—¿Qué tiene que ver la golondrina con el verano? —ironizó Salvaje.
—¿A quién se le puede ocurrir que es capaz de ganar una elección por el simple hecho de escalar el Aconcagua? —insistió Robinson.
—¡A mí! —insistió Salvaje—. Y no es tan simple el hecho.
—Mamita —dijo Robinson.
—¿Para qué estamos en este mundo si no para dejar una huella, un legado más grande que nosotros mismos? Esa es la razón por la que me levanto todos los días a las seis de la mañana, auxiliado por los resortes del colchón que empujan mis ambiciones para arriba.
—A eso lo llamo idealismo, Salvaje. Una persona que asume responsabilidades que no le corresponden. No termino de comprender a la gente que se siente inquebrantable, a los autoproclamados intrépidos, a los que pretenden llevarse el mundo por delante, a los que atraviesan una pared por cualquier agujero que no sea la puerta. Parece que empoderamiento es la nueva palabrita de moda en el diccionario. Muchas personas creen que vivir a las corridas es todo un mérito. Pero me pregunto: ¿a dónde quieren llegar tan rápido? ¿Cuál es la meta? Me da toda la sensación de que lo que buscan es escapar de sí mismos. La vida es una maratón, no una carrera de cien metros. Y hay que correrla como una maratón: a paso lento e hidratándose el cuerpo con una bolsita de realidad de vez en cuando.
—Yo voy en tren y vos en bicicleta —dijo Salvaje con el sarcástico aire de satisfacción que ya no le sobraba en los pulmones.
—Pero pedaleando en bicicleta se disfruta mucho más del paisaje —disparó Robinson.
La alegoría del velocípedo actuó como una colonoscopía en la arrogancia de Salvaje y en la intrepidez de un argumento tan filoso como el propio peñasco.
—¿Y esa bobada de la maratón me la dice una persona que se gana la vida a siete mil metros de altura? ¿Que vive cruzando semáforos en amarillo? —se ofuscó Salvaje desempalmando la cadena del plato de la bici.
—La montaña es más segura para mí que el ministerio para vos —aseguró Robinson pisando firme entre las piedras. Jamás pongo en riesgo mi integridad física ni la de mis parroquianos.
—Hablando de otra cosa. No me digas que la montaña no tiene secretos para vos —quiso saber Salvaje dando un volantazo a la conversación que se disponía a incrustarse contra un muro.
—Algunos me los susurró al oído, pero la mayoría no. El peor error que podemos cometer es subestimar a la montaña, andar de joda a su lado. De cuando en cuando te prende un cigarrillo y te da permiso para tirarte cómodamente entre las rocas a fumar con ella. Esos son los momentos sublimes de la vida donde uno piensa que todo valió la pena. Pero a las pocas pitadas, y sin previo aviso, te apaga el cigarrillo en medio de la frente y te deja una marca indeleble que no se te borra ni haciendo las paces con el Yeti. La montaña es como el fuego: el viento que lo extingue es el mismo que lo propaga. Nada es fácil acá arriba. Es como tener un tigre de mascota: nunca sabés cuándo te va a tirar el zarpazo.
—Tampoco es fácil allá abajo, en la jungla de cemento —replicó un Salvaje meditativo mientras Robinson recapacitaba bajo el efecto de sus reflexiones.
—Antes de volar hay que correr, antes de correr hay que caminar, antes de caminar hay que gatear. Para volar se necesita tiempo y un par de alas bien curtidas que solo te salen con las canas. Si vas a leer un ensayo, pasá primero por un cuento porque sería un salto al vacío saltar de los hermanos Grimm a Borges. Si en cambio pretendés leer a Dostoievski, pasá primero por Julio Verne. Si te pica el bichito de García Márquez frotate la mente primero con una crónica periodística al estilo de Relato de un náufrago para pasar después a una novela del calibre de Cien años de soledad. Y si pretendés sacarle punta al lápiz de Hemingway, hacé unos garabatos primero con El viejo y el mar para pasar después a una novela de trazo ancho como Adiós a las armas. De ese modo irás adoctrinando a tu mente para algún día comprender a Borges. Al igual que en un rompecabezas, lo más sensato es iniciar por las fichas de los extremos y no por las del centro.
