—Ya no queda nadie en la sala de prensa excepto los del turno de noche de la competencia y mi contacto. Jamás me quedaría a dormir en este cuartucho en el que no se sabe cuándo va a entrar una granada por la ventana. Vámonos, Jack. Me caigo de sueño. Yo trabajo, por si no lo sabes...
En ese momento llegó André de la calle, André, el único enviado especial a Madrid por un periódico francés. André, que ya se había hecho amigo de todos los guardias y de todos los miembros del comité de la Telefónica porque en su mal español afrancesado, pero fluido, defendía a muerte frente a quien hiciera falta un radicalismo ligeramente liberal. Los españoles decían de él: Es un hombre y es honrado. Incluso Moreno lo saludaba y le susurraba al oído señalando a Morton con el pulgar: Ese fascista de ahí está como una cuba.
André también había bebido mucho coñac. Estaba excesivamente tenso. Seguía luchando contra un miedo y un asco a la guerra llenos de rabia. Amaba Madrid. Odiaba la sangre. Era un reportero al que movía la investigación del cómo y el por qué de las cosas en todas partes. Despreciaba a esa masa amorfa que era Morton, con cara de whisky y ni una chispa de genio.
Por lo menos, Moreno le parecía honrado y sencillo, un animal bueno en el fondo. André asintió al anarquista y disparó su pregunta a Morton sin preámbulos. Su inglés era tan francés como su español.
—Morton, usted no ha estado en Vallecas, ¿verdad? No le habría hecho ningún daño venir con nosotros al hospital, como lo ha hecho incluso Bevan.
—No escribo artículos para hacer llorar solo por agradar al gobierno rojo.
—¿Y eso qué significa? Que usted no sabe ni ve que la gente lucha y se deja matar por algo en lo que cree, y por eso, precisamente por eso, su periódico tiene aquí un representante, pero no un periodista.
Bevan le interrumpió rápidamente.
—Querido André, aquí uno no puede apasionarse tanto por las cosas como lo hace usted, porque si no, informar con objetividad resulta todavía más difícil de lo que ya es. Será mejor que venga con nosotros a tomarse un whisky.
Eso era preferible a enzarzarse en una nueva discusión. No había que permitir que le metieran a uno en esta guerra que ofrecía la mejor de las oportunidades para hacer carrera. No había que intentar ver y entender la verdad detrás de las cosas. Era mejor irse a beber con un cerdo.
Morton se alegró de que de repente Bevan ya no tuviera reticencias y lo interpretó como una declaración de solidaridad. Y olvidó el tono hiriente con el que ese francés había expuesto sus ideas exaltadas. Lo mejor sería que el francés no les acompañara al bar; al menos Bevan era un chico simpático a pesar de su cara de niña y su ingenuo afán de trabajo.
—Gracias —dijo André—. Me quedo; tengo que subir a trabajar sobre la última publicación de la agencia Febus para mi artículo. Olvidáis que tengo retransmisión a París de madrugada. Que lleguéis bien a casa. —Quiso dirigirse a Moreno, pero para su sorpresa este estaba hablando con una mujer, Pepa, que venía del sótano y quería subir al octavo piso.
Así que André se quedó un rato en la puerta y siguió con la vista a los dos americanos que iban tropezando en la oscuridad. En la esquina de la calle había un montón de escombros, cemento, ladrillos, cristal. El obús había dado en la casa de enfrente a las cinco de la tarde. No había heridos. Llegó un coche de alguna parte. De la nada, de allí donde él sabía que se hallaba el centro de la Gran Vía, llegó la voz áspera del centinela dando el alto. El frente y el cielo estaban en silencio. En la calle de al lado restalló un tiro.
—Un paco —dijo André automáticamente. Se llamaba pacos a los francotiradores fascistas. Pero como no hubo más tiros, se corrigió—: Un centinela disparando a la luz de una ventana.
El soldado que estaba junto a él en la oscura esquina como un mojón amorfo dijo desde el fondo de la manta:
—Sí, un centinela. No es nada. Seguro que se le ha disparado el fusil, a mí también me pasó una vez. Hace mucho frío...
