El mundo de Kafka no es ese en el que no es posible dormir, sino ese en el que te impiden dormir sin justificación alguna (en Der Schloss alguien despierta a K. porque así se le antoja). Un mundo es «kafkiano» no solo por la burocracia presuntamente impersonal, sino por la arbitrariedad cruda y descarada, por la falta de derechos y de garantías, por la situación en la que nadie sabe a qué atenerse ni nada está asegurado. En el mundo de Kafka te dicen «ven aquí» cuando lo cierto es que no quieren que vayas. Te dicen: ejercerás como ingeniero, pero solo a condición de que hayas ejercido de ingeniero previamente, lo cual no solo es demencial y deprimente, no solo es prisión y secuestro, también es algo profundamente antimoderno, pues un mundo que te condena a ser para siempre lo que ya eras no deja de ser antimoderno. Ahora bien, ese mundo «kafkiano», ¿en qué sentido es «de» Kafka?
Walter Benjamin se refirió al «madriguerismo» de Kafka. Habría quizá que introducir aquí matices. Primero: en la madriguera uno no busca estar; se está ya ahí, se está ya en la madriguera. El terror consiste justamente en esto: estar en una madriguera sin túnel de salida. Y si la madriguera es el mundo moderno en el que inevitablemente estamos atrapados, entonces la tarea del escritor moderno consistirá no en construir un túnel de salida (qué vanidad, qué despropósito), sino más bien en arrojar en la propia madriguera la luz de una salida, pues sin alguien que encienda una luz en la oscuridad ni siquiera sería posible referirse a la madriguera como madriguera, ni tampoco decirnos a nosotros mismos cómo es el mundo aquí, en nuestra madriguera. Si Kafka supo describir tan bien la madriguera moderna, sus túneles interminables, sus paredes podridas, sus laberintos sucios y depravados, es porque no estaba pese a todo en lo oscuro de la misma, sino en un cierto claro de luz.
El mundo «de» Kafka no es simplemente el mundo que Kafka ha inventado, sino el mundo que Kafka ha descubierto y reconocido como suyo. Si Kafka no es exactamente un novelista, sino más bien, como se ha dicho (Hannah Arendt lo ha dicho), un maquetista o un arquitecto, no es porque sus planos proyecten un edificio que no existe y es preciso construir, sino porque ponen al descubierto y en la vergüenza la estructura de un edificio que ya existe. El edificio, como la madriguera, siempre ya existe, solo que no lo vemos ni entendemos. Necesitamos arquitectos, no arquitectos de mundos nuevos, mundos mejores, sino arquitectos inversos, maquetistas cuyos planos mejor expongan las entrañas del edificio que habitamos sin saberlo, los que con más contundencia nos arrojen sus esquemas a la cara para que podamos comprenderlo.
Robinson Crusoe, o por qué es tan odioso el hombre moderno
Robinson Crusoe es el hombre moderno en el pináculo de sus fuerzas. Lo sabemos porque no tiene un solo anhelo que no sea económico, ni existe en su mundo nada que no sean hechos; tampoco aparecen cosas que no se puedan utilizar como a uno más le convenga o le aproveche. Pero empecemos por el principio.
Robinson Crusoe no puede estarse en Inglaterra. Quizá esta inquietud le venga de su padre, un emigrante polaco (se nos dice que el nombre «Crusoe» no es inglés, sino una deformación inglesa de un original eslavo). De manera que, si en el fondo Crusoe no es Crusoe ni pertenece a York, ¿para qué quedarse? Su partida toma la forma de una decisión originaria: hay que escoger entre la vida segura y próspera en el hogar y la inseguridad y precariedad en lo desconocido. En realidad (pues el hogar no es el hogar ni Crusoe es Crusoe) la elección ya está tomada, y el joven inquieto se hace a la mar, aunque no llegue a transformarse nunca en un marino (se insiste en que, si bien aprende los rudimentos de la navegación, no se hace navegante profesional; en realidad, Crusoe carece de un oficio preciso a lo largo de toda la novela).
