− ¿Por qué te cortaste la barba?
Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pulmones soltando briznas de amor por todas partes, intercambiando el aire propio con este mundo de la casa de Margarita.
− Por razones de seguridad.
Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró sonriendo, como si no entendiera nada, arrugó los ojitos verdes y repitió la misma frase, pero dando tono de pregunta, sin soltarle la mano, percibiendo que en esos ojos serios había miedo.
− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Vamos a conversar largo, porque hay muchas cosas que no entiendo con facilidad. ¿Te sirvo algo, un café, un trago? ¿Quieres fumar?
Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella hasta que el mundo estallara en pedazos, que todo lo demás se fuera a la misma mierda, el Partido, el General, los agentes, pero ella encendió un cigarrillo y se paró para acercar un cenicero.
En ese mismo momento se interrumpió la trasmisión musical y un solemne locutor anunció que pasaban a integrar red nacional de radios y de televisión.
Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.
DOS
− Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.
Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el clima. Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible. Un día abochornado, de esos en los que resulta imposible caminar tranquilo por las calles del centro, con todos los transeúntes más nerviosos que de costumbre y un ambiente que mezcla las frustraciones, el desánimo, el desconcierto y la humedad.
Antes no era así el clima en esta época. En muchos aspectos las cosas habían cambiado, pero sobre todo por la humedad, novedosa y aplastante, que agita el pecho más de la cuenta y moja todo el cuerpo. Antes había un clima más seco y con viento. El clima empezó a cambiar con la sequía de los años sesenta y siete y sesenta y ocho, hasta llegar a este absurdo gigantesco en el cual no se sabe si es primavera o es otoño o simplemente un invierno de Sao Paulo. Más de alguien, piensa Javier recordando a los otros abogados de la oficina, repite con majadería que todas las cosas malas se iniciaron en esos mismos años del gobierno de los demócrata-cristianos y bajo el hálito de la revolución cubana, la sequía y la reforma agraria.
Cuando hace tanto calor, con tanta humedad, lo que corresponde es sacarse la corbata, abrir los botones de la camisa, salir por el ascensor de servicio y alejarse del centro a toda velocidad, hasta llegar a Tobalaba, tomarse una cerveza helada, fumar un cigarrillo a la espera de que el sol se ponga en la ciudad, porque allí, en esa esquina de Tobalaba y Providencia se podrá sentir el viento, tibio pero viento, mirar las hojas y las personas y soñar que el mundo es al revés y esto no es primavera ni otoño o es primavera de antaño u otoño del futuro, épocas todas en las que Ismael no estará detenido.
− ¿Me oíste, Javier? Detuvieron a Ismael.
Cuando hace este calor, con humedad por añadidura, los pantalones de media estación se convierten en pañetes absorbentes entre la piel y el cuero sintético del sillón. Si acaso son las dos y cuarto de la tarde sin almorzar, todo parece peor, las cosas se hacen increíbles, la gente parece verdadera porquería caminando por las calles, todos llenos de deudas por radios y televisores a color, sin que nada le importe a nadie, sin que se sacuda el horizonte, sin que haya viento suficiente para llevarse las nubes y las malas noticias, todos caminando allá abajo, como hormigas en un día depresivo, sin autos por Ahumada, tipos de maletines negros y bigotes recortados, otros con zapatillas y casacas livianas, todos sintiéndose importantes, mientras que, gracias a que no hay autos ni micros por Ahumada, el aire es más respirable que en otros sectores del centro y el ruido es distinto, porque incluso es posible a algunas horas escuchar al ciego que canta acompañado de su violín de lata. Ahora sólo hay un rumor húmedo y cansado.
− ¿A qué hora fue?
Como si importara algo la hora, como si eso pudiera hacer variar las cosas. Era sólo una manera que tenía Javier de hacer saber a Ramón que había escuchado perfectamente. Podría haber preguntado cualquier otra cosa, como por ejemplo por qué, quién lo hizo, si mostraron una orden, dónde lo llevaron, pero también sus palabras habrían sonado absurdas. Como si acaso a todas estas hormigas que veía desde su sillón, bajo las nubes e inmersas en el calor, les importara algo, cada uno con sus propios pesares o sin pensar en nada, mientras una escritura de compraventa espera revisiones en la mesa de Javier. ¿Qué se puede decir cuando no hay nada que hacer ni que decir? ¿Qué se puede decir cuando una llamada anuncia que Ismael fue detenido?
− A las tres de la mañana.
− ¿Puedes venir a la oficina? Ahora, te espero.
Javier quedó solo, echado en su sillón confortable de cuero sintético, respaldo alto, reclinable, con ruedas, un verdadero placer para él, pese a que era un sillón muy inferior al que habían elegido los otros abogados de la oficina, quienes preocupados por la estética y sus dolores en la columna escogieron sus asientos sin fijarse en el costo, que era lo único que a él le interesaba. Cuando lo giraba levemente hacia la izquierda podía mirar por la ventana, ver la calle y las hormigas como hombres u hombres como cualquier cosa caminando en la humedad que a él lo tenía aplastado, con un agotamiento brutal sobre su cuerpo y su espíritu, con un calor pesado, el hambre de las dos y cuarto y la noticia, la noticia temida.
Todos sabían que Ismael iba a ser detenido, antes o después, pero lo iban a detener, algún día tendría que suceder, inevitablemente, pero, ¿por qué mierda en un día como éste, de tanto calor y tan malos presagios?
El lo sabía, lo sabía también Ramón y sin embargo su voz había sonado sorprendida.
¿Sorprendida?
No, la voz de Moncho había sonado alarmada, demasiado alarmada para ser la voz de Ramón, que era tranquilo y mesurado hasta cuando le pasaban las peores tragedias.
Aun tiene tiempo Javier para terminar el trabajo pendiente o bajar a comer alguna cosa rápida, pues Ramón demorará unos veinte minutos en llegar. Pero sabe que no hará nada, que dedicará todos sus minutos a pensar en Ismael, en tratar de entender por qué él hace lo que hace, cómo fue posible que llegara a lo que llegó, a meterse con esos grupos y tomar opciones tan extremas, a repetir con seriedad inaudita su justificación para la vía armada, en sus largas y cada vez más distanciadas sesiones de chiflota.
Caminó