Sin embargo, la opinión positiva que Policarpo tiene de Juan Pablo II comienza a cambiar después de sus declaraciones en torno a la iglesia nicaragüense. En ellas, se comienza a vislumbrar el giro conservador del nuevo papado y cómo este comenzaba a afectar las posiciones del episcopado en Latinoamérica. De hecho, Policarpo atribuye la evaluación negativa del Juan Pablo II sobre la “Iglesia Popular” no tanto al mismo papa, sino a la influencia de monseñor Alfonso López Trujillo, presidente del CELAM y “furibundo opositor de la teología de la liberación”101. La idea de que la Iglesia popular sea una iglesia opuesta a la iglesia católica oficial es una mala interpretación del proyecto de la teología de la liberación, pues, de acuerdo a Policarpo, no existe ningún “escrito responsable” de esta teología “que defienda una Iglesia Popular paralela, no vinculada al Obispo”102. Es más, para Policarpo, el compromiso social y político de la Iglesia Popular no surge de doctrinas ajenas al catolicismo, sino de la opción preferencial por los pobres que Medellín y Puebla habían afirmado como un elemento central en la misión de la Iglesia en América Latina. El hecho de que las posiciones de los partidos políticos de oposición coincidan con las de la Iglesia devienen en una ambigüedad que hay que asumir, pero no en la temida instrumentalización política que advertían algunos obispos103.
Más que una oposición clara entre jerarquía y pueblo, lo que Policarpo deja entrever en sus páginas es la existencia de distintos compromisos políticos y teológicos al interior de la Conferencia Episcopal chilena. Al mismo tiempo que defiende a los obispos y sacerdotes que están del lado del pueblo, critica a aquellos que son demasiado condescendientes con la autoridad militar, denunciando un acostumbramiento a las circunstancias de la Dictadura, que les impediría hablar más fuerte y claro en contra de los abusos del régimen104.
Policarpo parece abogar por una ruptura más clara entre la jerarquía de la Iglesia Católica y las autoridades políticas, siguiendo el ejemplo de obispos como monseñor Romero en El Salvador105. Sin embargo, la jerarquía optaba por mantener un delicado equilibrio que se hacía especialmente visible en actividades como los Te Deum. En esta celebración, se juntaban en la catedral de Santiago “el poder moral, espiritual y de influencias” de la Iglesia Católica, con el “poder político, económico y armado” de la Dictadura: “ambos se oponen y ambos se temen; ninguno quiere perder su cuota de poder. El Cardenal se atreve a la vez que se cuida; bendice y critica; la dictadura concurre, pero omite por temor, la difusión del acto en vivo y en directo para presentar horas más tarde por los medios que controla, solo las partes que estima convenientes”106.
Siguiendo a monseñor Jorge Hourton, Policarpo critica la ambigüedad de la jerarquía eclesiástica, que por un lado acepta al régimen militar como legítimo, pero pone condiciones que el mismo régimen no había cumplido a lo largo de los años107. La incompatibilidad entre la práctica del Gobierno y la praxis cristiana se hacía evidente con especial dramatismo en la violación sistemática de los derechos humanos, que llevaba a Policarpo a afirmar que “la efectiva temperatura de las relaciones Iglesia-Régimen Militar, hay que tomarla en los sótanos de la CNI”108. Frente a estas dramáticas circunstancias, Policarpo espera un pronunciamiento más claro de los obispos a favor de la causa de los pobres y perseguidos. El periódico propone como camino demostraciones de no-violencia activa protagonizadas por los pastores y junto al pueblo de Dios. Si no hay actuaciones más claras, puede llegar el momento en que la Iglesia tenga que admitir que la insurrección armada del pueblo se convierta en la única vía legítima para derrocar a la Dictadura109.
Policarpo y la mirada a Latinoamérica
Si bien la mayoría de los artículos de Policarpo se ocupan de la realidad política y eclesial chilena, la revista clandestina dedica algunos de sus artículos a comentar la situación latinoamericana, y en especial la situación política y eclesial de Centroamérica. Para hacerlo, reproduce artículos de distintas fuentes internacionales, además de algunos de elaboración propia, en los que se entreteje el acontecer político con el comentario a la realidad eclesial, marcada por la presencia activa y políticamente relevante de sectores liberacionistas del catolicismo entre los movimientos populares y revolucionarios centroamericanos.
