Ramón de Campoamor, que la había introducido en las tertulias literarias, fue también quien le presentó a su marido, un noble terrateniente polaco, diplomático y filósofo, que había venido a Madrid a estudiar el pesimismo en la literatura española. Campoamor los presentó por sus afinidades poéticas, pero Wincenty Lutoskawaski se fijó en la mujer y apostó por un matrimonio que, para Sofía Casanova, supuso una ruptura con su mundo anterior. Un reciente documental sobre su vida lleva el acertado título de A maleta de Sofía. Había pasado a ser una viajera y una nómada.
En 1887, recién casada, se trasladó a Polonia con su marido, acompañada de su criada Pepa, una gallega que se convirtió en su sombra y hasta en su compañera de aventuras periodísticas. Su marido, unas veces en calidad de diplomático y otras como profesor y conferenciante, se desplazaba a menudo tanto por los territorios polacos como por otros Estados europeos. La vida no era igual en las regiones polacas bajo control ruso, alemán o austriaco. Mientras que en la parte rusa se alentaba la asimilación, en la zona austriaca se gozaba de más autonomía política y de una mayor vitalidad cultural. Así ocurría en la región de Galitzia (curiosamente, su fonética, Galicja, recordaba a la Galicia natal de Casanova). En 1889 su marido comenzó a trabajar en la Universidad Jaguellónica de Cracovia, «así que Sofía pudo ver y comprender de cerca el fenómeno cultural de Galitzia, de la “otra Galicia”», escribe el profesor Grzegorz Bak en «La atormentada Polonia de Sofía Casanova», texto incluido en el libro Vida e tempo de Sofía Casanova (1861-1958), coordinado por Antón M. Pazos.
Wincenty Lutoskawaski tuvo otros destinos, uno de ellos en la universidad de Kazán, en la Tártara Rusa, un apartado lugar al que el matrimonio llegó en época invernal y en trineo. Casanova relató esta odisea en Sobre el Volga helado.
La patria polaca
Los constantes viajes —de los que la escritora daba cuenta en sus cartas o en sus libros— hicieron que los primeros tiempos de casada estuvieran marcados por el exotismo, los escenarios insólitos y una visión del mundo cosmopolita. Su marido, mezclando ciertas dosis de fantasía con su interés por el cálculo de probabilidades y las matemáticas, estaba persuadido de que el salvador de Polonia sería hijo de una mujer extranjera, lo que le hizo deducir al conocerla que Casanova tenía muchas papeletas para encarnar ese papel. Al margen de los espejismos de él, ella se identificó con Polonia, un país que necesitaba liberarse del yugo de los Estados vecinos para recuperar su estatus nacional. Amó al país y se hizo nacionalista polaca, pero no pudo cumplir los sueños de grandeza de su marido. La realidad sería distinta y Sofía Casanova tendría que apearse del inicial cuento de hadas, afrontar las grietas de su matrimonio y ganarse la vida como reportera.
Cultivó la novela y escribió teatro, pero fue conocida, sobre todo, por sus crónicas, sus traducciones y su correspondencia. Gracias a la ramificación de sus contactos, sus textos se publicaban en Francia, Polonia y Suecia, además de en España. Articulista en ABC, El Liberal, La Época y El Imparcial, colaboraba también en el The New York Times o en la Gazeta Polska.
No cabe duda de que desde el punto de vista social hizo un buen matrimonio. Pero la relación con su marido estuvo trufada de altibajos y más de un desencuentro. De temperamento depresivo, él le reprochaba que solo le hubiera dado hijas (deseaba un varón para asegurarse la continuidad de su apellido) y quiso abandonarla. Sofía Casanova se negó a concederle el divorcio, aunque aceptara separarse y que él rehiciera su vida. Su obsesión era proteger a sus cuatro hijas. Estas tensiones hicieron que enmudeciera su musa poética, reconoció. A cambio nacería su nuevo registro de corresponsal compasiva y aventurera. Su dedicación al periodismo, alternando periodos álgidos con otros menos intensos, le permitió alejarse de sus demonios matrimoniales y solventar sus necesidades económicas.
