Luego que Protágoras habló de esta manera, todos los que estaban presentes le palmotearon; y yo, tomando la palabra:
—Protágoras —le dije—, yo soy un hombre naturalmente flaco de memoria, y cuando alguno me dirige largos discursos, pierdo el hilo de lo que se trata. Así como que si fuese yo tardo de oído y quisieses conversar conmigo, tendrías que hablarme en voz más alta que a los demás, acomodándote a mi defecto, en la misma forma tienes que abreviar tus respuestas, si quieres que yo te siga, puesto que estás hablando con un hombre de tan poca memoria.
—¿Cómo quieres que abrevie mis respuestas? ¿Quieres que las acorte más que lo que debo?
—No —le dije.
—¿Las quieres tan cortas como sea necesario?
—Eso es lo que yo quiero.
—¿Pero quién ha de ser juez para graduarlo? ¿Serás tú o seré yo?
—Siempre he oído decir, Protágoras, que eres muy capaz, y que puedes hacer capaces a los demás para hacer discursos largos o cortos, como se quiera; que nadie es tan afluente y tan extenso como tú, cuando quieres, así como tampoco tan lacónico, ni que se explique en menos palabras que tú. Si quieres por lo tanto que disfrute yo de tu conversación, aplica el segundo método, y te conjuro a que te valgas de pocas palabras.
—Sócrates —me dijo—, me he tratado con muchos en todo lo largo de mi vida, y si hubiera hecho lo que exiges hoy de mí, y hubiera consentido en dejar cortar mis discursos por mis antagonistas, jamás hubiera obtenido sobre ellos tanta superioridad, ni el nombre de Protágoras se hubiera hecho célebre entre los griegos.
Al oír esto, conocí que no le gustaba esta manera de tratar las cuestiones, y que jamás se resolvería a sufrir interrogatorios. Viendo, pues, que no podía sostener ya por mi parte esta conversación:
—Protágoras —le dije—, no te apuro a que converses conmigo contra tu voluntad, ni a que nos valgamos de un método que te es desagradable; pero si quieres acomodarte a las condiciones de mi carácter y hablar de manera que pueda seguirte, me tienes a tus órdenes. Porque según todos dicen, y tú mismo lo confiesas, te es igual hacer discursos cortos que discursos largos, y con respecto a mí me es imposible seguir discursos difusos. Yo quisiera tener esta capacidad, pero en el supuesto de que te es indiferente adoptar uno u otro método, a ti te corresponde complacerme en este punto, para que nuestra conversación pueda continuar. Al presente, puesto que no te prestas a ello, y que yo no tengo tiempo para oírte por extenso, porque me llama otro negocio, adiós te digo, y por mucho placer que tendría en oír tus arengas, no puedo menos de marcharme.
Diciendo esto, me levanté para retirarme, pero Calias, cogiéndome el brazo con una mano y agarrando mi capa con la otra:
—No te dejaremos marchar, Sócrates —me dijo—, porque si tú sales, se acabó la conversación. Te conjuro a que permanezcas aquí; nada puede halagarme tanto como oír tu disputa con Protágoras; te lo suplico, y nos darás gusto a todos.
Yo le respondí, estando en pie como en ademán de salir:
—Hijo de Hipónico, he admirado siempre el amor que profesas a la sabiduría, y hoy es un objeto de mi admiración y merece mis alabanzas. Ciertamente con toda mi alma haría lo que me pides, si fuera cosa posible; pero es como si me exigieras seguir en la carrera a un Crisón de Himera,[15] que es un joven, o a cualquiera de los que han salvado doce veces seguidas el estadio, o a algún hemeródromo.[16] Quisiera, Calias, tener toda la ligereza necesaria para competir, y lo deseo más que tú, pero esto es imposible. Si quieres vernos correr a Crisón y a mí, obtén de este que se ajuste a mi debilidad, porque no puedo correr tanto, y depende de él que marchemos más lentamente. Lo mismo te digo en este caso; si quieres que Protágoras y yo nos entendamos, suplícale que me responda en pocas palabras como lo hizo al principio, porque de otra manera ¿qué clase de conversación puede tener lugar? Yo he creído siempre que conversar con sus amigos y hacer arengas eran dos cosas muy diferentes.
