Santiago y Viña del Mar, 2021
Introducción
Oriana Bernasconi, Carla Fardella y Sebastián Rojas Navarro
It matters what matters we use to think other matters with; it matters what
stories we tell to tell other stories with; it matters what knots knot knots, what thoughts think thoughts, what descriptions describe descriptions, what
ties tie ties. It matters what stories make worlds, what worlds make stories1.
(Donna Haraway 2016)
La investigación social sobre sujetos y subjetividades
Durante su transcurso, las ciencias sociales se han visto cautivadas, una y otra vez, por la pregunta por el sujeto y la subjetividad. Ya sea que esta fascinación fuera motivada por un afán de comprensión, de diferenciación, de liberación o de intervención, diversos autores se han detenido en la pregunta por el sujeto y los efectos que sus diversas composiciones provocan en la vida social. Y el siglo pasado no fue una excepción. Como describe Nick Mansfield (2000), desde los tempranos esfuerzos realizados por Sigmund Freud hasta los trabajos de Michel Foucault y Judith Butler, pasando por autores y autoras de gran importancia como Jean-Paul Sartre, Alain Badiou, Edward Said o Donna Haraway, la subjetividad ocupó un lugar privilegiado en la teoría social.
Tal como aconteció con otras disciplinas y saberes que encontraron en la modernidad su condición de emergencia y consolidación, las teorías sobre la subjetividad y el sujeto que circularon durante buena parte del siglo XX fueron modeladas siguiendo los principios que permitieron la validación y auge de los saberes científicos. Así, las ciencias sociales se aproximaron a la pregunta por la subjetividad y el sujeto mediante formulaciones que sostenían su validez y pertinencia en poder ofrecer una imagen científica y racional de lo que somos. Estos principios no deben ser tomados a la ligera ya que, después de todo, garantizaron la aceptación y popularización de estos saberes y sirvieron de referencia para la definición de los propósitos, técnicas y métodos que dieron vida a las teorías científicas sobre los sujetos del siglo veinte. Así, las ciencias sociales se orientaron a la producción de un conocimiento objetivo, metódico y racional sobre el sujeto. Para ser conocido, el sujeto debía ser medido, evaluado y palpado (Rose 1998). Sin embargo, no muy tarde, estos múltiples y sistemáticos esfuerzos para edificar un conocimiento secular, racional, objetivo y universal acerca de la subjetividad, sufrieron incisivas críticas, entre otras razones, por operar como un ejercicio de dominación, reduciendo la alteridad a lo ya conocido, a lo previamente explorado y a lo ya subyugado, y situando lo diferente como un fenómeno periférico, peligroso y carente de valor (Giaccalia et al. 2009). En adelante, mientras algunos autores han develado los mecanismos mediante los cuales se intentaba preservar y sostener dicha fantasía a expensas de otras formas posibles de existencia –por ejemplo, la formación de la identidad negra en una sociedad blanca o del “orientalismo” en una sociedad occidentalizante en las críticas de Fanon (1963) y Said (2003)–, otros han ido señalando los límites, contradicciones y sombras de aquel sueño moderno. Desde entonces, el hombre no solo ha sido examinado según las fuerzas que lo cruzan, sino también según todo lo que expulsa. Se han problematizado los particularismos del ímpetu antropocéntrico que lo inunda: una concepción unitaria, nacionalista, androcéntrica e imperialista que promueve como universal a un hombre liberal e individualista que “define su perfectibilidad en términos de autonomía y autodeterminación” (Braidotti 2013).
