Historia de Estados Unidos. Carmen de la Guardia. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carmen de la Guardia
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788415930068
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acuñar moneda, emitir billetes de crédito, autorizar el pago de deudas en otras monedas…”. Pero aún así muchas competencias permanecían en cada uno de los estados. Y sobre todo atribuciones que permitían mantener sus diferencias. Las condiciones para el ejercicio de la ciudadanía política y la organización de las elecciones; la educación; las leyes que regulaban el matrimonio y el divorcio; la ordenación del tráfico interestatal y la legislación que afecta a la seguridad y a la moral de los ciudadanos continuaron siendo competencia exclusiva de los estados.

      Algunas de las competencias las debían compartir las instituciones federales y estatales. Así los ciudadanos americanos están sometidos a la fiscalidad federal y estatal; también puede el Estado federal y cada uno de los estados incautar su propiedad para beneficio público; las dos instancias pueden emitir deuda pública; existen tribunales estatales y federales y el bienestar general es competencia de los estados y también del Estado federal.

      Pero no sólo David Hume influyó en los Padres Fundadores. Si habían logrado distribuir competencias entre el Estado federal y cada uno de los estados, también sería bueno establecer, siguiendo el modelo de Montesquieu, sobre todo de su Espíritu de las Leyes (1748), un reparto de las distintas atribuciones federales en distintos poderes que con competencias equilibradas se vigilasen y controlasen. La fragmentación del poder, de nuevo, era el camino para consolidar el diseño político que impidiera el triunfo de pasiones e intereses particulares. Los constituyentes americanos además del legislativo bicameral, crearon un ejecutivo y un poder judicial fuertes e independientes. La propia organización del borrador del texto constitucional dice mucho de las intenciones de los Padres Fundadores. Así la Constitución se abre con la definición del poder legislativo. Y era normal. La percepción que las antiguas colonias tenían de sus asambleas coloniales era la de instituciones donde los colonos y sus necesidades habían estado siempre representados. El legislativo no era un poder temido ni temible. Fueron los gobernadores, el ejecutivo, los que en la mayor parte de las ocasiones permanecieron fieles al “tirano real”. Además procediendo de una Confederación en donde la única institución común a los estados era el congreso, era lógico comenzar el borrador constitucional por él. Así el poder legislativo recaía en un Congreso bicameral. La Cámara de representantes estaba integrada por un número de representantes proporcional al número de ciudadanos que eran elegidos cada dos años. El Senado tenía dos senadores por estado que debían permanecer en el cargo seis años aunque cada dos, coincidiendo con la renovación completa de la Cámara baja, se renovaría un tercio del Senado. Las competencias del Congreso son múltiples. Imponer y recaudar impuestos para “pagar las deudas y garantizar la Defensa…”; regular el comercio interestatal e internacional; establecer las condiciones de naturalización; acuñar moneda y fijar pesos y medidas comunes a Estados Unidos; establecer un sistema de correo postal; configurar tribunales de justicia inferiores al Tribunal supremo; castigar el contrabando y la piratería; declarar la guerra; y “promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles… y asegurar a los autores e inventores el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos e inventos”.

      La novedad más sorprendente del borrador constitucional fue la figura en la que recaía el poder ejecutivo: el presidente. Una de las mayores dificultades fue establecer su mecanismo de elección. La intención de los constituyentes era la de establecer un método que le permitiera ejercer sus funciones alejado de las presiones de las Cámaras tanto nacionales como estatales, pero también –no olvidemos que estamos en el siglo XVIII– de las del “peligroso” voto popular. Fue James Wilson el que propuso la intervención del Colegio Electoral. El presidente no sería elegido ni por las legislaturas ni directamente por el voto popular. Cada uno de los Estados, de acuerdo con su propia legislación, nombraría un número de electores igual al número de senadores y de representantes que tuviera en la legislatura nacional. Y eran estos electores los que debían elegir al presidente.

      El presidente, además de la posibilidad de reelección, gozaba de amplios poderes. Contaba con el derecho de veto; podía nombrar a los funcionarios federales y concertar tratados internacionales aunque eso sí con la ratificación del Senado. Era, además, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.

