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La educación de los hijos de los señores feudales
En la escuela catedralicia de Palencia
Embajador del rey Alfonso VIII de Castilla
El primer capítulo de la orden
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Para mi biznieta, Sofía,
con la ilusión de que cuando sea mayor
lea este libro que le dedico.
LOS PRIMEROS AÑOS
Me desperté sobresaltada al no escuchar ningún ruido, temerosa de que algo hubiera ocurrido. Corrí a abrir la ventana y un olor a campo entró a raudales en la habitación; comprendí que no estaba en Madrid, sino en la tierra de mis ancestros maternos, un pueblo salmantino en el que, en la vieja casona familiar, seguía viviendo mi tía Soledad, hermana de mi abuela Margarita. La mujer, mucho más joven que mi abuela, no se había casado, se quedó solterona al cuidado de su padre, un historiador famoso al que idolatraba. Tanto se identificó con su persona que las malas lenguas decían que las últimas publicaciones, aunque llevaban su firma, no eran suyas, sino de su hija.
Era el pueblo de mi infancia y le tenía cariño, pero no era el afecto el que me decidió a pasar mis vacaciones estivales entre sus calles. La razón estaba en que había decidido presentarme a las oposiciones de un cuerpo de la administración del Estado y, aunque llevaba un año rodeada de libros, entre el trabajo y los amigos mis conocimientos no avanzaban. Así que decidí recluirme como una monja todo el mes de agosto en el pueblo.
Hice un cuadro riguroso con el horario, comidas y estudio, compaginado con paseos al aire libre y tertulia con mi abuela y su hermana. Les gustaba hablar, y al principio me describieron los chismorreos del vecindario, que no me interesaban, pues no conocía a la mitad de la gente, con lo que decidí cambiar el tercio y preguntar por los estudios de mi bisabuelo Alejandro.
Fue como abrir la compuerta de una presa, ya que desde ese momento las hermanas se disputaban la palabra. Su padre había sido catedrático de historia medieval en Salamanca, especializado en las órdenes mendicantes de la Edad media, pero, sobre todo, en la figura de Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos. Mi abuela, con mucho pesar y con intención de meter morcillas a la menor ocasión, tuvo que cederle la palabra a su hermana, que era la experta. Quedamos en que la «lección» diaria se llevaría a cabo antes de la cena, durante una hora, de 8 a 9. Reconozco que empecé la escucha por corresponder con mis anfitrionas, sin ninguna ilusión, pero comprendí que también me servía de distracción para olvidar el derecho civil, el administrativo y la Constitución por un rato1.
La historia, dijo Soledad, que no nos dejaba llamarla tía, comienza en Caleruega, una pequeña villa castellana del valle del Duero perteneciente a la diócesis de Osma, en el año del Señor de 1170. Ninguno de sus habitantes llevaba en el pueblo mucho más de 30 años, ya que sus primitivos moradores murieron o abandonaron sus tierras tras las aceifas y campañas de Almanzor, pues entre los años 977 y 1002 habían caído todas las fortalezas cristianas y no había caballeros que defendieran al pueblo de la crueldad de los invasores. Se inició la repoblación, tímidamente al principio, desde la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, pero las guerras entre Castilla y Aragón, en tiempos de doña Urraca, no beneficiaron la llegada de colonos.
Entre