Ana había cumplido con su deber y se alegraba de ello, sin desesperar del todo de su eficacia. Isabel se sintió molesta con la sospecha, pero en lo sucesivo estaría más atenta.
El último servicio de la carroza de cuatro caballos fue conducir a Sir Walter, a la señorita Elliot y a la señora Clay a Bath. Los viajeros partieron animadísimos.
Sir Walter dispensó condescendientes saludos a los afligidos arrendatarios y labriegos, a quienes se había avisado para que fuesen a despedirlo. Y Ana se encaminó con una especie de tranquilidad desolada a la casita donde iba a pasar su primera semana.
Su amiga no estaba de mejor humor que ella. Lady Russell sentía con gran intensidad el trasplante de la familia. Su respetabilidad le era tan cara como la suya propia, y su cotidiano intercambio con los Elliot se le había hecho indispensable con la costumbre. La entristecía verlos abandonar aquellas tierras y más aún pensar que iban a dar a otras manos. Para huir de la soledad y de la melancolía de aquel lugar tan cambiado y no presenciar la llegada del almirante Croft y de su mujer, determinó ausentarse de su casa e ir a buscar a Ana a Uppercross. Acordaron las dos que partirían de allí, y Ana se instaló en la quinta que sería la primera etapa del viaje de Lady Russell.
Uppercross era un pueblo relativamente pequeño que pocos años antes aún conservaba todo el viejo estilo inglés.
Ana había estado allí varias veces. Conocía los caminos de Uppercross tan bien como los de Kellynch. Las dos familias estaban juntas tan constantemente y tenían tal costumbre de entrar y salir de una y otra casa a todas horas, que se llevó una sorpresa al encontrar a María sola. Estar sola y sentirse enferma y malhumorada eran casi la misma cosa para ella. Aunque de mejor condición que su hermana mayor, María no tenía ni el entendimiento ni el buen carácter de Ana. Mientras se encontraba bien y se sentía feliz y agasajada, estaba de muy buen talante y animadísima; pero cualquier indisposición la hundía por completo; no tenía recursos para la soledad; y habiendo heredado una parte considerable de la presunción de los Elliot, estaba muy dispuesta a añadir a sus otras congojas la de creerse abandonada y maltratada. Físicamente era inferior a sus dos hermanas, e incluso cuando estaba en lo mejor de su edad no llegó a ser más que regularcilla. Estaba tendida en el desvencijado sofá del amable saloncillo cuyo mobiliario elegante en un tiempo había ido desluciéndose bajo la acción de cuatro veranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana la recibió, diciéndole:
¡Vamos! ¡Por fin llegaste! Ya empezaba a creer que no te volvería a ver. Estoy tan enferma que apenas puedo hablar. ¡No he visto a nadie en toda la mañana!
-Siento que no te encuentres bien -repuso Ana-. ¡Pero si el jueves me mandaste decir que estabas como una rosa!
-Sí, saqué fuerzas de flaqueza, como hago siempre. Pero no me sentía bien ni mucho menos, y creo que nunca en mi vida he estado tan mal como esta mañana. No estoy en situación de que se me deje sola. Supónte que me diese algo horrible de repente y que no fuese capaz ni de tirar de la campanilla. Lady Russell no debe salir de su casa. Me parece que en todo el verano ha venido tres veces a esta casa.
Ana dijo lo que hacía a propósito y preguntó luego a María por su marido.
-¡Ah! Carlos se fue de caza. No lo he visto desde las siete. Se ha querido marchar, a pesar de que le dije lo enferma que estaba. Respondió que no estaría mucho fuera, pero todavía no ha regresado y ya es casi la una. Es lo que te decía, no he visto un alma en toda esta larguísima mañana.
-¿No has estado con tus niños?
-Sí, mientras he podido soportar su bullicio; pero son tan traviesos que me hacen más mal que bien. Carlitos no obedece en nada y Walter crece igual de malo.
-Bueno; ahora te pondrás mejor -replicó Ana jovialmente-. Ya sabes que siempre te curo en cuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de la Casa Grande?
