Los dos tomos siguientes, de 1728 y 1729, están en la misma línea. Frailes, universitarios, colegiales en las dedicatorias; incluso cuatro monjes de San Vicente, de Oviedo, que «gozan de su apreciable compañía». Ya han comenzado las críticas contra Feijoo, pero parece poder defenderse con sus propias fuerzas y los muchos amigos. Algunos detractores como Torres Villarroel dispararon contra él sin importar el tema en su polémica con Martín Martínez, gran amigo de Feijoo, al que reprochaba «las más vertidas cóleras de su ignorancia». Pero no todas las críticas venían del entorno erudito. Una se había producido muy arriba y el propio Feijoo la escuchó en persona: era la que el infante Carlos lanzó contra el papel que Feijoo reservó a España en el discurso 15 del tomo II de Teatro crítico. El joven Carlos —tenía 12 años— se había enojado al ver esa «tabla del cotejo de las naciones, compuesta por un religioso alemán y estampada en mi segundo tomo», y le había producido tal indignación que la juzgó digna de las llamas. «Yo mismo oí a Vuestra Alteza la sentencia», escribe Feijoo en la dedicatoria del tomo IV, mostrándose dispuesto a «desagraviar a la Nación», como había hecho ya en el discurso 10 del tomo III exaltando el amor a la patria.
Así, pues, la célebre dedicatoria al infante Carlos —«tributo forzoso»— en ningún caso puede tomarse como una disculpa para buscar el favor material del personaje encumbrado, como sí hacía Diego de Torres. Se trata, por el contrario, de un desagravio cargado de intención política, pensando seguramente más en Isabel Farnesio que en el hijo. El escritor no tenía más remedio que «desenojar a Vuestra Alteza y desagraviar la Nación», una rectificación en toda regla a la que dedicará los dos últimos discursos del tomo, nada menos que las «Glorias de España», que de consuno con su amigo Sarmiento tenían el propósito de asentar los fundamentos de una monarquía de origen histórico.
Sin embargo, Feijoo no se libró nunca de su célebre anglofilia y su no menos conocida aversión por los franceses, lo que le siguió acarreando disgustos. En el mismo discurso del tomo II, había escrito:
Si entre las naciones de Europa hubiese yo de dar preferencia a alguna en la sutileza, me arrimaría al dictamen de Heidegero, autor alemán que concede a los ingleses esta ventaja. Ciertamente la Gran Bretaña, desde que se introdujo en ella el cultivo de las letras, ha producido una gran copia de autores de primera nota» (TC, II: 15).
Decir esto en 1728, cuando hacía un año había comenzado la guerra contra Inglaterra, era, cuando menos, inoportuno. El Congreso de Soissons se estancaba, pues Felipe V, en medio de un fuerte episodio de locura, se negaba a aceptar el artículo 10 del Tratado de Utrecht, el que ratificaba la pérdida de Gibraltar, que estaba siendo atacado por primera vez desde la paz. Todo elogio del enemigo tenía que producir reticencias y tampoco Feijoo se había mostrado muy acertado al intentar racionalizar las causas de la «antipatía entre franceses y españoles», a lo que dedicó el discurso 9 de ese mismo tomo II. Por más que se esforzó, ni el argumento de que habían sido las guerras las que habían separado a las dos naciones, ni el poco afortunado «paralelo entre turcos y persas» —franceses y españoles, ¡asiáticos!—, podían arreglar lo que para muchos era un grave error político, cuando no un desvarío. España podía ser una monarquía de origen histórico, española desde Túbal, pero la dinastía Borbón estaba por encima de todo. Afortunadamente, los ingleses firmaron el Tratado de Sevilla el 9 de noviembre de 1729, en el cual, a cambio de quedarse con Gibraltar, reconocían a Carlos como duque de Parma y de Toscana, lo que Feijoo podía aprovechar para, justo un año después, escribir la dedicatoria y el desagravio al príncipe triunfador, celebrando así el primer éxito rotundo farnesiano. El padre pudo haber aprendido la lección y moderar su anglofilia y su francofobia, pero, como veremos, volverá a provocar otro embrollo cuando, en 1750, ponga por delante las virtudes de Pedro I el Grande y rebaje el mérito de Luis XIV.