A fines de los años 70 y comienzos de los 80, Centroamérica debatía su futuro político en cruentas guerras civiles. Dichas guerras estaban además marcadas por el intervencionismo norteamericano, que se debatía entre una inicial pero débil defensa de los derechos humanos en la región durante la administración de Jimmy Carter (1977–1981) y una reforzada agenda de seguridad nacional, que financiaba y entrenaba a fuerzas contrarrevolucionarias, especialmente desde la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981110. En medio de la Guerra Fría, el objetivo era frenar el avance del socialismo y comunismo en la región, protegiendo así la hegemonía norteamericana en el continente. En ese contexto, las dictaduras de derecha se convertían en aliadas naturales de los intereses norteamericanos, aunque no sin tensiones. Para Policarpo, los Gobiernos centroamericanos estaban inmersos en una guerra sucia en contra de las fuerzas de cambio, a las que no trepidaba en masacrar, y que contaba con la complicidad del imperio norteamericano. Este conflicto se exacerbaba en la medida que “estos pueblos han llegado a la convicción de que no podrán salir de su situación de extrema pobreza, injusticia y aplastamiento si no es con la misma moneda que sus amos: con la guerra”111, generándose la guerra de los pueblos por alcanzar su liberación. Esta última no era una “guerra sucia”, sino una guerra “justa y limpia”, pues era la guerra de las inmensas mayorías pobres, aspirando a “decidir su propio destino como un derecho humano y social”112. Por lo mismo, los cristianos estaban llamados a apoyarla.
Un ejemplo de “guerra justa” para Policarpo fue la Revolución sandinista en Nicaragua. Luego de 40 años de una brutal dictadura liderada por Anastasio Somoza, los sandinistas fueron capaces de liderar una revolución popular para derrocarlo. Según John M. Kirk, tres elementos contribuyeron al triunfo de los sandinistas: la reacción popular al devastador terremoto de 1972, que destruyó el centro de Managua, mató a más de 10.000 personas, y dejó sin hogar a unas 400.000, generando caos en el país; el creciente rechazo al poder de la Guardia Nacional, cuyas violaciones a los derechos humanos eran mundialmente conocidas por su brutalidad —las víctimas de la Guardia Nacional ascienden a unas 50.000 personas, en un país de solo 2,5 millones de habitantes—; y, por último, el crecimiento de la oposición a Somoza, que incluía a diversos miembros de la sociedad, desde campesinos pobres hasta sectores de la burguesía113. Por primera vez en muchas décadas, la base de poder de la dictadura de Somoza tambaleaba, permitiendo el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y sus aliados. Para Policarpo, el triunfo de la Revolución sandinista en 1979 marcó el norte para los movimientos revolucionarios de toda la región114.
Un segundo conflicto al que Policarpo dedicará especial atención es la guerra civil en El Salvador, que se extendería entre 1980 y 1992. Este pequeño país centroamericano estaba marcado por la extrema pobreza de sus mayorías campesinas, y la concentración de la tierra en pocas manos. La economía del país dependía de cultivos de exportación, como el café, el azúcar y el algodón, que desplazaban a los campesinos, dejándolos sin tierras. Solo entre 1961 y 1975, la proporción de personas sin tierra creció de un 11,8% a un 40,9% de las familias campesinas del país115. La severa represión de los militares, por medio de los escuadrones de la muerte entre 1977 y 1981, hicieron casi imposible la participación en la política electoral y la protesta pública, promoviendo indirectamente el crecimiento de grupos armados revolucionarios. Las distintas guerrillas salvadoreñas estaban inspiradas en idearios socialistas y de izquierda y formaron importantes alianzas con los sandinistas, especialmente después de su triunfo en 1979. Pero a diferencia de sus pares nicaragüenses, las guerrillas salvadoreñas no obtuvieron un triunfo militar definitivo, lo que mantuvo al país sumido en una larga década de guerra civil. Con ayuda militar y económica de los Estados Unidos, el Ejército salvadoreño montó una brutal guerra de contrainsurgencia que tuvo miles de víctimas, y que terminaría recién en 1992, con los acuerdos de paz entre el Ejército y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)116.
Los conflictos de Centroamérica —en especial