Ahora todo el mundo –amigos y diletantes– podemos acercarnos a unas cuantas canciones –todas buenas y mejores– comentadas por una persona de la cultura musical y la exquisita sensibilidad de Elena Gabriel.
Hay canciones de artistas británicos, norteamericanos, franceses, italianos y argentinos .Todos ellos forman parte de nuestras vidas –desde The Beatles a Lou Reed o Leonard Cohen– pero sobre todo de la vida de Elena, quien a los cinco años de edad ya cantaba a Del Shannon, y a los doce ya pudo ir al cine con su padre a ver el Festival de Monterey Pop y convertirse en fan incondicional de Otis Redding y Grace Slick. Y eso viviendo en Buenos Aires, a miles de kilómetros de Londres, Nueva York o California.
Pero claro, teniendo unos padres liberales y con tocadiscos tenía la posibilidad de escuchar a Bob Dylan, e incluso con buenas librerías cerca de casa, no dejó pasar la ocasión de comprar el primer libro que se editó en castellano sobre ese tipo que se despachaba contra tirios y troyanos con tanta elegancia.
En Francia conocería más de cerca a Françoise Hardy, Michel Polnareff, Serge Gainsbourg o George Brassens. Y luego llegaría Madrid a tiempo de convertirse en manager de Kaka de Luxe, con los que compartiría gustos musicales, e incluso formaría parte del equipo de La Edad de Oro, el mítico programa que dirigió Paloma Chamorro en TVE.
Todo ello nos lo va contando conforme escuchamos las canciones –desde La balsa a Perfect Day o Make Me Smile– que ha seleccionado para este libro que Punto de Vista ha tenido a bien editar en estos días. Days –como diría Ray Davies, al frente de los Kinks– en los que se agradece el punto de vista de una persona culta, que domina varios idiomas y ha vivido tantas revoluciones .
Jesús Ordovás
Introducción
Hace cosa de un par de años, mi amiga Nieves Córcoles me sugirió “¿Por qué no escribes artículos para Un siglo de canciones, en El Mundano, el blog de Adrian Vogel?” Pues no sé, hace mucho que no trabajo como periodista musical, estoy en otras cosas, estoy con traducciones, no tengo tiempo, sólo colaboro con una base de datos en Estados Unidos, etc.
Tampoco conocía en persona a Adrian Vogel, o sí, del ambiente discográfico, de nombre. Pero no nos habían presentado. Afortunadamente, la tecnología actual permite comunicarse rápidamente y enseguida Adrian me confirmó que sí, que le gustaría que yo colaborara con El Mundano.
De modo que escribí sobre mi “canción favorita”, o al menos, una de ellas: In My Life, de los Beatles, claro. Es una canción que nos gusta a todos y no era tarea complicada: se sabe mucho al respecto y yo he sido fan de los Beatles desde niña.
Me ofrecí para −o me ofrecieron− continuar. Sabía algunas cosas sobre algunas canciones míticas y sí, podía contar historias al respecto. Pero a Adrian le interesaba más la visión personal de cada uno y eso me gustó mucho. Mi siguiente colaboración fue Who By Fire, de Leonard Cohen, otra canción que me fascina por su texto y por cómo Cohen interpreta las Sagradas Escrituras.
Y la tercera vez... ya no podía dejar de contar a todos que To Love Somebody, esa preciosa canción de los Bee Gees, había sido escrita para Otis Redding, como siempre había sospechado... pero a él no le dio tiempo a grabarla. Su avión cayó antes de que pudiera hacerlo.
De modo que seguí escribiendo para Un siglo de canciones... hasta el día de hoy. Y cuando José Luis Ibáñez Salas me propuso recopilar esos textos en un libro para su editorial Punto de Vista Editores le dije “¿Por qué no? Me encantaría”. Sería un e-book. No hay problema.