VII
Anita había terminado su turno y en realidad ya no tenía nada que hacer en la sala de la censura. Pero no acababa de decidirse a abandonarla. Se sentó al borde de un catre de campaña —somier de muelles, jergón destrozado, manta sucia— y miró al compañero que manejaba los papeles a la pálida luz del estrecho cono de la lámpara del escritorio. No podía hablar con ese joven español, estaba claro. Tenía una cara inexpresiva, sin interés, amorfa; no hablaba medianamente inglés ni francés; era un pequeño funcionario miedoso que leía las entradas del día a conciencia, buscando continuamente palabras en un diccionario malo. No se le pasaba por la cabeza hablar con Anita. Y ella no encontraba el modo de establecer contacto con él. Solo sentía su indiferencia frente al trabajo y su temor a todo. Ese de ahí era más extranjero que ella en la Telefónica. Observó cómo se sumergía su cráneo redondo en el haz de luz que borraba todos los rasgos y luego retornaba a la sombra, donde se le olvidaba por la poca vida que había en él.
En realidad, él no dejaba de pensar en cuándo les darían a él y a su hermana una plaza en un camión para poder trasladarse a Valencia. El Ministerio se había llevado allí a todos los funcionarios. Aquí ya no se podía trabajar, ya no funcionaba nada, la oficina improvisada en la Telefónica seguía unas reglas diferentes a las que él conocía, hasta el aire era diferente. No era un ordenanza el que hacía guardia abajo, sino un anarquista nervioso, las indicaciones del jefe de Valencia no llegaban con puntualidad y perdían su autoridad. La censura tenía nuevos trabajadores, como esa extraña extranjera... y no se sabía muy bien quién estaba detrás. Y además las bombas, las granadas, las masas en la calle, las nuevas autoridades, la certeza de que cualquier día o cualquier noche (quizá en ese preciso momento), Franco avanzaría de nuevo y atravesaría sus defensas y que entre el salvajismo de los moros y el salvajismo de los defensores uno sucumbiría; ¿cuándo, pero cuándo encontraría de una vez una plaza, cuándo abandonaría este Madrid el camión del Ministerio con las actas y las multicopistas? Aquí ya nada tenía sentido.
Anita olvidó que no estaba sola. Se dejó llevar y no intentó mantener sus pensamientos en orden. Todos los periodistas pensaban que hoy no pasaría nada, pero mañana sí… ¿Qué va a pasar mañana? Seguro que es cierto, se nota en los huesos. ¿Van a entrar las tropas de Franco? ¿Van a destruir la Telefónica y van a morir todos? ¿Será la confusión tan grande que resultará imposible trabajar? ¿Va a cambiar el estado de ánimo en Madrid? ¿La quinta columna? ¿Bombarderos?
No sabía qué hacer consigo misma. Le habría gustado asumir el turno de noche para poder quedarse en la sala de trabajo, dormir en esa cama miserable, poder pertenecer a la casa.
Pensó: el ventilador grande zumba como el motor de un avión. Si cae un obús aquí, al menos darán parte de inmediato; hay personas que comprueban quién es uno. Morir solo debe de ser espantoso. Da lo mismo, pero me da miedo. ¿Por qué de morir y no de quedarme lisiada? Siempre hay más heridos que muertos. Pero de lo que tengo miedo es de acabar. Yo. Ahora no es para tanto. Habría que tener al menos una persona de la que ser amigo. El amor es el miedo a estar solo.
Soy una estúpida. Hay que ver cómo tengo la formación literaria pegada al cogote. Citas. Y, ¿por qué no? Hay otra cita parecida de Storm: «Aguanta, al final de la vida solo te tienes a ti mismo». Es cierto, pero no quiero que sea cierto. Que sea cierto… qué raro es que ahora piense en frases gramaticalmente perfectas. Cuando uno se escucha a sí mismo, siempre se piensa en frases. O en signos de estenografía. Es cierto que ahora quiero aferrarme a algo que tenga una forma clara. Tengo miedo de estar sola. Por eso trabajo así. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué tengo que estar aquí? No me deja marcharme, no puedo irme aunque quiera. Quiero pensar que pertenezco a este lugar. Pero seguramente es absurdo. Lo importante es… ¡La censura de prensa! Pero hay que hacer que los de fuera sepan lo que ocurre aquí. Que se lucha. Para que no sea en vano. Lo terrible es que sea en vano. ¿O no? Ya no sé muy bien. Hay que hacer lo que uno considera bueno y justo.