Entre dos siglos
Una de las contradicciones cruciales de Sofía Casanova fue que, a pesar de vivir entre dos siglos, estuvo siempre más cerca del XIX que del XX. Educada con una impronta liberal, pero con un poso católico y tradicional, el matrimonio y la maternidad le impusieron unas obligaciones que acentuaron su conservadurismo. Mientras otras coetáneas suyas pedían más derechos, ella se replegaba. El mundo cambiaba mientras ella mantenía sus posiciones. Europa ensanchó sus horizontes y su actividad viajera imprimió una mayor amplitud a sus ideas, pero no por eso se acercó al progresismo ni se produjo brecha alguna en sus creencias religiosas. Pero sí acabó siendo una dama culta y distinguida, poco convencional y con cierto toque extravagante. Esa excentricidad intelectual le llevaba no solo a hacer turismo por Varsovia, sino a adentrarse en la parte menos conocida de la ciudad y, como consecuencia, a interesarse por la comunidad judía y sus condiciones de vida. La misma curiosidad que le impulsaba en sus viajes por el mundo anglosajón a interesarse por las sufragistas, aunque no compartiera sus objetivos. Un difícil equilibrio entre el acontecer exterior y su particular universo de escritora.
En cierto modo, esta gallega que pasó gran parte de su vida fuera de España, aunque visitara casi todos los veranos su tierra, aprendió a relativizar. Su gran empeño fue adaptarse a las circunstancias sin dejar fuera sus convicciones. Su apuesta por la educación de la mujer y su amistad con escritoras como Carmen de Burgos la empujaban a una actitud combativa, pero la inestable situación en la Europa de entreguerras y la violenta irrupción del comunismo en Rusia la volvieron timorata. Las ideas con las que creció ya no servían en el nuevo contexto social, pero las transformó en su propio freno para no ir demasiado lejos.
La vida extraordinaria de Sofía Casanova ha generado diversa bibliografía. Olga Osorio en 1997 y Rosario Martínez en 1999 publicaron sendas biografías de la escritora gallega, y Paloma Castañeda ha recogido su vertiente viajera. Recientemente, Aurora Bernárdez Rodal ha estudiado sus ideas pacifistas a través de sus crónicas sobre la Primera Guerra Mundial, el aspecto más contemporáneo y relevante de la reportera. En Polonia, sin embargo, los estudios sobre su figura se centran en su perfil patriótico y nacionalista.
Corresponsal en el frente polaco
En 1904, con cuarenta y tres años, vuelve a España, reactiva sus antiguas relaciones e inicia sus colaboraciones en prensa. En 1906 fue elegida miembro de la Real Academia gallega. Aunque seguía residiendo en Polonia por temporadas para estar con sus hijas. En 1913 su amigo Pérez Galdós llevó a escena su comedia La Madeja. Como poeta había entrado en una etapa de sequía: «He vivido veinte años entre España y Polonia, educando a mis tres hijas, enfermera de un marido enfermo, y cultivando la literatura con intervalos de años», se justificaba. Pero quizás fueran sus intermitentes ausencias las causantes de su tibieza ante los debates ideológicos por los que transitaban las españolas. En La Madeja rebatía el enfoque feminista. Ella traía en sus maletas otros afanes: el pacifismo, la conciencia europea y el nacionalismo polaco.
Al estallar la Primera Guerra Mundial se encontraba en Polonia visitando a una de sus hijas en la hacienda familiar de Drozdovo. La propiedad fue invadida por los alemanes y la familia se dispersó; ella misma se quedó aislada y sin recibir noticias de España. A partir de ahí, su vida dio un vuelco. Se involucró en el cuidado de heridos, tanto en los hospitales del frente como en los de la retaguardia y colaboró con la Cruz Roja en diferentes misiones, algunas bastante arriesgadas: acudió en tren a la ciudad de Skierniewice con otras enfermeras para recoger a 700 soldados heridos. Los campesinos ya les habían advertido que en el trayecto podían caer en manos alemanas. «Por el lado izquierdo aparecía todo el horizonte enrojecido por el intensísimo fuego, que no cesaba ni un instante, por el lado derecho la Rusia blanca y silenciosa… Y por fin llegamos a Skierniewice. ¡Cómo estaba aquello, Dios mío! Heridos, muertos, terror», relató.
Gracias a su estilo directo, la autora se convierte en una cronista fiable que presta sus ojos a los lectores españoles. Sus cartas y crónicas transmiten credibilidad. Naturalmente, tanto el ABC como otros periódicos contaban con otras informaciones, pero Casanova escribía los hechos desde dentro, al recoger los daños de la guerra en la población civil.
Próxima a los aliados, en De la guerra. Crónicas de Polonia y Rusia (1916)