Queda así definido el protagonista de Defoe: se trata de un hombre incapaz de quedarse en casa, pues quizá no la tenga; alguien que no puede conformarse con vivir una vida serena y segura hasta la vejez, sino que algo le impele a aventurarse siempre en lo desconocido. Desoye el consejo paterno, desoye la advertencia del capitán del navío en que se embarca la primera vez. Solo escucha su propia voz, y esta lo exhorta a no estarse jamás quieto, a partir siempre sin detenerse nunca. Da lo mismo que no tenga objetivos claros, a excepción del objetivo de no tener ningún objetivo convencional o prescrito, de no comprometerse con nada ni con nadie ni permanecer nunca en ningún sitio. Una vez que ha peregrinado un poco por el mar y lo exótico, Crusoe aterriza en Brasil, donde se medio establece un tiempo guiado por un proyecto de explotación económica. Pero enseguida el ansia irrefrenable de partir aflora de nuevo. Es entonces cuando su barco naufraga, y de este naufragio sale el hombre moderno plenamente constituido, con sus marcas y atributos distintivos.
Debemos insistir en que este hombre que no tiene vínculo alguno (Crusoe jamás recupera sus lazos familiares, ni parece que le importe demasiado el no recuperarlos; carece de amistades que no tengan un marcado carácter económico: todos son albaceas, tesoreros, esclavos o sirvientes). En este sentido, el naufragio no hace más que ponerlo en el sitio que le corresponde: una isla desierta. Pero no nos confundamos. El énfasis no recae en la soledad (esta es más bien un presupuesto), sino en la actitud y en las actividades de Crusoe cuando se ve instalado (o más bien no-instalado) en el aislamiento. Una vez superados los miedos iniciales, Crusoe emprende una progresiva, obstinada y ambiciosa tarea de colonización. Toda la estancia en la isla está marcada por las diversas empresas económico-colonizadoras del náufrago a-islado. Desde el principio, estar en la isla significa para Crusoe domesticar la isla, dominar la isla, poseerla e incluso defenderla de posibles enemigos (su deseo de protegerse es casi patológico). Más moderno incluso es el hecho de que en una situación tan mísera y desesperada no se olvide de poner a salvo el dinero que ha rescatado del barco naufragado, ni pierda nunca de vista (¡en veintiocho años!) el cómputo del tiempo, ni renuncie (¡en una isla desierta!) a la idea de administrarlo de la manera más rentable posible. El tiempo de Crusoe es el tiempo calculable de la modernidad propietaria y dominadora. (Llamativo es también que Crusoe no se aburra nunca; el aburrimiento parece ser un fenómeno propio de la modernidad agonizante o tardía.)
Pero volvamos a la cuestión de la naturaleza. La relación de Crusoe con la naturaleza es exclusivamente una relación de disponibilidad y explotación económica. No le turba para nada la idea de matar pájaros, cabras, gatos y tortugas (la masacre de los lobos en los Pirineos es algo así como el broche final en una carrera de aniquilación gratuita de la naturaleza). No se le pasa por la cabeza el problema de la deforestación, ni considera las consecuencias que tendrá el introducir nuevos cultivos sobre el suelo aún fértil de la isla. Tampoco ha gastado ni un minuto de su (así lo parece) valiosísimo y escasísimo tiempo en contemplar la belleza de la isla misma (su admiración por el valle en el que construye su «casa de campo» se transforma rápidamente en una preocupación agrícola: los viñedos producen racimos que podrá secar para obtener pasas, que no solo son alimento, sino un alimento muy nutritivo). Tampoco parece echar de menos a nadie. Es verdad que a veces añora a los hombres, pero el sentimiento se refiere a la humanidad en general, nunca a una persona concreta, autismo que resulta confirmado por el hecho de que su primera relación con un ser humano después de siglos de soledad no sea tanto una amistad como una relación amo-esclavo: Viernes es el salvaje convertido, esto es, destruido por Crusoe. (Pero decir «siglos de soledad» implica ya falsear la situación tal como la ve el propio Crusoe: son exactamente veintiocho años, ni uno más y ni uno menos.)
Dicho con pocas palabras: el personaje más famoso de Defoe pone a la luz los rasgos más odiosos del hombre moderno. Es odioso en la precisión de sus cálculos no menos que en su tosca superstición. En su habilidad ahorrativa (¡en el momento de marcharse aún le quedan botellas de ron!) resulta fastidioso. Su amor por el orden es casi maníaco. Es previsor hasta la náusea. Nos agota con su sentido de la realidad. Padece de una atrofia incurable para pensar o soñar.