De pronto comenzó a sentir como si una mariposa recorriera con delicado y lento vuelo cada parte de su ser. Se dejó llevar por ella, solo oyendo cómo sus fabulosas alas, al revolotear suavemente en su interior, murmuraban. Así bajo el efecto de tan honda comunicación, de tan inenarrable goce, no es difícil entregarse al sueño, pues este invita a la mente a olvidarse de pensar y, a solo suspirar.
Así abandonados los “seguros” esquemas de la representación sensible, queda la razón desamparada en un territorio extraño, desconocido; impredecible.
Allí, todo lo que nuestra conciencia se agota por construir, el sueño busca desarmar, mientras, sobre un inoxidable carrusel, juntos acostumbran a pasear. Siempre la misma sortija a la conciencia, su invitada, el sueño promete. Y engatusada por los falsos juramentos de aquel gentil Romeo, ella no se percata de las piezas de realidad que le son robadas tras cumplirse cada vuelta.
Así, el panorama a su alrededor, constantemente se hace y se deshace. Y se confunde, en ese vértigo, el propio yo con el todo a la vez que el todo le es ajeno al propio yo. Estas quimeras entorpecen el paso firme que señala la apercepción, ya que, incluso, la experiencia fiel a la geometría de las formas aquí, completamente, se deforma. Todo resulta un caprichoso e inmaterial albedrío. Y eso mismo ocurre con el tiempo, que no respeta ningún parámetro, sino solo una antojadiza e ignota voluntad, cuyo mandato es el presente, de golpe el pasado, de repente el futuro y, de un zas, otra vez el presente.
Cuando este extraño devenir parece materializar nuestro anhelo más intenso, hablamos de fantasía o ensueño.
Cuando, en cambio, refleja un terror insoportable, que perturba incluso al más profundo letargo, despertándonos con el cuerpo estremecido por helados espasmos, y el corazón latiendo desbocado, pensamos, sin dudarlo, en una pesadilla.
Pero… ¿Qué creeríamos si, de pronto, a pesar de estar vivos, no pudiéramos despertar?
Durante sus sueños, Alejandro tuvo un encuentro impensado, uno jamás imaginado. Al parecer abrió una puerta que nunca debió abrir, o a lo mejor quien lo hizo fue la fuerza irresistible de un impulso desconocido, que repentinamente, intervino en el inhabitado páramo de su sosegado consciente. Y entonces, sin sentir sus pies moverse, el plácido durmiente fue alejado del acostumbrado camino.
Bajo ese poder, vagó por muchos rincones desconocidos hacia un incierto destino. Ni siquiera el temor más grande que pueda imaginarse pudo hacerlo regresar de aquel insólito extravío.
Capítulo II
Un aire intenso, puro—extraño— lo mantenía tendido sobre un lecho imaginario.
Poco a poco, el tranquilo compás de su honda respiración comenzó a alumbrarlo. Sus ojos, prefiriendo aun el amparo de esa apacible oscuridad, solo parpadearon pesadamente.
No obstante, aquella bella melodía fue perdiendo su primigenia gracia hasta volverse un ronco y monótono ruido. Un estrepito que raspó, sin piedad, sus tímpanos dormidos. Entonces, al sentir que, muy cerca, unas pequeñas lascas golpearon el suelo con el inconfundible rumor de la destrucción, el creciente asalto de la duda bajo el sórdido impacto de un tremendo pavor, hizo que Alejandro, finalmente, abriera sus ojos.
Cual reflejo simultáneo de incontables espejos quebrados que hacía brillar la distorsión entre fugaces e indeterminadas imágenes, así de densa e indómita era la atmosfera que colmó su visión. Y a pesar de que la caricia de hierro del Buran haría estremecer hasta el alma, él estaba tan perplejo por lo que veía que ni siquiera parpadeó.
Solo yacía sin comprender nada, con su torso postrado sobre una amplia roca.
