“Es preciso aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de los acontecimientos. Ahí también se hace sentir la ausencia de una teoría que permita pensar las relaciones entre el azar y el pensamiento”.
Michel Foucault, El orden del discurso
La mayoría de las veces, las vidas siguen su camino como los ríos. Los cambios y las metamorfosis propias de estas vidas, que suceden como consecuencia de los avatares y las dificultades o que simplemente están ligados al curso natural de las cosas, aparecen como las marcas y las ondas de un cumplimiento continuo, casi lógico, que conduce a la muerte. Con el tiempo, nos convertimos finalmente en lo que somos, y no nos convertimos sino en eso que somos. Las transformaciones del cuerpo y del alma refuerzan la permanencia de la identidad, la caricaturizan o la cuajan, y nunca la contradicen. No la perturban.
Esta pendiente existencial y biológica progresiva, que no hace más que transformar al sujeto en sí mismo, no debería hacernos olvidar el poder explosivo de esta identidad, que se cobija bajo su aparente pulido, como una reserva de dinamita oculta bajo el pellejo del ser para la muerte. Como consecuencia de graves traumatismos, a veces por algo insignificante, el camino se bifurca y un personaje nuevo, sin precedentes, cohabita con el antiguo y termina por tomar todo su lugar. Un personaje irreconocible, cuyo presente no proviene de ningún pasado, y cuyo futuro no tiene porvenir; una improvisación existencial absoluta. Una forma nacida del accidente y nacida por accidente. Una especie de accidente. Una extraña calaña. Un monstruo cuya aparición no puede ser explicada por ninguna anomalía genética. Un nuevo ser viene al mundo una segunda vez, y proviene de un profundo corte abierto en su biografía.
Existen metamorfosis que alteran la bola de nieve que se forma con uno mismo en la duración, esa gran montonera circular completamente llena, colmada y completa. Extrañas figuras que surgen de la herida, o de nada, de una especie de desconexión con el antes, figuras que no son resultado de un conflicto infantil no regulado ni de la presión de lo reprimido, ni del retorno súbito de un fantasma. Se trata de transformaciones que son atentados. He hablado extensamente de estos fenómenos de plasticidad destructiva, de las identidades escindidas e interrumpidas repentinamente, de las identidades desertadas de los enfermos de Alzheimer, de la indiferencia afectiva de algunos entre quienes poseen daño cerebral, traumatismos de guerra, víctimas de catástrofes, naturales o políticas. Es necesario constatar y reconocer que algún día todos podemos convertirnos en otra persona, absolutamente otra, alguien que jamás se reconciliará consigo mismo, que será esa forma de nosotros sin redención ni compensación, sin últimas voluntades, esa forma condenada y fuera del tiempo. Esos modos de ser sin genealogía no tienen nada que ver con el totalmente otro de las éticas místicas del siglo XX. El Totalmente-Otro del que hablo se mantendrá, para siempre, extraño para el Otro.6
La mayoría de las veces, las vidas siguen su camino como los ríos. En ocasiones, ellas salen de su cauce, sin que ningún motivo geológico o ningún rastro subterráneo permitan explicar esta crecida o este desborde. La forma repentinamente anormal y desviada de estas vidas posee una plasticidad explosiva.
En ciencias, en medicina, en artes, en el campo de la educación, el uso que se hace del término “plasticidad” siempre es positivo. Designa un equilibrio entre la recepción y la donación de forma. La plasticidad es concebida como una especie de trabajo de escultura natural que forma nuestra identidad, la cual se modela con la experiencia y hace de nosotros los sujetos de una historia singular, reconocible e identificable, con sus acontecimientos, sus pausas y su futuro. A nadie se le ocurriría entender con la fórmula “plasticidad cerebral”, por ejemplo, el trabajo negativo de la destrucción (destrucción que actúa luego de alguna cantidad de lesiones cerebrales y de diversos traumatismos). En neurología, la deformación de las conexiones neuronales y la ruptura de los enlaces cerebrales no son consideradas como casos de plasticidad. Sólo se hablará de plasticidad como resultado de un cambio de volumen o de forma en las conexiones neuronales, que tiene sentido en la construcción de la personalidad.
Nadie piensa espontáneamente en un arte plástico de la destrucción. Sin embargo, ésta también configura. Un hocico quebrado todavía es un rostro, un muñón es una forma, un psiquismo traumatizado sigue siendo un psiquismo. La destrucción tiene sus cinceles de escultor.
