No oí el resto del nombre porque colgué.
Después de aquello sentí cierta vergüenza por Gatsby: un señor al que llamé por teléfono insinuó que había recibido su merecido. La culpa fue mía, porque era uno de los que, envalentonado por el licor de Gatsby, solía hablar de Gatsby con más desdén, y yo tendría que haber sido lo suficientemente listo como para no llamarlo.
La mañana del funeral fui a Nueva York a ver a Meyer Wolfshiem; parecía no haber otro modo de localizarlo. En la puerta que abrí, siguiendo las instrucciones del ascensorista, había un rótulo en el que se leía The Swastika Holding Company, y al principio creí que no había nadie. Pero, después de gritar «Buenos días» en vano varias veces, empezaron a discutir en la habitación contigua y al momento apareció en una puerta interior una judía muy atractiva y me examinó con unos ojos negros y hostiles.
—No hay nadie —dijo—. Mister Wolfshiem ha ido a Chicago.
Lo primero era evidentemente falso, porque dentro alguien había empezado a silbar desafinando El rosario.
—Haga el favor de decirle que mister Carraway quiere verlo.
—¿Voy a buscarlo a Chicago?
En ese momento una voz, inequívocamente la de mister Wolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro lado de la puerta.
—Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuanto vuelva.
—Pero sé que está aquí.
Dio un paso hacia mí y empezó a pasarse las manos por las caderas, arriba y abajo.
—Ustedes, los jóvenes, se creen que pueden entrar aquí cuando les da la gana —me regañó—. Y nos tienen hartos, hasta la náusea. Cuando digo que está en Chicago, está en Chicago.
Mencioné a Gatsby.
—Ah —volvió a mirarme—. Podría… ¿Me repite su nombre?
Se esfumó. Al instante apareció solemnemente en la puerta Meyer Wolfshiem, tendiéndome las dos manos. Me hizo entrar en su despacho mientras comentaba con voz reverente que era un momento muy triste para todos nosotros, y me ofreció un cigarro.
—La memoria me lleva al día en que lo conocí —dijo—. Un mayor, muy joven, recién licenciado y cubierto de medallas que había ganado en la guerra. No tenía ni un centavo: seguía usando el uniforme porque no tenía dinero para comprarse ropa. Lo vi por primera vez en los billares de Winebrenner, en la calle Cuarenta y tres, donde entró a pedir trabajo. No comía desde hacía dos días. «Véngase a almorzar conmigo», le dije. Devoró más de cuatro dólares de comida en media hora.
—¿Lo introdujo usted en los negocios?
—¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.
—Ah.
—Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en Oggsford supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.
Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.
—Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.
—Muy bien, entonces venga.
Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No puedo… No puedo mezclarme en eso —dijo.
—No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.
—Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.
Vi que, por alguna razón particular, había decidido no asistir al funeral, así que me puse de pie.
—¿Ha ido usted a la universidad? —preguntó de improviso.
Por un momento pensé que iba a proponerme una «coneggsión», pero se limitó a asentir y estrecharme la mano.
—Tenemos que aprender a demostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto —sugirió—. Después mi regla es no mover las cosas.
Cuando salí del despacho el cielo se había oscurecido y lloviznaba al llegar a West Egg. Me cambié de ropa, me acerqué a la casa vecina y encontré a mister Gatz paseando por el vestíbulo, emocionado. El orgullo por su hijo y las posesiones de su hijo no había dejado de crecer y quería enseñarme algo.
—Jimmy me mandó esta foto —sacó la billetera con dedos temblorosos—. Mire.
Era una fotografía de la casa, rota por las esquinas y sucia de muchas manos. Me señaló cada detalle con fervor. «¡Mire esto!», y buscaba admiración en mis ojos. La había enseñado tantas veces que creo que para él era más real que la casa misma.
—Me la mandó Jimmy. Creo que es una foto muy buena. Sale todo muy bien.
—Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?
—Fue a verme hace dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Nos dejó destrozados cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía motivos para hacerlo. Sabía que tenía un gran futuro por delante. Y en cuanto empezó a tener éxito fue muy generoso conmigo.
Parecía resistirse a guardar la foto y me dejó verla unos segundos más. Luego se guardó la billetera y se sacó del bolsillo un ejemplar muy viejo, mugriento y desencuadernado, de un libro llamado Hopalong Cassidy.
—Mire, este libro era suyo, de cuando era un chiquillo. Ahora verá.
Lo abrió por el final y le dio la vuelta para que yo pudiera verlo. En la hoja de guarda habían escrito con letra de imprenta la palabra HORARIO y la fecha, 12 de septiembre de 1906. Y debajo:
Levantarse: 6.00
Gimnasia y pesas: 6.15-6.30
Estudiar electricidad, etc: 7.15-8.15
Trabajo: 8.30-16.30
Béisbol y deportes: 16.30-17.00
Ejercicios prácticos de elocuencia y saber estar: 17.00-18.00
Estudio de inventos útiles: 19.00-21.00
PROPÓSITOS GENERALES
No perder el tiempo en Shafters o (nombre ilegible)
Dejar de fumar y de masticar chicle
Baño un día sí y otro no
Leer una revista o un libro provechosos a la semana
Ahorrar 5 dólares 3 dólares a la semana
Portarme mejor con mis padres
—Encontré este libro por casualidad —dijo el anciano—. ¿No es revelador?
—Es revelador.
—Jimmy estaba destinado a triunfar. Siempre se estaba proponiendo cosas por el estilo. ¿Se da cuenta de cómo se preocupaba de cultivar su inteligencia? En eso era ejemplar. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo y le pegué.
Se resistía a cerrar el libro, leía cada línea en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo que incluso esperaba que copiara la lista para mi propio uso.
Poco