Pero tras amainar el terrible torbellino, las oscuras pupilas del joven se esclarecieron. Después de mucho mirar sin ver nada, logró distinguir el sol en lo más alto de un cielo celeste profundo. Y en tan sospechosa normalidad, su mirada perdida halló un refugio: el único bastón que pudo sostener su trastabillante cordura.
Aquel intenso calor, que lo había obcecado, grabó la esfera solar en sus pupilas, al punto de no poder dejar de verla ni aun en el vacío de su interior. Así alimentadas por tal ardor, que traía consigo un sufrimiento que no cabe en ninguna herida, se deslizaron sobre sus frías mejillas, unas lágrimas tímidas. Primicia cierta de una angustia que su garganta convirtió pronto en un violento alarido, en la ira de una filosa espada que atravesó la monotonía allí reinante, como si quisiera acabar con todo imitando al viento fulminante.
Pero, pese a su potencia, era un mensaje hueco, uno que no decía nada. Por eso, tal vez, nunca llegó una respuesta. Solo el resonar de su eco que, tras silenciar hasta la última de sus huellas, dejó nuevamente aquel incognito paraje a la deriva del impredecible viento.
Por eso, a medida que aquellas pocas lágrimas rompían su cristal para confundirse en un llanto copioso, él se empequeñecía cada vez más.
Claramente no se trataba de un sueño penoso, ni tampoco de una horrible pesadilla, sino que era algo aún peor: estaba atrapado en una realidad en la que nada tenía sentido, donde no podía hallar ni un principio ni un fin, y mucho menos, un camino.
Despierto pero huérfano de toda coherencia, la herida que lo corroía crecía sin cesar, pues… ¿cómo podría ser Siddhartha, si ni siquiera era un joven sramana?
Capítulo III
Una dicha inmensa habría experimentado otrora Alejandro si, en un tris, hubiera podido lograr semejante paz llevado únicamente por la ilusión de estar totalmente solo en contacto con la naturaleza. ¡Cuán mágica es la imaginación, que vuelve de golpe, posible a un ideal, con solo sopesar en ella los intereses que nos movilizan, sin tener que tratar con la realidad!
¡Cuántas veces nos representamos esto con el afán de aislarnos de nuestro entorno! ¡Con cuánta facilidad y rapidez quisiéramos huir de los problemas y las obligaciones cotidianas hacia una absoluta libertad!
Más… ¿estaríamos dispuestos a pagar un precio tan alto para lograrlo?
Alejandro ahora estaba inmerso en lo que una vez fue, al parecer, un imponente mar de indomables aguas, que terminó siendo inmortalizado en piedra. La erosión, con su ilimitada paciencia, a través de las eras y milenios, se encargó de convertirlo en su inhóspito teatro, modelando aquellas saladas olas de roca hasta transformarlas en estribaciones, promontorios y cimas. Todas diversas formas que, sin embargo, jamás se resignaron a convertirse en planicie.
Finalmente, tras mucho estar inerte, el joven con un gran esfuerzo, logró levantarse. Y una vez que afirmó bien sus acalambradas piernas, dio sus primeros pasos por aquel inhóspito paisaje.
Comenzó a caminar sin la más mínima idea de hacia dónde iba, advirtiendo luego en aquel valle múltiples desniveles que mostraban, al ser ganada su altura, otros más distantes. Y tras mucho observar a la distancia; a sus pies, halló algo que lo llenó de mucha mayor satisfacción: erguido frente al sol, pudo apreciar cómo a cada paso que daba, deformada, aunque inseparable, lo acompañaba una silueta oscura. Una representación que vino, desde algún lugar, a consolar pálidamente su solitario ánimo: su sombra.
Con el cuerpo, ella forma un curioso y original binomio capaz de cuestionar nuestra compleja noción de soledad. De acuerdo a cómo la luz enfoque al cuerpo, la sombra se descubre grande o pequeña; amplia o finísima; amenazante o graciosa; parodiando a la existencia misma. En cambio, el alma sin importar cuánto cambie