El hijo más joven tal vez estaba convencido de que amaba al padre. El ser humano, mientras puede, elije la vida exterior, la vida sobre la superficie. Al no profundizar, se resbala, no queriendo descubrir en modo alguno lo que hay realmente dentro de él, profundamente escondido. Es más cómodo no descubrir en uno mismo las zonas de oscuridad, porque entonces se puede experimentar el confort de la satisfacción de sí mismo. Es tan agradable cuando todo está bien entre mi padre y yo. Esa es la verdad sobre el ser humano, que le gustan las apariencias porque son cómodas.
Si el hijo pródigo vivía de las apariencias, entonces «tenía» que irse. Y el padre se lo permite para recuperarlo –ya no al nivel de las apariencias externas, sino en lo profundo de su ser–. La llaga tiene que salir al exterior. Para sacarla, el médico primero la abre. Si está profundamente oculta, es necesario cortar un tejido vivo. Cuando Dios quiere abrirme al don de la Eucaristía, tiene que someter mi vida de apariencias a las pruebas, que a veces son dolorosas. Porque no creo que soy el hijo pródigo que de hecho continuamente se aleja y continuamente debería retornar. No creo que ya que opongo resistencia a la gracia, me sitúo en los escondites de mi conciencia, la cual no es sensible al amor del Señor que me espera en la Eucaristía.
Obviamente no tengo que caer, no tengo que hundirme. Pero si no quiero creer que soy el hijo pródigo, voy a tener que experimentarlo. O veo mis zonas de oscuridad por medio de la luz de la fe, como santa Teresita de Lisieux, que afirmó que Dios le había perdonado más que a Magdalena4, o también –si no sigo su ejemplo– tendré que volverme Magdalena. Tendré que convertirme en cuidador de cerdos, aunque Dios nunca lo quiere porque el camino del hijo pródigo, que cayó tan bajo, está acompañado por el camino de las lágrimas y del dolor del padre amoroso.
Me doy cuenta de que debería empezar por escuchar atentamente, con una atención llena de amor, los textos de los ritos iniciales. Es precisamente en ellos donde está la exhortación: Reconozcamos nuestros pecados –aceptemos por fe que somos hijos pródigos–, para que podamos efectivamente, realmente, tocar la misericordia que se derrama sobre quienes participan en este sacrificio de la cruz que se hace presente.
En la medida de mi descenso, en la medida en la que vea que por mí mismo no me las arreglo en la vida, que en todo necesito a Dios, su amor inefable, fluirán a mí las gracias desde el altar eucarístico. Necesito a Jesús en la Eucaristía en la medida de mi pobreza, que pone de manifiesto que en mí no tengo bien sobrenatural alguno, del que yo sea el creador. Si mi descenso, expresado en la actitud del hijo pródigo, llega a alcanzar profundidad, entonces en la medida de esa profundidad veré lo mucho que soy amado. Porque igual que el hijo pródigo, necesito a Jesús en la Eucaristía, en la medida del hambre que me devora. Y Dios le da Todo –a sí mismo en toda su plenitud– únicamente a aquellos que nada tienen.
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