaron el cráneo desde dentro, limpiamente, por las uniones. Cuando acaba sus estudios, Nicolás lleva todos sus trastos a la casa familiar. Allí encuentra Gamallo una caja “con una confusión de huesos”. Entre ellos ve un parietal derecho, grueso, “dogmático, de espesor terrible”, decía. Y un maxilar inferior igual de contundente que el parietal. Era lo que se había salvado de “la diáspora del cráneo de Goya”. Para cerciorarse coteja primero esos dos huesos con el cuadro de su abuelo. Tienen la misma solidez, son el mismo objeto. Después coteja el cuadro de la calavera con el retrato que Vicente López le hizo a Goya. “Por un proceso de abstracción mental, fui descarnando la cabeza del retrato de López. Y la progresiva resta me llevó al cráneo pintado por mi abuelo. La coincidencia era completa”.
–¿Y aún conserva esos huesos? –le pregunté, tratando de ocultar mi escepticismo.
Quizá advirtió algún gesto involuntario por mi parte, que él interpretó a su manera.
–No me crees, ¿verdad?
Gamallo fumaba. No mucho. Un cigarrillo en cada visita. Sacaba su cajetilla de tabaco negro y me ofrecía. Yo siempre le cogía uno por educación, aunque no me gustaba su tabaco (a él tampoco el mío, que siempre rechazó). Sacó una cajetilla casi entera, me ofreció y se puso a fumar. Cuando le tendí el pesado cenicero de cristal que había en la librería, se metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó un fragmento de hueso amarillento, levemente cóncavo, y depositó en él la ceniza, que ya estaba a punto de caer.
La tarde se acababa. La librería se fue llenando de sombras. Parecían espectros del pasado que se iban congregando dispuestas a materializarse.
GONZALO DE BERCEO IMAGINA AL NIÑO JESÚS DESCUBRIENDO QUE ES DIOS
El Niño Jesús escucha en el templo la lectura del libro de Josué, cómo los israelitas combaten a los cinco reyes amorreos y cómo Josué pide a Dios que detenga al sol y a la luna para que no llegue la noche y así le dé tiempo a consumar su venganza sobre el ejército enemigo. Escucha con fascinación infantil que tras la batalla Josué dio muerte con sus propias manos a los cinco reyes. La lectura continúa, pero él ya no escucha. Su imaginación vuelve al pasaje en el que el sol y la luna paran su carrera y quedan inmóviles en mitad del cielo, y exclama asombrado: “¡Eso lo hice yo!”.