La princesa de Whitechapel. Úna Fingal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Úna Fingal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418616693
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y altanera, cuando cumplió ocho años la llevaron de aprendiz a una fábrica de betún junto al Támesis, cerca de Charing Cross, de donde huyó al poco tiempo porque aquella sustancia le provocaba tos y encima el encargado la molía a palos si el acceso le duraba demasiado. Tan solo era una niña y desde entonces oficialmente merodeó por Whitechapel como una mendiga más. Dentro y fuera de la zona y hasta donde su atrevimiento la llevaba junto a sus pies alados, acostumbraba a dar ciertos e inocentes paseos para afanar tantas billeteras y joyas como podía para la señora Smith, quien a cambio le daba un mal techo, mala ropa, mala cama, y mala comida. Fue allí donde conoció a Dylan Morrison, un chico de doce años que había escapado de casa y las palizas de su padre alcohólico, su madre era una mujer de la vida a quien jamás le importó su hijo. Conoció a Dylan y a su inseparable Scott, de la misma edad, así como al resto de la panda, un abanico de caracteres y edades, entre chicos y chicas. Dylan era bien parecido desde siempre. Alto, moreno, de brillantes ojos garzos y un hoyuelo en el mentón. El día que la bruja Smith se llevó a las niñas a un prostíbulo de Dorset Street solo pudieron salvar a Jane porque la dejó tirada en el patio bajo la lluvia, enferma con mucha tos y fiebre alta. Los muchachos decidieron huir y se la llevaron con ellos. Formaron su propia banda y los jefes, como no podía ser de otra manera, eran Dylan Morrison y Scott Thomson. Huyeron de la casa de Smith junto a los otros muchachos, y formaron la banda de Dylan. Al principio, vivían en una apartada y vieja iglesia derruida, donde escondían los tesoros conseguidos para asegurarse la supervivencia, tanto podía tratarse de joyas como objetos que vendían a los peristas o buhoneros y trashumantes. Un día, a Jane le entró un ataque de coquetería, y se enfundó galas que le venían enormes, perlas más largas que ella, un tocado torcido y zapatos donde su pie se perdía… Apareció de esa guisa, pero muy digna ante los muchachos, que se troncharon al verla. Dylan, la miró satisfecho:

      —Miradla, caballeros. Ahí está la mismísima y única, princesa de Whitechapel.

      Y así la llamaron desde entonces hasta ahora, cuando se había transformado en una hermosa y salvaje mujer de dieciocho años, de largo y ensortijado cabello rojo, ojos felinos, de una extraña mezcla entre el verde del páramo y el azul del cielo, que tomaban la luminosidad del día y reflejaban todas sus emociones sin filtros. Arrogante y orgullosa, fogosa, emocional, decidida y algo fantasiosa. Dotada de una alta capacidad de observación y análisis y una inteligencia superior a cuantos la rodeaban. Algo que usaba sin exponer, cuando su mirada se oscurecía significaba que estaba racionalizando. Era rápida, su mente lógica e intuitiva la conducía a la solución en un chispazo, el mismo que se encendía en su cerebro y le daba la respuesta certera. Pero poseía otro don aún más secreto, a veces pensaba que una maldición, era un poco bruja tenía sueños y premoniciones que solían cumplirse, veía la vida de los demás a través de los ojos y las manos, y si se enfadaba mucho podían pasar cosas… Había aprendido a desoír todo ello porque prefería vivir tranquila, pero el instinto es el que es…

      La preocupación la devolvió al tiempo presente.

      —Por ahí, corre. Aprovecha ese paso —señaló un frondoso matorral.

      —Qué paso, nos vamos a comer el ramaje…, ¿qué dices?

      —Hazme caso y tira, solo así los despistaremos…

      Tomó las riendas y guio al caballo ante las inútiles protestas del hombre. Y el caballo, obediente, entró y desapareció por el seto. Scott, sorprendido, no reaccionó a tiempo y siguió unos metros más allá, entonces ordenó al caballo dar la vuelta y desandar el camino hasta alcanzar el punto, grave error que permitió a la milicia ver por dónde se metía y por allí mismo los siguieron.

      —Frena y quieto.

      Parapetados, pudieron escuchar perfectamente cómo sus perseguidores pasaban junto al desvío. Ellos, al otro lado y en guardia, escuchaban atentos, se hallaban en una umbría zona boscosa y solo escuchaban pájaros.

      —Qué raro… —susurró Jane.