En definitiva, la historia de España no iba por ahí, como demostraba la necesidad del pacto permanente con Francia que compartieron todos los ministros —con la sola excepción del entorno carvajalista— y que impulsó los planes de Isabel Farnesio, que llegó a enorgullecerse de pertenecer a la gran familia Borbón cuando vio en Nápoles a Carlos y en Parma a Felipe, casado este, además, con una fille de Francia, la Refrancesa, como la llamaba con desprecio Carvajal.
El amigo Sarmiento y un brazo protector, los vizcaínos
Entre su última estancia en Madrid y la dedicatoria a Carlos, Feijoo «hace patente la inserción explícita y programática de su labor en el contexto reformista de la corte», como señaló Giovanni Stiffoni. A pesar de que se aleje de los brillos cortesanos y de que renuncie a cualquier proposición, su influencia en los que pueden abrir camino a las reformas es cada vez más notoria; precisamente, por eso, la nómina de enemigos crece sin cesar. Sebastián Conde, en la aprobación del tomo IV, se lo toma a broma y se ríe de que los enemigos consiguieron lo contrario de lo que pretendían: «Contra sus primeros tomos se escribió muchísimo; ¿pero con qué provecho? Con el de haber vendido tantos que ha sido preciso reimprimirlos».
El propio Feijoo hubo de salir en su defensa en el prólogo del tomo siguiente, de 1733, y envió a sus detractores al padre Sarmiento, su gran amigo, mucho más que una autoridad intelectual, en realidad, el gran intermediario político, capaz de proponer a Feijoo como modelo al marqués de la Ensenada o al duque de Medina Sidonia, al padre Rávago o al marqués de Valdeflores o, en fin, al mismísimo Carvajal, en el que vieron al gran intelectual, universitario y erasmista. Feijoo enviaba a sus detractores a ver a su amigo, «el maestro Sarmiento (que) está en la Corte y rarísima vez sale de su Monasterio de San Martín, él te abrirá al punto los autores y te hará patente que no hay cita ni noticia suya, ni mía, que no sea verdadera» (TC, V).
Pero había otro sabio en ese tomo V y no era precisamente un hombre contemplativo como Sarmiento (o como Mayans, que era nombrado bibliotecario el año en que se publicó este tomo). Se trata de Juan de Goyeneche, un hombre de vasta cultura, con el que el padre mantuvo correspondencia desde que le conoció en Madrid. Goyeneche no era solo el gran emprendedor, tesorero de la reina, editor de la Gaceta de Madrid, el que había «felizmente logrado el proyecto de conducir de las intratables asperezas de los Pirineos, y aun del centro de esas mismas asperezas, árboles para las mayores Naves, la fundación de un lugar hermoso y populoso en terreno que parecía rebelde a todo cultivo (Nuevo Baztán)». Era también uno de los más descollantes miembros del partido de los vizcaínos, el formidable grupo de presión —gentes del norte, en realidad, hombres de Isabel Farnesio— que se mantendrá en el poder hasta la caída del encartado Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, cuando al llegar Fernando VI al trono hubo de seguir el camino de la desterrada madrastra Isabel Farnesio. Escribe Feijoo que Felipe V le había dicho a su confesor que «si tuviese dos vasallos como Goyeneche, pondría muy brevemente a España en estado de no depender de los extranjeros para cosa alguna» (TC, V).
Los Goyeneche eran una saga, bajo cuya protección Feijoo podía continuar su labor política; además, eran amigos de otro personaje de primera línea al que Feijoo admiraba: Jerónimo de Ustáriz, secretario del rey, también baztanés, autor de Teoría y práctica del comercio y la marina —«excelente libro», según Feijoo (TC, III, 5, 24)— publicado en 1724 y reeditado por encargo real en 1742 cuando, como dice Stiffoni, las reformas económicas formaban parte ya, a la muerte de Patiño, de las señas de identidad de los reformadores triunfantes, el malogrado Campillo y el marqués de la Ensenada.
Con la aprobación de ese quinto tomo por el hermano de Juan de Goyeneche, Antonio, jesuita y profesor en el Colegio Imperial, Feijoo hacía explícito el apoyo al partido en medio de «esta guerra, que es pacífica por serlo de entendimientos». Conocedor del poder de la facción castiza, recomendaba la prudencia: «Más crédito se gana con la moderación, que con el ardimiento. Ordinariamente, en semejantes lides, aun los vencedores salen vencidos, porque pelean más con las armas del odio que del amor». Un año después, el padre publicaba el tomo VI, en medio de la ofensiva contra Patiño, el valet de la Farnesio,