—Es verdad. Usted estaba con Nick.
—Conozco a su mujer —continuó Gatsby, casi con agresividad.
—¿Sí?
Tom se volvió hacia mí.
—¿Vives cerca, Nick?
—En la casa de al lado.
—¿Sí?
Mister Sloane no participaba en la conversación, sino que se retrepaba en la silla con arrogancia; la mujer tampoco hablaba, hasta que inesperadamente, después de dos whiskys con soda, se volvió cordial.
—Vendremos a su próxima fiesta, mister Gatsby —sugirió—. ¿Qué me dice?
—De acuerdo, será un placer tenerlos aquí.
—Será muy agradable —dijo mister Sloane sin la menor gratitud—. Bueno, creo que debemos irnos ya a casa.
—Por favor, no hay prisa —dijo Gatsby con calor. Había recuperado el control de sí mismo y quería seguir hablando con Tom—. ¿Por qué… por qué no se quedan a cenar? No me sorprendería que se dejara caer por aquí alguna gente de Nueva York.
—No. Ustedes se vienen a cenar conmigo —dijo la señora con entusiasmo—. Los dos.
Me incluía también a mí. Mister Sloane se puso de pie.
—Vamos —dijo, pero sólo a ella.
—Hablo en serio —insistió la señora—. Me encantaría que nos acompañaran. Hay sitio de sobra.
Gatsby me miró, interrogándome. Quería ir y no había entendido que mister Sloane había decidido que no fuera.
—Me temo que no puedo acompañarles —dije.
—Bueno, pues viene usted —insistió ella, concentrándose en Gatsby.
Mister Sloane le murmuró algo al oído.
—No llegaremos tarde si nos vamos ahora mismo —contestó ella en voz alta.
—No tengo caballo —dijo Gatsby—. Montaba en el ejército, pero nunca he comprado un caballo. Los seguiré en el coche. Discúlpenme un momento.
Los demás salimos al porche, donde Sloane y la señora se apartaron para iniciar una apasionada conversación.
—Dios mío, creo que ese tipo se viene —dijo Tom—. ¿No se da cuenta de que ella no quiere que venga?
—Ella dice que quiere que vaya.
—Da una gran cena en la que ese Gatsby no va a conocer a nadie —arrugó la frente—. Quisiera saber dónde diablos conoció a Daisy. Por Dios, puede que mis ideas ya no estén de moda, pero, para mi gusto, las mujeres de hoy andan demasiado sueltas. Y tropiezan con toda clase de chiflados.
De repente mister Sloane y la señora bajaron la escalera y montaron en sus caballos.
—Vamos —dijo mister Sloane a Tom—, llegamos tarde. Tenemos que irnos —y a mí—. Dígale que no hemos podido esperar, por favor.
Tom y yo nos estrechamos la mano; con los otros intercambié un frío saludo con la cabeza, y desaparecieron al trote, camino abajo, entre el follaje de agosto, en el momento en que Gatsby salía por la puerta principal con el sombrero y un abrigo ligero en la mano.
A Tom lo perturbaba evidentemente que Daisy saliera sola, y el sábado siguiente, por la noche, la acompañó a la fiesta de Gatsby. Puede que su presencia le diera una especial sensación de opresión a la velada: aquella fiesta la recuerdo entre todas las que Gatsby dio aquel verano. Había la misma gente, o por lo menos el mismo tipo de gente, la misma abundancia de champagne, el mismo bullicio de voces y colores, pero yo percibía algo desagradable en el aire, una aspereza en todo que antes no existía. O puede que simplemente me hubiera acostumbrado a aceptar West Egg como un mundo completo en sí mismo, con sus propias normas y sus propias grandes figuras, no inferior a nada porque no tenía conciencia de serlo, y ahora lo estaba viendo de nuevo, a través de los ojos de Daisy. Es inevitablemente triste mirar con nuevos ojos cosas a las que ya hemos aplicado nuestra propia capacidad de enfoque.
Llegaron al anochecer, y, mientras paseábamos entre cientos de seres resplandecientes, la voz susurrante de Daisy hacía travesuras en su garganta.
—Estas cosas me emocionan tanto… —murmuró—. Si quieres besarme durante la fiesta, Nick, dímelo y lo solucionaré encantada. Basta con que pronuncies mi nombre. O con que presentes una tarjeta verde. Voy a repartir tarje…
—Mirad a vuestro alrededor —sugirió Gatsby.
—Estoy mirando. Lo estoy pasando maravillosa…
—Veréis en persona a mucha gente de la que habéis oído hablar.
La mirada arrogante de Tom se paseó por la multitud.
—No salimos mucho —dijo—; de hecho estaba pensando que no conozco a nadie.
—Quizá conozca a esa señora —Gatsby señalaba a una magnífica mujer orquídea, apenas humana, sentada con dignidad regia bajo un ciruelo blanco.
Tom y Daisy la miraron sorprendidos, con esa peculiar sensación de irrealidad que nos acompaña cuando reconocemos a una celebridad del cine, fantasmal hasta ese momento.
—Es preciosa —dijo Daisy.
—El hombre que ahora se inclina sobre ella es su director.
Gatsby los llevó ceremoniosamente de grupo en grupo:
—Mistress Buchanan… y mister Buchanan —después de vacilar unos segundos añadió—. El jugador de polo.
—No —protestó Tom—, yo no.
Pero era evidente que el sonido de aquellas palabras le había gustado a Gatsby, y Tom siguió siendo «el jugador de polo» toda la noche.
—Nunca había visto a tantas celebridades —exclamó Daisy—. Era simpático ese hombre… ¿Cómo se llama? El de la nariz como azul.
Gatsby le dijo quién era y añadió que se trataba de un pequeño productor.
—Bueno, pues me cae simpático de todas formas.
—Casi preferiría no ser el jugador de polo —dijo Tom, contento—. Me gustaría ver a toda esa gente famosa… de incógnito.
Daisy y Gatsby bailaron. Recuerdo que me sorprendió la manera graciosa, conservadora, con que Gatsby bailaba el fox-trot: nunca lo había visto bailar. Y luego fueron dando un paseo hasta mi casa y pasaron media hora sentados en los escalones, mientras que, por deseo de Daisy, yo vigilaba en el jardín. «Por si hay un incendio o una inundación», me explicó, «o en caso de fuerza mayor».
Tom salió de su incógnito cuando los tres nos sentábamos a cenar.
—¿Os importa que cene con aquella gente de allí? —dijo—. Un tipo está contando cosas muy divertidas.
—Adelante, ve —respondió Daisy, feliz—, y si quieres apuntar alguna dirección, aquí tienes mi lápiz de oro.
Un momento después se volvió a mirar y me dijo que la chica era «vulgar pero bonita», y me di cuenta de que, aparte de la media hora a solas con Gatsby, no lo estaba pasando bien.
Compartíamos mesa con un grupo especialmente borracho. La culpa era mía. A Gatsby lo habían llamado por teléfono, y yo lo había pasado bien con aquella gente hacía sólo dos semanas. Pero lo que entonces me había divertido, ahora se envenenaba en el aire.
—¿Cómo está, miss Baedeker?
La chica a la que le hablaban intentaba sin éxito recostarse en mi hombro. Al oír la pregunta, se puso derecha y abrió los ojos.
—¿Cómo?
Una mujer imponente y letárgica, que