Salvaje se sobresaltó ante la mención de muchos de sus libros y autores favoritos. ¿Podía ser coincidencia? Relato de un náufrago había actuado como introducción a la literatura en la escuela primaria y le había marcado su niñez. Lo recordaba con ambigüedad, ya que por un lado lo inquietaba la etiqueta de héroe que, a su regreso del naufragio, el pueblo de Alabama le había pegado en la frente al marinero como una estampilla, y por el otro, la postergación y el abandono que el mismo pueblo de Alabama le había provocado al finalizar el cuento. Salvaje estaba convencido de que no se lo debería considerar un héroe, sino un vil mortal señalado por el destino a participar de una ceremonia nefasta e inquietante que no anhelaba experimentar. En definitiva, hizo lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho: intentar sobrevivir. Al fin y al cabo, hasta el suicida que se arroja de un rascacielos detiene el golpe con las manos hacia adelante.
Una vez que le tomó el gusto a la lectura, se devoró las aventuras de Julio Verne: La vuelta al mundo en ochenta días, Veinte mil leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra, por solo enumerar algunas de sus más emblemáticas obras. Coincidir con su instructor de montaña en libros y autores favoritos fue un llamado de atención, una consonancia de hermandad literaria. Era evidente que se trataba de una conexión metafísica, de una naturaleza y estructura esenciales. Fue tal la conmoción al leer El viejo y el mar que a sus veinte años emprendió una locura (de esas de las que nunca nadie se arrepiente) y decidió levar anclas y recorrer los siete mares a bordo de un majestuoso velero de quince metros de eslora mejor conocido como La Tempestad, comandado por Nelo Pimentel, su amigo de la infancia, y por una tripulación de cinco peces en el agua que no sabían respirar fuera de ella. En una cálida mañana de enero embarcaron y navegaron durante más de dos años por el océano Atlántico sur, el Atlántico norte, el océano Pacífico, el mar Caribe, el océano Ártico, el océano Índico y el mar Mediterráneo. Se enfrentaron a cientos de tormentas y soportaron olas mayores de tres metros de altura. Pero en los días diáfanos, sentados en la primera butaca del escenario azul, salado y espumoso, prendían un pucho, y se encomendaban a las fascinantes danzas de peces multicolores, caracoles caleidoscópicos, rayas aplastadas, pulpos de tinta azul que manchaban los dedos, y caballitos de mar que se paseaban entre las olas representando la obra más colosal que alguna vez hubieran experimentado. Cada puerto en el que atracaban para abastecerse se convertía en un espejo atroz del cual evitaban verse reflejados. Una realidad menospreciada de la cual nunca se sintieron parte y de la que se negaban a regresar, aunque tuvieran que despedazar, a jirones, pedazos de su propio cuerpo. Porque ellos se abastecían del mar y el mar se abastecía de ellos. Porque ellos eran el mar, eran las babas de la espuma, eran los cangrejos ermitaños que levitan para atrás, eran la sal de la vida.
Pero como todo lo bueno siempre termina, un día el mar los expulsó de sus entrañas como a los cadáveres que arroja a la costa en un acto de solidaridad tardío. Los deportó a la ciudad que tanto los oprimía, que los asfixiaba como las cumbres de las montañas. La vida sigue, pensaron, pero no sigue igual. ¿En qué se había convertido aquel joven de veinte años que descubrió en un cuento de Hemingway un modo de subsistir? Ya nada sería igual en la vida de Salvaje. Su aspecto se había mimetizado con su entorno inmediato: barbas negras de ballena cubrían su rostro, dos medusas de cuerpos gelatinosos succionaban sus ojos; su mar color piel y las azules aguas que recorrían sus venas se enfrascaban en una majestuosa batalla de sal y tierra que se disputaban a puñetazo limpio su paternidad.
—Solo se trata de una competencia con vos mismo, Salvaje, de ninguna manera con la montaña —dijo Robinson.
Luego de unos segundos de zozobra, Salvaje tomó una bocanada de aire que pareció revitalizarlo. Se acomodó cual largo era en el diván resbaladizo del risco y dio inicio a una sesión de catarsis con Robinson que le prestó el oído porque entendió que desde hacía muchísimos años tenía una espina clavada que carcomía su alma y únicamente la montaña era capaz de removerla.
—Debo alcanzar