En realidad he sido una privilegiada en esto de “saber” de música. Vengo de una familia de escritores y periodistas. A casa llegaban todos los discos, libros e invitaciones a conciertos y eventos que hubiera. En casa había ambiente farandulero aunque mi familia escuchara música clásica. Yo aprendí a usar un tocadiscos con menos de cinco años y disco que llegaba, disco que pasaba por mis manos. De modo que cuando aterrizó el primer single de los Beatles en mis manos (1962, Please, Please Me y Love Me Do, edición argentina), simplemente descubrí el mundo. Estuve a punto de verles en 1965, en Barcelona, pero no pudo ser. Con diez años descubrí algo aún mejor: los Rolling Stones. Siguió llegando música desconocida para otros niños: Janis Joplin, Jefferson Airplane, The Troggs, Elton John... entraban revistas en casa, Rolling Stone, Creem, Crawdaddy... Afortunadamente vengo de una familia de orígenes diversos y en casa se hablaba ruso, francés y español, de modo que el inglés era muy fácil para mí. Yo las devoraba. Las revistas. Aprendí inglés escuchando rock and roll.
La formación clásica que tenía mi familia en cuestión musical no fue un problema: a la niña no le gustan Beethoven ni el jazz, prefiere bailar el rock con su tía Marta, esa tía joven y guapa que todos hemos tenido. Mi tía era mi cómplice con los Festivales de San Remo y me enseñaba todas las canciones. Incluso los boleros y la música considerada “comercial” o chabacana. Llegué a ganar un concurso de twist con siete años.
Cuando hubo que ser grande, formarse, trabajar y vivir, seguí con mis estudios de idiomas y Bellas Artes, pero para entonces ya me había ido de Francia y me enamoré de Madrid. Hice amigos enseguida, todos tocaban música, o creaban fanzines... yo escribía bien, leía prensa extrajera y tenía información “privilegiada” por mi proximidad a algunos artistas. Todo fue muy rápido, trabajé en discográficas, programas musicales de televisión, revistas, fui manager de los chicos a los que luego se etiquetó como “movida” y seguí viviendo en el ambiente musical español.
Me encantan las canciones, como a todos, adoro cantar en casa, me fascinan las historias de los estudios de grabación. Me encanta escribir. Lo he hecho toda la vida. Gracias por esta oportunidad, José Luis.
Runaway
Una pequeña gran joya del pop sedujo a toda una generación desde 1961. El falsete, el musitron y el riff de Del Shannon cantando un desamor.
Música para oídos de todo tipo
En 1961, yo vivía en Buenos Aires y tenía 5 años. Como casi todos los niños de ciudad, el tiovivo era mi gran adicción. Ponían música de todo tipo. Pero un día pusieron una canción especial, alguien hacía “A wawawawawonder” y sonaba un organito delicioso que me acompañó hasta en mis sueños.
Argentina era un país muy moderno: Runaway, de Del Shannon, acababa de ser un hit en Estados Unidos, y como tal se reflejaba en casi todo el mundo. Mi tiovivo, tal vez por encontrarse en un barrio exclusivo, tal vez porque fuera la canción de moda, no iba a ser la excepción. Runaway empezó a sonar a diario, varias veces al día. Los niños estábamos fascinados.
Qué duda cabe, una canción pop que enamora a una niña de 5 años tiene todas las papeletas de convertirse en un éxito mundial. La música fácil −que no por fácil es barata− sabe llegar muy pronto a los corazones y a las endorfinas de la gente.
Runaway era una de esas canciones que estaba destinada a triunfar, en todas partes, en todos los estratos y edades, en el recuerdo. Porque era una canción con un gancho tremendo.
Del Shannon, Crook y el musitron
Charles W. Westover, de Michigan (Estados Unidos), cantaba y tocaba la guitarra en su banda, The Big Little Show Band, cuando conoció a Max Crook, en 1959. Crook ya tenía experiencia como músico y había grabado varios temas.
Westover también había escrito varias canciones: casi todas hablaban de lo mismo, del desamor. Según sus propias palabras, temía al amor y a la pena que implica un corazón destrozado. Por eso se consideraba a sí mismo un runaway, un ‘fugitivo’ del amor.
Y tenía una manera particular de tocar los acordes y una voz especial, capaz de llegar a notas muy altas.
Crook había inventado un instrumento