La princesa de Whitechapel
Úna Fingal
Primera edición en papel: Noviembre 2021
Título Original: La princesa de Whitechapel.
©Úna Fingal, 2021
©Editorial Romantic Ediciones, 2021
www.romantic-ediciones.com
Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign
ISBN: 978-84-18616-69-3
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
ÍNDICE
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Epílogo
A Joel, mi faro en la tormenta,
mi amor siempre.
A Ainhoa y a Patri, porque juntas surcamos los siete mares
y se nos quedan pequeños.
Introducción
Había llegado el fin para Jane Red. Ella lo sabía sin poder creerlo. Inexpresiva por el shock y con su orgullo intacto, avanzaba con las manos atadas por delante y la cabeza estirada como si la llevasen atada desde el mismo cielo. La mirada de tigresa puesta en un punto indeterminado del horizonte, donde no veía gente, sino una masa informe. Tampoco escuchaba los abucheos, simplemente se trataba de un zumbido extraño. Ignorado por su sempiterna terquedad, el temor se había instalado en sus rodillas que se plegaban levemente cada tres pasos. Y los pies, dentro de sus botas de hombre, poco podían hacer por sostenerla. Algo que bajo sus faldones de sarga apenas si se notaba. El público congregado alrededor del cadalso arreciaba en su implacable tormenta de insultos, como anuncio de una sentencia que se cumpliría irremediablemente, ya no habría más amaneceres para la joven de rutilantes cabellos rojizos, ni más dulces besos de los carnosos labios de Dylan, el muy hijo de Satanás… ¿Dónde estaba? ¿Por qué no aparecía ni siquiera para despedirse? Al fin y al cabo, se encontraba en esta situación gracias a su torpeza y también a la de Scott. Estaba con ellos cuando decidieron atracar el puesto de un pastelero frente a la Torre de Londres, aquella fatídica mañana de primavera de 1888. Querían obsequiarla con unos panecillos rellenos de frambuesa, ella ni siquiera lo planeó, todo fue un impulso de los muchachos para demostrar su gran destreza ante ella, un juego. Pero alguien avisó a los guardias y cuando se vieron sorprendidos y rodeados, Scott dijo que Dylan y Dylan dijo que Scott, uno, o ambos, le clavaron una navaja de punta a uno de los policías, que cayó muerto en el acto. Los demás corrieron tras ellos y solo atraparon a Jane, porque tropezó. Apresada, sin posibilidad de escapatoria y con un gran sentimiento de frustración e impotencia, la chica los vio escapar sin volver la vista atrás, aunque Dylan sí se volvió lo justo para que ella pudiera ver la desolación en sus ojos. Ahora sabía lo ingenua que había sido al esperar que acudirían a masacrar guardias y reventar muros y barrotes de la cárcel para rescatarla. Por desgracia, ahora era demasiado tarde hasta para las lamentaciones.
La soga brillaba bañada por el sol a la espera de estrangular su blanco cuello de cisne y nada evitaría que las terribles manos del verdugo se posaran sobre él, como temibles garras de ave rapaz sobre su indefensa presa. Casi pudo sentirlas sobre su erizada piel y un tremendo escalofrío la sacudió de arriba abajo. Debía estar pálida como un cadáver porque algunas almas caritativas lo murmuraban a su paso. Era extraño, pero solo sentía un vacío oscuro y eterno, como si fuese una observadora más. Sin darse cuenta había subido los pocos peldaños y ya se hallaba sobre la tarima. Allí volvió en sí, abrió los ojos y contempló aquel tumulto expectante, poco a poco los sentidos retornaron a ella y pudo oír los groseros y crueles comentarios de los más osados. Se sintió como una actriz en un mal día de función, ¡maldita sea! Y la sangre volvió a sus mejillas y aceleró su corazón, y la furia hizo que toda ella se rebelara. Aunque de poco le sirvió porque el verdugo, que, por cierto, olía a muerte y miseria humana, ya la había atenazado por los hombros con una mano y con la otra le ponía la soga al cuello. Jane, ni corta ni perezosa, pronunció un conjuro:
—¿Qué murmuras, mala mujer? —la increpó el alguacil ejecutor de la condena.
A continuación, con toda la pompa requerida en tal circunstancia, procedió a dar lectura de la sentencia. Tras lo cual, a plena luz del día y con un cielo despejado por completo sonó un trueno cuya procedencia nadie fue capaz de identificar e hizo temblar a más de uno y de dos, incluso provocó una pequeña estampida.
—Justo es ajusticiarte por asesina, pero si no lo fueres, justo sería hacerlo por bruja. Así que encomiéndate a Dios o al Diablo —rugió el verdugo mientras aseguraba la soga que ya estaba de lo más bien puesta alrededor de aquel bello cuello.
Acto seguido le vendó los ojos y agarró la palanca para colgar a la rea. Pero el hombre no llegó a accionarla porque cayó a un lado como si le hubiese partido un rayo. Tras la detonación, Jane solo pudo escuchar cascos de caballo y los gritos de unas voces conocidas. Al punto que una sonrisa se dibujaba en sus labios, le era arrebatada a la muerte en volandas. Unas manos cálidas y protectoras desataban las suyas, mientras el estrépito de los cascos de los caballos al galope los alejaba sin dejar tras de sí más que una polvareda. Y aunque los muchachos de la banda se habían montado una pelea para entretener y dispersar, algunos efectivos militares los perseguían de cerca. No era cuestión de fiarse.
Cuando por fin pudo arrancar la venda de sus ojos vio lo que ya sentía a ciencia cierta: corría a lomos del caballo protegida por el cuerpo de Dylan. Junto a ellos, Scott, siempre leal a su amigo Dylan desde tiempos inmemoriales. Se volvió para darle un beso fugaz.
—Creía que me habías abandonado —le reprochó mohína.
—¿Abandonar yo a mi princesa? En que estás pensando, jamás. Ni la muerte podría apartarme de ti.
Jane se volvió de nuevo para decirle algo, pero él, con un gesto firme y cariñoso a la vez volvió a colocar su cabeza con la mirada al frente.
—No te desconcentres, ni me desconcentres, que nos matamos. Venga…