La mirada de la señora Parsons volaba nerviosamente de Winston a los niños y de regreso. Bajo la mejor iluminación de la sala Winston se dio cuenta con interés que en realidad había polvo en las arrugas de su cara.
—Son muy ruidosos dijo—. Están decepcionados porque no fueron a ver el ahorcamiento, eso es lo que pasa. Estoy muy ocupada para llevarlos y Tom no regresará a tiempo del trabajo.
—¿Por qué no podemos ir a ver al ahorcado? —gritó el niño con su voz estruendosa.
—¡Quiero ver al ahorcado! ¡Quiero ver al ahorcado! —cantó la niña, todavía brincando.
Esa noche iban a colgar a algunos prisioneros de Eurasia, culpables de crímenes de guerra, recordó Winston. Esto ocurría aproximadamente una vez al mes, y era un espectáculo popular. Los niños siempre pedían a gritos que los llevaran a verlo. Se despidió de la señora Parsons y se dirigió a la puerta.
Pero no había dado ni seis pasos por el pasillo cuando algo lo golpeó en la nuca y le produjo un intenso dolor. Era como si le hubieran enterrado un alambre al rojo vivo. Giró a tiempo para ver a la señora Parsons arrastrar a su hijo a la entrada mientras el niño guardaba un tirachinas en el bolsillo.
—¡Goldstein! —gritó el niño mientras la puerta se cerraba tras él. Pero lo que más impresionó a Winston fue la mirada de temor impotente en el rostro ceniciento de la mujer.
De regreso en su apartamento, Winston caminó rápidamente más allá de la telepantalla y se sentó otra vez frente a la mesa, mientras aún se frotaba el cuello. La música de la telepantalla se había detenido. En su lugar, una voz militar entrecortada leía, con una especie de deleite brutal, una descripción de los armamentos de la nueva Fortaleza Flotante que acababa de anclar entre Islandia y las Islas Faroe.
Con esos hijos, pensó, esa desdichada mujer debe llevar una vida de terror. En un año o dos, ellos la observarían noche y día en busca de síntomas de falta de lealtad. En la actualidad casi todos los niños eran horribles. Lo peor de todo era que, por medio de organizaciones tales como los Espías, sistemáticamente los convertían en pequeños salvajes incontrolables y, sin embargo, esto no producía en ellos la tendencia de rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban el Partido y todo lo relacionado con éste. Las canciones, las procesiones, las pancartas, las excursiones, los ejercicios con rifles falsos, los lemas a gritos, la adoración del Gran Hermano —para ellos todo era una especie de juego glorioso—. Toda su ferocidad la exteriorizaban contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, los saboteadores y quienes tenían ideadelitos. Era casi normal entre las personas de más de treinta años temer a sus propios hijos. Y por buenas razones, porque apenas pasaba una semana en la que The Times no trajera un párrafo que describiera cómo un pequeño soplón que escuchaba a escondidas —por lo general empleaban la frase "pequeño héroe"—, escuchara una frase comprometedora y denunciara a sus padres a la Policía del Pensamiento.
El dolor de la pedrada con el tirachinas se había calmado.
Levantó su pluma sin ganas y se preguntó si podría encontrar algo más para escribir en el diario. De repente comenzó a pensar en O'Brien otra vez.
Hacía varios años —¿cuántos?, debían ser unos siete— había soñado que caminaba por una habitación oscura como boca de lobo. Alguien sentado a su lado había dicho mientras pasaba:
"Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad".
Lo dijo con tranquilidad, casi en forma casual —una afirmación, no una orden—. El había seguido su camino sin detenerse. Lo curioso es que, en ese momento, en el sueño, las palabras no le causaron una gran impresión. Sólo después, y en forma gradual, parecieron cobrar significado. No recordaba si fue antes o después de tener el sueño que había visto a O'Brien por primera vez, ni se acordaba de la primera ocasión que identificó lo voz como la de O'Brien. Pero en cualquier caso la identificación existía. Era O'Brien quien le había hablado en la oscuridad.