      Los miembros del Tribunal Supremo, máximo tribunal de justicia, serían designados por el presidente, aunque también era precisa la ratificación del Senado. Ocuparían su cargo de forma vitalicia. El Tribunal Supremo actúa como tribunal de primera instancia cuando una de las partes es un estado miembro de la Unión o cuando lo es algún embajador o alto funcionario. En todos los demás casos el Tribunal Supremo es el máximo tribunal de apelación. Aunque la Constitución no lo establece, también actúa como tribunal constitucional. Fue en 1803, siendo presidente del tribunal John Marshall, en el caso Marbury vs. Madison, cuando el propio tribunal estableció “que un acto legislativo contrario a la Constitución no es una ley”, y fue más lejos al proclamar que “es función del poder judicial determinar lo que es una ley”.

      La Constitución también establecía un procedimiento de reforma. Pero de nuevo estaban temerosos de los grupos movidos por su propio interés y no por el bien común. Por ello establecieron un sistema dual de revisión. El Congreso, con una mayoría de dos tercios en cada una de las Cámaras, puede iniciar el proceso de enmienda. También pueden iniciar el proceso las legislaturas de dos terceras partes de los Estados miembros de la Unión. En ambos casos la enmienda propuesta necesita la aprobación de tres cuartas partes de los estados de la Unión.

      La Convención de Filadelfia aprobó, sin ningún entusiasmo, el texto de la Constitución más antigua que aún sigue en vigor en 1787. De los 55 delegados sólo 39 votaron a favor. Trece habían regresado a sus casas antes de la votación y tres se abstuvieron.

      Pero sólo se había iniciado el camino. El propio texto constitucional establecía que para que la nueva Constitución entrase en vigor necesitaba la aprobación de nueve, de los Trece Estados. Y no fue fácil de conseguir.

      Federalistas y antifederalistas

      Cuando en el mes de septiembre de 1787, la Convención hizo públicas sus decisiones, la sorpresa inundó a todos los habitantes de Estados Unidos. Los delegados no sólo no habían corregido los Estatutos de la Confederación sino que habían creado un sistema federal con amplios poderes para las instituciones nacionales y con un serio recorte del poder del que había gozado cada uno de los estados desde la independencia. Muchos ciudadanos se movilizaron. Consideraron que en la pugna entre el poder y las libertades, los Padres Fundadores optaron claramente por el primero. Este grupo de opositores a la ratificación de la Constitución federal son los antifederalistas. La batalla, sin embargo, iba a ser encarnizada y muchas veces no sólo verbal.

      Aunque existieron diferencias entre los antifederalistas todos compartieron un claro temor a que el incremento del poder común a los estados, reflejado en el texto constitucional, hiciera peligrar la actividad ciudadana. Los antifederalistas tenían objetivos claros y concretos. Luchaban por la existencia de una política activa y abierta. La concepción antifederalista de la política estaba muy poco interesada en la organización institucional y, en cambio, defendía la existencia de un discurso público activo, reclamaba sobre todo libertad de expresión y de prensa y también libertad de asociación. Consideraban que era mejor la política a escala local, en donde tanto el juicio por jurados como la existencia de milicias ciudadanas, garantizaban la defensa de las virtudes cívicas.

      La ampliación de los poderes conferidos a las instituciones comunes a los estados, ahora divididos en tres ramas, suponía para muchos antifederalistas que los antiguos Trece Estados se habían transformado en uno, lo que para ellos significaba el fin de la república. “Dejarnos inquirir, como al principio, si sería mejor o peor que los Trece Estados se redujeran a una sola e inmensa república”, se preguntaba el juez neoyorquino Robert Yates, siempre bajo el seudónimo de Brutus, en el primero de sus dieciséis artículos publicados en The New York Journal criticando duramente a la nueva Constitución. “Si respetamos la opinión de los hombres más grandes y sabios que han reflexionado y escrito sobre la ciencia política, una república libre nunca podrá sobrevivir en una nación tan inmensamente extensa”, concluía. Por supuesto eran, de nuevo, las afirmaciones de Montesquieu las que citaba Brutus. “La historia no nos enseña ni un solo ejemplo de una república tan inmensa como Estados Unidos. Las