Un jardín para nosotros
Matías Crowder
ISBN: 978-84-15930-46-4
© Matías Crowder, 2014
© Punto de Vista Editores, 2014
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Índice
El autor
Matías Crowder (La Plata, Buenos Aires, 1973), licenciado en Comunicación Social, se inició en el mundo de las letras a través del periodismo gráfico en Argentina. Ha colaborado con medios de Sudamérica y Europa, se alzó con el Certamen Literario José Saramago (2009, Madrid) y obtuvo el Premio Universidad de Barcelona (2010, Barcelona). En 2010 publicó la novela En el tren (Ediciones Albores), y en 2013 La duna (Ediciones La Discreta) y El cuerpo de las palabras (Ediciones Biebel). .
Norma cena con Cheever
1
El desfile militar interrumpe el tráfico de Avenida 44. Suena esa marcha, la misma de siempre, rebotando sobre los edificios en fila: ¡Para pa pam, pam, pam pam, pamrapam! Una multitud colma las inmediaciones; las banderas argentinas, las mismas del último Mundial 78, forman un recortado mar celeste y blanco. Los niños subidos a los hombros de los padres, los uniformes verde oliva, las botas, crean un conjunto opresivo, amenazador, como si los allí presentes se movieran entre cuchillos. Como si no se celebrara a un ejército vencedor, sino a un ejército invasor. La noche no ha llegado a enfriar el aire, cortado por ráfagas tibias, perfumadas por el tilo y el plátano. Debajo de la marcha, el chirrido hipnótico de las chicharras parece avivar el calor. Tres cazas surcan un cielo plomizo como hojas de metal.
Radio Colonia anuncia la presencia de Galtieri y los altos mandos en la radio del taxi que me lleva al centro. El taxi me deja en calle 8. Me acerco a ver y distingo el atril de los mandos superiores sobre Plaza Italia. No logro distinguir los rostros, solo los guantes blancos y las gorras. En la calle la policía de civil en sus Ford Falcón cubre los flancos. Peinados a la gomina, la nuca rapada, ropa estilo “Sandro de América” y mocasines. Empieza a llover. Bajo el calor aplastante, la gente abre los paraguas como si soportara el cielo de latón y los cazas de metal.
Cruzo a Alfonso Torres entre los conocidos que se agolpan a ver el desfile. Lleva patillas a la moda, espesas, hasta la comisura de los labios. Me felicita por mi último libro, En el tren. Pienso en su publicación, solo dos años atrás, enero de 1978, el primer libro que me otorga, al fin, cierto prestigio como escritor.
–Ni siquiera sabía que escribías hasta que vi tu cara en el periódico.
Parece que a Alfonso Torres le ha gustado mi libro, eso o el hecho de que mi reciente fama le posibilite codearse con un personaje famoso, porque, al parecer, salir en un periódico local me hace entrar en su categoría de “famoso”.
–Yo lo leí, sabes, y el libro me cambió. Me sentí cambiado, no sé cómo decirlo.
–Está muy sobrestimada la lectura –digo.
Hace un año una junta de cretinos había prohibido el libro en Argentina, pero se seguía vendiendo en México y empezaba a venderse en Europa. Incluso sabía que varias imprentas clandestinas lo hacían circular por Buenos Aires. Si pudiera retrotraerme al momento en que lo escribí quizás escribiría otra cosa, sobre otro tema. Todo el libro trataba del amor y de la muerte, y no volvería a escribir sobre el mismo tema ni que me lo pidiera el mismo Conrad en persona.
Alfonso Torres se despide y pierde entre los espectadores del desfile.
He asistido a aquella casa de citas dos veces y no me ha decepcionado. “El Anaconda”, como se llama, publica en el periódico local la lista de sus “masajistas”. El Anaconda funciona en una antigua casa de familia platense de 10 y 44, de las que todavía conservan el zaguán de entrada, quinqué en el techo y aquellos mosaicos irrepetibles de formas abstractas, oculta su fachada bajo la sombra de un paraíso de tronco nudoso, tan alto como el mismo edificio. Su portero eléctrico lleva un discreto y bizarro dibujo a bolígrafo de una pequeña serpiente, una anaconda enroscada. La luz roja, la señal de que allí habita el vicio, la de su quinqué del pasillo de entrada, tiñe las paredes y sus visitantes, como un sello de todos los que se adentran en Gomorra. Su fachada, como tantas otras, permanece llena de pintadas de Montoneros y Juventud Peronista, cubiertas de pintura blanca durante el día, vueltas a pintar por la noche. La lluvia me empuja dentro.
Comienzo a visitar las casas de citas por el anonimato de su relación, por no entablar una conversación con una desconocida en un bar o una tanguería y escuchar el teatro de siempre. Allí, en la casa de citas, no tengo que hablar ni escuchar a nadie. No tengo que beber para soltar la lengua, ni parecer ingenioso ni hacer chistes y cientos de promesas a pobres desconocidas administrativas de oficina o universitarias venidas de pueblos de la provincia (lo de siempre en La Plata) que esperan, en el fondo de sus desoladas almas, que las rescate del agujero que se les abre en el pecho cada domingo por la tarde mientras miran películas de Sandro y de Palito Ortega, haciéndoles creer que su soledad se las tragará, al fin y al cabo, llevándoselas para siempre.
Un grupo taciturno de hombres maduros y de miradas gachas esperan turno en un living de familia de oscuridad dolorosa. La mitad de ellos son militares de uniforme que beben Criadores del pico de la botella, entran cabizbajos, como se entra en un confesionario, y salen de allí a sus anchas, como si hubieran crecido tanto que ya no entraran en la casa, abrochándose las hebillas de sus enormes cinturones cargados de municiones y pistolas de culatas pulidas por el uso.
Mi cita lleva una de esas minifaldas que salen en las revistas como “última moda” pero que en la calle solo había visto unas pocas contadas, y solo en Buenos Aires.
–Me llamo Norma –se presenta.
Parece agotada. Su presentación, el contonearse en minifalda frente a un desconocido sentado en un sillón, llega cargada de desprecio, motivado quizá por el deseo de que la madame la dejara descansar al menos unos minutos. Los domingos de lluvia, desfile y misa tienen como un resorte que empuja a los hombres fuera de sus hogares y atesta los prostíbulos. El recinto se encoje. Norma se llena de ángulos defensivos, codos, rodillas...
Norma luce un cuerpo firme como el de una escultura, cintura que parece poder tomarse con una sola mano, piernas macizas y esa perfección y tirantes en la piel que solo se posee a los veinte años, de contornos pulidos como aquellos troncos donde raspan su pelaje los toros. Su mirada trasluce desprecio por el mundo que habita, algo de su sinsentido, y a la vez cierta ferocidad y sed de venganza con que encara su destino. En ella, los sueños de ser la chica de Sandro o de Palito Ortega, casarse y tener hijos, se han esfumado en su primera infancia. Luce una nariz prominente en un rostro alunado que, sin tantos cosméticos y toda aquella ira que cargan sus ojos, podría llegar a ser la chica de ensueño de la tapa de una revista de moda, en una ParaTí o una Gente. La suerte la ha puesto allí, como si esperara el silbato que diera la orden de “a la carga!”, bayoneta en mano.
La madame alarga sus dedos de uñas negras y largas de corista y anillos de oro. Pago. Norma permanece callada, allí