Winston nunca se había podido sentir seguro —incluso después del destello de los ojos en la mañana todavía era imposible estar seguro si O'Brien era una amigo o un enemigo. Ni siquiera parecía importar mucho. Hubo una especie de vínculo de comprensión entre ellos, más importante que el afecto o el partidismo. "Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad", había dicho. Winston no sabía lo que significaba, sólo que de una u otra manera se haría realidad.
La voz de la telepantalla se detuvo. Una nota de clarín, fuerte y hermosa, flotó en el aire estancado. La voz rasposa continuó:
—¡Atención! ¡Su atención, por favor! En este momento ha llegado una noticia de última hora del frente de Malabar.
Nuestras fuerzas en el sur de la India han obtenido una gran victoria. Estoy autorizado a decir que la acción de la que en este momento les informamos puede acercar la fecha del final de la guerra. Estas son las noticias...
Malas noticias, pensó Winston. En efecto, después de una sangrienta descripción de la aniquilación del ejército de Eurasia, con cifras formidables de muertos y prisioneros, llegó el anuncio de que, a partir de la semana siguiente, la ración de chocolate se reduciría de treinta gramos a veinte.
Winston volvió a eructar. El efecto de la ginebra se desvanecía y le dejaba una sensación de desánimo. La telepantalla —tal vez para celebrar la victoria, tal vez para ahogar el recuerdo del chocolate perdido— comenzó a transmitir "Oceanía, esto es para ti." Se suponía que uno debía prestar atención. Sin embargo, Winston era invisible en su posición actual.
"Oceanía, esto es para ti" dio paso a una música más ligera. Winston se acercó a la ventana, de espaldas a la telepantalla. El día todavía estaba frío y despejado. En algún lugar lejano, una bomba explotó con un estruendo apagado y retumbante. En la actualidad caían sobre Londres unas veinte o treinta de ellas a la semana.
En la calle, el viento hacía ondear el cartel roto de un lado a otro, y la palabra SOCING aparecía y desaparecía a intervalos.
Socing. Los principios sagrados del Socing. Neolengua, doblepensar, la mutabilidad del pasado. Sentía como si vagara en los bosques del fondo marino, perdido en un mundo monstruoso donde él mismo era el monstruo. Estaba solo. El pasado estaba muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certeza tenía de que una sola criatura humana viviera ahora a su lado?
Y, ¿cómo podía saber que el dominio del Partido no duraría para siempre? Como respuesta, los tres lemas sobre la cara blanca del Ministerio de la Verdad regresaron a su mente:
LA GUERRA ES PAZLA LIBERTAD ES ESCLAVITUDLA IGNORANCIA ES PODER
Sacó una moneda de veinticinco centavos de su bolsillo.
Ahí, también, con letras pequeñas y claras, estaban inscritos los mismos lemas y en la otra cara de la moneda estaba el Gran Hermano. Incluso desde la moneda los ojos lo perseguían a uno. En las monedas, en las estampillas postales, en las portadas de los libros, en las pancartas, en los carteles, y en la envoltura del paquete de cigarrillos: en todas partes. Siempre los ojos mirándolo y la voz envolviéndolo a uno. Dormido o despierto, en el trabajo o la comida, dentro o fuera, en el baño o en la cama —no había modo de escapar—. Nada era de uno, excepto los pocos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol se había movido y las numerosas ventanas del Ministerio de la Verdad, debido a que la luz ya no brillaba sobre ellas, se veían austeras como las troneras de una fortaleza. Su corazón se encogía ante la enorme forma piramidal. Era demasiado fuerte, no podía tomarse por asalto. Mil bombas no podrían derrumbarla. Se volvió a preguntar por qué estaba escribiendo el diario. Para el futuro, para el pasado —para una época que podía ser imaginaria—. Y frente a él no estaba la muerte, sino la aniquilación. El diario quedaría reducido a cenizas y él mismo, a vapor. Sólo la Policía del Pensamiento podría leer lo que había escrito, antes de que lo eliminaran de la existencia y de la memoria. ¿Cómo podía apelar al futuro si ninguna huella de uno, ni siquiera una palabra anónima