      —Calla, princesa. Ya nos has metido en suficientes líos por hoy —reprochó Dylan en otro susurro.

      —Pues no creo haber sido yo sola —se revolvió ella mirando a Scott.

      Este se encogió de hombros con toda su cara dura. Pero Jane escuchaba algo que no le gustaba nada, demasiado silencio y entonces una ramita alejada se partió sola… ¡Sola no!

      —¡Larguémonos! —gritó espoleando al caballo.

      Acción imitada por Dylan a las riendas y una fracción de segundo más tarde, como siempre, por Scott. A pesar de la velocidad de los caballos no fue suficiente para despistar a las cabalgaduras que los perseguían. Llevaban las cabezas enganchadas a sus grupas y cuanto más corrían ellos, más se acercaban los otros. Entonces los diestros y disciplinados jinetes de la Ley, ¿de dónde demonios habían salido tantos? Se abrieron en uve y los rodearon por los flancos. Les dieron el alto a voces. A pesar de seguir adelante desoyendo la orden, la orden volvió a escucharse gritada a pleno pulmón, mucho más cerca y clara: «¡Alto! ¡Deténganse!». De nuevo la ignoraron en el empeño de ganar unos metros más, aunque de modo inútil. Entonces empezaron las detonaciones y una lluvia de disparos. Scott y Dylan sacaron sus pistolas y apretaron los gatillos para repeler el fuego. En un instante, Dylan dejó de disparar y su cabeza se ladeó, Jane tomó las riendas y azuzó al caballo, la lluvia de balas seguía.

      —¿Te han dado? —le gritó a Dylan.

      Le pareció que respondía que sí con un movimiento de la cabeza, pero cuando vio sus faldones salpicados de sangre coceó al caballo hasta enloquecerlo. De reojo vio a Scott rodeado y sin posibilidad de escapatoria.

      —¡Corred! —gritó él—. ¡Yo los entretengo!

      No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que la noche se desplomó sobre ellos, de pronto y sin avisar. A lo lejos divisó una granja y hacia allí se dirigió. Tenía la certeza de que hacía horas que los habían dejado atrás. Sin duda, el hecho de atravesar un riachuelo, y bordear dos lagunas con sus lodazales había ayudado a que perdiesen la pista, además de haberse mezclado oportunamente con un rebaño de ovejas, con las que subió un tramo de ladera. El caradura de Dylan se había pasado la mayor parte del trayecto dormido, se iba a enterar, ya lo espabilaría, ya. Descabalgó para serenar al caballo y entrar con sigilo a la zona del granero. Miró hacia el lugar ocupado por la casa, algo alejado, y comprobó cómo apagaban las luces. Eso era bueno, se iban a dormir. Significaba que ellos podrían pasar buena parte de la noche allí y reprender la marcha al amanecer. Una vez dentro del refugio pudo aprovechar la luz de la luna en potente plenilunio, entraba a raudales por el ventanuco y la puerta semiabierta. Descendió a Dylan murmurando toda clase de protestas por no despertarse del desmayo aún, y por lo mucho que pesaba, lo acomodó sobre un lecho de heno y apartó un buen montón para el caballo. El equino, fatigado, tras olfatearlo se tumbó sobre él. Pensó en darle agua y recordó la alberca repleta de fuera, salió con un cubo, lo llenó, regresó y lo dejó junto al animal. Volvió a salir en busca de comida, y justo detrás encontró el gallinero, vio unos huevos gordos y lustrosos, metió la mano con el sigilo de una anguila y robó dos sin que las gallinas, dormidas, se enterasen. Merodeó un poco más y encontró una pila de manzanas sobre un tonel desconchado, también cogió dos. Siguió husmeando y se topó con los cerdos, esos no dormían ni de noche, les robó algunas algarrobas. Se encogió de hombros y volvió al granero, menos era nada. Entró charloteando contenta:

      —Dylan, mira la sabrosa cena que he preparado.

      Se sentó junto a él y observó su rostro dormido. Estaba tan pálido… Le tocó la herida del flanco, había dejado de sangrar, parecía seca, eso sería bueno, ¿no?

      —¿Te duele? —le sacudió un poco.

      Él insistía en no moverse, aún peor, parecía rígido como un tronco seco.

      —Pero ¿quieres despertarte de una vez? Tienes que comer algo, tienes que…

      Acercó el rostro a su nariz para comprobar si respiraba, no se lo pareció. Entonces levantó sus párpados, la vida parecía haberlos abandonado, se los cerró de nuevo. Le sacudió nerviosa, casi