Generalmente se concederá que la construcción plástica sólo tiene lugar gracias a cierta negatividad. Para retomar el ejemplo neurobiológico, el reforzamiento de las conexiones sinápticas, su aumento de tamaño o de volumen, fruto de lo que los científicos denominan “potenciación a largo plazo”, depende de que las conexiones sean utilizadas con regularidad. Es el caso, por ejemplo, en el aprendizaje y en la práctica de piano. Ahora bien, este fenómeno necesariamente actúa como su contrario. De este modo, cuando estas mismas conexiones son utilizadas poco o nada, ellas disminuyen; tiene lugar la “depresión a largo plazo”, lo que explica que sea más difícil aprender a tocar un instrumento a una edad avanzada que en la infancia. La construcción es entonces contrabalanceada por una forma de destrucción. Lo admitimos. El hecho de que toda creación tenga lugar al precio de una contrapartida destructiva es una ley fundamental de la vida. Ella no contradice la vida, sino que más bien la hace posible. La escultura de sí, como escribe el biólogo Jean Claude Ameisen, supone una aniquilación celular, la apoptosis, fenómeno que designa el suicidio programado de las células. De este modo, para que los dedos se formen, es necesario que se forme también una separación entre los dedos. Y la apoptosis produce el vacío intersticial que permite a los dedos despegarse unos de otros.
La materia orgánica es como la arcilla o el mármol del escultor. Ella produce sus desechos y residuos. Pero estas evacuaciones orgánicas son altamente necesarias para el cumplimiento de la forma viviente, que finalmente aparece, de manera evidente, al precio de su desaparición. Una vez más, este tipo de destrucción no contradice la plasticidad positiva, sino que constituye su condición. Sirve a la nitidez y al poder de la forma alcanzada. A su manera, compone la fuerza de vivir. Tanto en psicoanálisis como en neurología, un cerebro plástico y un psiquismo plástico son aquellos que encuentran el mejor equilibrio entre la capacidad de cambiar y la aptitud para mantenerse los mismos, entre el porvenir y la memoria, entre la recepción y la donación de forma.
Ocurre de un modo totalmente distinto con la posibilidad de la explosión y la aniquilación de este equilibrio, con la destrucción de esta capacidad, de esta forma y de esta fuerza de la identidad en general. Terrorismo contra apoptosis. Ya lo he dicho, en este caso generalmente ya no hablamos de plasticidad. El poder explosivo, destructivo y desorganizador, que a pesar de todo está presente virtualmente en cada uno de nosotros, y que es susceptible de manifestarse, de tomar cuerpo o de actualizarse a cada momento, nunca ha recibido un nombre en ningún campo.
Nunca se ha conferido una identidad al poder de explosión ontológica y existencial de la subjetividad y de la identidad. Se lo ha enfocado, pero ha sido pasado por alto; con frecuencia ha sido percibido en la literatura fantástica pero nunca ha sido llevado a lo real. Abandonado por el psicoanálisis, ignorado por la filosofía y sin un nombre propio en la neurología, el fenómeno de la plasticidad patológica, de una plasticidad que no repara, de una plasticidad sin compensación ni cicatriz, que corta el hilo de una vida en dos o en muchos segmentos que ya no se volverán a encontrar, tiene sin embargo su propia fenomenología, que exige ser escrita.
Fenomenología, efectivamente. Algo se muestra gracias al daño y al corte, algo a lo que la plasticidad normal y creativa no permite acceder ni dar cuerpo: la deserción de la subjetividad, el alejamiento del individuo que se convierte en un extranjero para sí mismo, que ya no reconoce a nadie, que ya no se reconoce a sí mismo, que ya no se recuerda. Seres así imponen su nueva forma a la antigua, sin mediación ni transición, sin adhesión ni compatibilidad, hoy contra ayer, de manera desnuda y descarnada. El cambio puede ser así el fruto de acontecimientos anodinos en apariencia, que finalmente se revelan como verdaderos traumatismos que curvan una trayectoria de vida, cumpliendo la metamorfosis de alguien de quien decimos: nunca habría creído que él, o ella, “cambiaría así”. Desgarro vital y desvío amenazante que abren otra vía, inesperada, imprevisible y sombría.
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