Frente a la imposibilidad de estar a la altura de sus propias promesas, lo moderno comienza paulatinamente a colapsar, dando paso a nuevas configuraciones y coordenadas, donde el sujeto puede aparecer y ser reconocido (Vattimo 1988, Lyotard 2009, 2012, Rorty 1996). Bajo la designación de modernidad tardía o postmodernidad –conceptos multívocos y de compleja delimitación– es posible apreciar el surgimiento de un conjunto alternativo de procesos culturales y filosóficos que no solamente reflejan un cambio de época, sino que también impulsan nuevos modos de reflexión con respecto a lo subjetivo y lo social. Así, los eventos de la segunda mitad del siglo XX conforman y aceleran un conglomerado heterogéneo de críticas sobre la capacidad del paradigma moderno para comprender la realidad social (Serres 1991). En efecto, los movimientos por los derechos civiles en EE.UU. y contra la guerra de Vietnam, las manifestaciones estudiantiles en Francia que condujeron a mayo del 68, la segunda ola del movimiento feminista, así como la teología de la liberación, junto con los movimientos de educación popular, provocan, instalan y reflejan una desafección transversal con respecto a las promesas de progreso. Los cuestionamientos que estos movimientos ponen sobre la mesa tendrán un profundo impacto en las ciencias sociales y sus elaboraciones sobre el sujeto, particularmente en asuntos relativos a la certeza epistémica sobre su estudio, la univocidad de su composición, las expectativas de universalidad y racionalidad, y la relación entre lo humano y no humano (Aylesworth 2015).
A partir de la fractura del ideal unificado de sujeto postulado por la ciencia moderna, las ciencias sociales han visto pasar una sucesión de diversas orientaciones. Conocidos en las ciencias sociales bajo el nombre de “giros”, estos desplazamientos han logrado mantener una constante actualización de las teorías y saberes durante las últimas cinco décadas. Si bien pueden superponerse en algunos aspectos parciales, cada uno propone diferentes claves para entender la subjetividad y actuar con respecto al sujeto. Si bien no todos estos giros han tenido el mismo impacto y relevancia, algunos de ellos han marcado un precedente significativo para el curso y desarrollo de la teoría social, comenzando por el giro lingüístico. Como destaca Martín Jay (1988), el giro lingüístico no es un movimiento coherente ni cohesionado, sino que más bien hace alusión a una inquietud compartida por diversos teóricos, desde la mitad del siglo XX, sobre el rol del lenguaje y las variadas formas en que este cobra relevancia y significación en la filosofía, en la teoría social y en la producción del mundo. A partir de este primer movimiento pueden, posteriormente, distinguirse otros desplazamientos que han empujado la pregunta respecto al sujeto, sus condiciones y sus alcances. Por nombrar algunos, y sin organizarlos en ningún orden particular, podemos encontrar el giro interpretativo (Rabinow y Sullivan 1979), el giro histórico (McDonald 1996), el giro afectivo (Clough y Halley 2007, Blackman y Venn 2010, Masumi 1995, Ahmed 2004), el giro performativo (Butler 1990, 1996, Bell 2007, Soley-Beltran y Sabsay 2012), el giro material (Greco y Stenner 2013), el giro hacia las prácticas (Knorr-Cetina y Von Savigny 2001, Reckwitz 2002, Schatzki, Regehr, Stern y Shlonsky 2007) y el giro ontológico (Haraway 1989, Mol 2003). Estos y otros giros;indican la variabilidad que comienza a incubarse en la teoría social. Como ha sido señalado por investigadores e investigadoras de la subjetividad, un efecto particularmente interesante de estas transformaciones es que dejan de pensar la subjetividad únicamente como la suma de posiciones discursivas, o como producto de estructuras, y le conceden una “ontología no-derivativa”, es decir, no ya como efecto subsidiario o mímesis de una realidad preexistente, sino como una ontología distintiva (Blackman, Cromby, Hook, Papadopoulos y Walkerdine 2008). Así, la teoría social actual se caracteriza por ofrecer una diversidad de posibilidades para repensar la subjetividad y los sujetos, permitiendo con ello “desanclar” los presupuestos modernos. Se aprecia, entonces, un dislocamiento del sujeto moderno, una alternativa a la presunción humanista y/o antropocéntrica que lo sostenía, y la proliferación de aquello que podríamos denominar como marcos “post” o “pos”, es decir, opciones teórico-metodológicas que surgen como respuesta al declive del sujeto moderno como clave de intelección de los individuos contemporáneos.
Independientemente de la variabilidad existente entre ellos, estos marcos “post” parecen organizarse alrededor de algunas ideas compartidas. Primero, una marcada orientación posantropocéntrica o poshumana, que implica el cuestionamiento de la primacía del sujeto humano como actor o agente exclusivo de lo social, con la consecuente apertura analítica hacia el estudio de otros seres y actantes que co-sostienen nuestras existencias. Por supuesto, en esta sensibilidad, existen diferencias. Rosi