—Sin embargo, Sócrates —me dijo Calias—, me parece que Protágoras propone una cosa muy justa, cuando quiere que le sea permitido hablar lo que le parezca, y a ti responder en la misma forma.
—Te engañas, Calias —dijo Alcibíades—, eso que propones no es partido igual, porque Sócrates confiesa que no está dotado de esa afluencia de palabras, cuya superioridad reconoce en Protágoras, pero respecto al arte de la disputa, a saber preguntar bien y responder bien, me maravillaría si le viese ceder la primacía, ni a Protágoras, ni a nadie. Que Protágoras confiese a su vez que en este punto es inferior a Sócrates, y asunto concluido; pero si se alaba de que puede sostener la competencia, que entre en lid, que sufra el preguntar y ser preguntado, que responda a las preguntas, sin extenderse hasta el infinito sobre cada una, con el objeto de embrollar la cuestión, evitar la polémica y hacer perder a los oyentes el hilo del estado de la cuestión misma. Por lo que toca a Sócrates, yo salgo garante de que no olvidará nada, y cuando dice que se olvida es porque se burla. Me parece, pues, que su petición es la más justa, puesto que es preciso que cada uno consigne su opinión.
Entonces Critias, tomando la palabra y dirigiéndose a Pródico y a Hipias:
—Me parece, amigos míos —les dijo—, que Calias se ha declarado demasiado abiertamente por Protágoras, y que Alcibíades es demasiado tenaz en sus opiniones. Respecto a nosotros, no nos embrollemos, tomando partido los unos por Protágoras, los otros por Sócrates; antes bien unamos nuestras súplicas para obtener de ellos que no interrumpan esta conversación.
—Hablas perfectamente, Critias —dijo Pródico—; todos los que asisten a una discusión deben escuchar a todos los interlocutores, pero no con la misma igualdad; porque aun prestando a ambos una atención común, debe ser mayor respecto del más sabio, y menor respecto al que no sabe nada. Para mí, si queréis seguir mi consejo, Protágoras y Sócrates, he aquí una cosa en que querría que os pusieseis de acuerdo; y es que discutáis, pero que no os querelléis, porque los amigos discuten entre sí decorosamente, y los enemigos se querellan para despedazarse, y de esta manera esta conversación nos será a todos muy agradable. En primer lugar el fruto que sacaríais sería, no digo nuestras alabanzas, sino nuestra estimación. Porque la estimación es un homenaje sincero que rinde un alma verdaderamente conmovida y persuadida, mientras que la alabanza es un sonido que la boca pronuncia contra los sentimientos del corazón; y nosotros, como oyentes, tendríamos, no lo que se llama placer, sino gozo, porque el gozo es el contentamiento del espíritu que se instruye y adquiere la sabiduría, mientras que el placer no es más, hablando propiamente, que un estímulo de los sentidos, como por ejemplo, el placer de comer.
La mayor parte de los oyentes aplaudieron mucho este discurso de Pródico. El sabio Hipias, tomando en seguida la palabra, dijo:
—Amigos míos, os miro a todos los que estáis presentes como parientes, como amigos y como conciudadanos, no por la ley, sino por la naturaleza. Porque por la naturaleza lo semejante está ligado con su semejante; pero la ley, que es tirano de los hombres, fuerza y violenta la naturaleza en una infinidad de ocasiones. Sería una cosa verdaderamente vergonzosa, que nosotros, que conocemos perfectamente la naturaleza de las cosas y que pasamos por los más hábiles entre los griegos, hubiésemos venido a Atenas, que es en las ciencias como el Pritaneo de la Grecia,[17] y nos hubiésemos reunido en la más grande y más rica casa de la ciudad, para no decir algo que sea digno