-No puedo decirte nada de ellos. Hoy no he visto más que al señor Musgrove, que se ha detenido un momento y me ha hablado por la ventana, pero sin bajar del caballo. Por mucho que les dije lo mal que estaba, ninguno de ellos se me acercó. Me figuro que habrá sido porque a las señoritas Musgrove no les venía de paso y nunca se salen de su camino.
-Tal vez los veas antes de que pase la mañana. Es temprano todavía.
-Ni falta que me hacen, puedes estar segura. Encuentro que charlan y ríen demasiado. ¡Ay, Ana, qué mal estoy! ¿Cómo no viniste el jueves?
-Querida María, acuérdate de que me mandaste decir que estabas bien. Me escribiste con la mayor alegría diciéndome que te hallabas perfectamente y que no me diera prisa en venir. Por ello quise quedarme hasta el final con Lady Russell; y además del cariño que le tengo, estuve tan ocupada, y he tenido tanto que hacer que de ninguna manera hubiese podido salir antes de Kellynch.
-Pero, ¿qué es lo que tuviste que hacer?
-Muchísimas cosas, te lo aseguro. Más de las que puedo recordar en este momento, pero voy a decirte algunas. Hice un duplicado del catálogo de libros y cuadros de mi padre. Estuve varias veces en el jardín con Mackenzie, tratando de entender y dándole a entender a él cuáles eran las plantas de Isabel que debían apartarse para Lady Russell. Tuve que arreglar muchas pequeñas cosas mías: libros y música que separar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debido a que no supe a tiempo lo que se había decidido acerca de los acarreos. Y tuve que hacer una cosa, María, más fatigosa aún: ir a casi todas las casas de la parroquia en visita de despedida, pues así me lo encargaron. Todas estas cosas llevan mucho tiempo.
-¡Sin duda!
Y después de una pausa:
-Pero no me has preguntado nada de nuestra cena de ayer en casa de los Poole.
-¿Conque fuiste? No te pregunté nada porque me figuré que habías tenido que renunciar a la invitación.
-Claro que fui. Ayer me encontraba muy bien; no he sentido nada hasta esta mañana. Habría parecido muy raro si no hubiese ido.
-Me alegro de que estuvieses lo bastante bien y supongo que pasaste un rato muy agradable.
-Nada del otro mundo. Siempre se sabe de antemano lo que va a ser una cena y a quiénes vas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no tener coche propio! Los señores Musgrove me llevaron en el suyo y anduvimos como sardinas en lata ¡Son tan corpulentos y ocupan tanto espacio! El señor Musgrove siempre se sienta delante. Yo iba aplastada en el asiento trasero entre Enriqueta y Luisa. No me extrañaría que toda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.
Con un poco más de perseverante paciencia y de forzada jovialidad consiguió Ana que María se restableciese prontamente. Al poco rato ya pudo incorporarse en el sofá y empezó a acariciar la esperanza de poder dejarlo para la hora de la comida. Luego olvidó su postración y se fue al otro extremo del salón para arreglar un ramo de flores. Se comió unos fiambres y se sintió tan aliviada que propuso ir a dar un paseo.
-¿Adónde iremos? -preguntó en cuanto estuvieron listas -. Me imagino que no querrás ir a visitar a los de la Casa Grande antes de que ellos hayan venido a verte.
-No tengo ningún inconveniente -replicó Ana-. Nunca se me ocurriría reparar en esas formalidades con gente como los señores y las señoritas Musgrove, a los que tanto conozco.
-Sí, pero son ellos los que deben visitarte a ti primero. Deben saber cómo han de tratarte por ser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muy bien y sentarnos con ellos un ratito, y cuando ya estemos satisfechas de la visita, nos distraemos con el paseíto de vuelta.
Ana siempre había considerado esa clase de trato como una gran imprudencia, pero desistido de oponerse porque creía que a pesar de que las dos familias se inferían mutuamente continuas ofensas, no podían estar la una sin la otra. Se dirigieron por tanto a la Casa Grande y estuvieron una buena media hora en el cuadrado gabinete decorado a la antigua usanza, con su pequeña alfombra y su lustroso suelo, al que las actuales hijas de la casa fueron dando gradualmente su aire peculiar de confusión, con un gran piano, un arpa, floreros y mesitas a diestra y siniestra. ¡Ah, si los originales de