los estudiantes desarrollan un interesante proceso que podríamos sistematizar en tres etapas: sorpresa, desnaturalización y apropiación. La primera se caracteriza por diversas manifestaciones de asombro y desconcierto frente a propuestas didáctico-pedagógicas que no se encuadran en las “costumbres tradicionales” (…). Según los casos, la sorpresa puede venir acompañada de aceptación o rechazo. Si se trata de este último, suelen ir de la mano de reclamos constantes por “la vuelta” a las “formas tradicionales de la educación” (…). La segunda etapa, se caracteriza por un proceso de desnaturalización que conlleva su tiempo, sus marchas y contramarchas y también sus conflictos. En la tercera, los estudiantes han interiorizado las nuevas formas y, ya adaptados, las reproducen, critican y también reformulan. (Sverdlick y Costas, 2007, p. 31, comillas en el original).
Inclusive cuando se plantea la existencia de posibles reformulaciones, la utilización de tipologías para identificar etapas progresivas de “adaptación” y el uso de términos como “tradiciones” o “costumbres” refuerzan la idea de la existencia de prácticas o propuestas educativas “alternativas” que se construyen –aunque sea progresivamente– en oposición a las “tradicionales”.
Respecto de este tercer supuesto me pregunto si no es precisamente por presentar a la escuela oficial o “tradicional” asociada a un imaginario escolar abstracto –como poseedora de unas características pedagógicas rotuladas como negativas y vinculada de manera homogénea a la función de reproducir las desigualdades sociales– que termina por esencializarse también –a partir de la presentación de las características exactamente opuestas– a las experiencias educativas de los movimientos sociales.
Es necesario explicitar que este señalamiento sobre las visiones polarizadas entre la educación tradicional/estatal/hegemónica y la educación popular/civil/contra-hegemónica no es novedoso en nuestro país. Hace ya casi dos décadas Elena Achilli señalaba que ciertos trabajos que planteaban la necesidad de que los movimientos indígenas abandonaran el espacio de lo público/lo estatal (para construir sus propuestas pedagógicas “interculturales” y con “autodeterminación”) terminaban por caer en falsos reduccionismos que homogeneizaban/esencializaban aquello que pretendían diferenciar, desconociendo inclusive la variedad de procesos y de luchas existentes en el ámbito educativo estatal10 (Achilli, 2001).
Cuarto supuesto: la dimensión educativa de la militancia se homologa a la formación política en los principios ideológicos de los movimientos sociales
Dentro del campo de estudios sobre educación y movimientos sociales existen algunas investigaciones que han indagado en la dimensión educativa de la participación política, tales como Sales Caldart (2000), Zibechi (2007) o Michi (2008). Todos ellos comparten la inquietud por indagar tanto en las experiencias educativas de movimientos sociales como en los movimientos sociales en tanto espacios educativos en sí mismos. Sin embargo, es posible advertir que a propósito de esta segunda dimensión estos trabajos homologan la experiencia educativa o formativa de la pertenencia política: o bien con la identidad política de los movimientos y organizaciones; o bien con la circulación más o menos sistemática de los principios político-ideológicos de los movimientos y organizaciones sociales. Así por ejemplo:
Los sin-tierra se educan como Sin Tierra ([entendido como] sujeto social, persona humana, nombre propio) siendo del MST, lo que quiere decir construyendo el Movimiento que produce y reproduce su propia identidad o conformación humana e histórica (…). Es a través de sus objetivos, principios, valores y forma de ser que el Movimiento intencionaliza sus prácticas educativas. (Caldart, 2000, p. 136, la traducción es propia).
Como vimos respecto de los supuestos anteriores también a propósito de éste la homologación parece producirse en tanto los investigadores e investigadoras se circunscriben a recuperar los discursos de los sujetos antes que a observar las prácticas, cuando no a recuperar sus propios discursos respecto a los principios político-ideológicos de los movimientos11. Si bien concuerdo en que al interior de cada colectivo humano se transmiten determinados valores y tradiciones políticas y formas específicas de interpretación de la realidad y de actuación, entiendo que esos valores, esas tradiciones y esas formas no pueden ser pensados por fuera de los distintos contextos socio-históricos pero no solo en el sentido de que esos contextos representan el escenario sobre el cual la participación política (y la dimensión educativa de la misma) tiene lugar. Sino también en tanto esos contextos (entendidos como variables relaciones de poder que se establecen entre los grupos sociales fundamentales) configuran los límites y las posibilidades de esa práctica política y la circulación, la producción y la apropiación de determinados saberes cotidianos asociados a ella.
Para finalizar esta revisión crítica que he presentado bajo la forma de cuatro supuestos me pregunto si todos ellos no se vinculan con cierta confusión existente en estos trabajos entre categorías sociales, analíticas y conceptos teóricos. De aquí se sigue la dificultad de discernir –cuando leemos estos trabajos– si estamos leyendo: 1) lo que los investigadores y las investigadoras reconstruyen acerca de las prácticas educativas estudiadas –cuando no lo que desean reconstruir de ellas–; 2) la recuperación hecha por los investigadores de categorías pertenecientes a teóricos y teóricas sociales; 3) lo que las personas entrevistadas dicen sobre estas prácticas (lo cual no debería confundirse con lo que efectivamente acontece en la realidad).
Es a partir del reconocimiento de esta suerte de confusión que se vuelve posible vincular gran parte de estos antecedentes a aquellas corrientes de investigación definidas por Menéndez (2010) como exclusivamente centradas en la “perspectiva del actor” y algunas de cuyas características residen en: homologar la realidad a las representaciones que sobre la misma construyen los sujetos estudiados; homogeneizar diversos sujetos sociales tras categorías corporativas (un movimiento social, un género, una comunidad); excluir los procesos estructurales como determinantes o condicionantes del comportamiento de los sujetos. Del mismo modo, puede emparentarse la crítica a estas producciones con la polémica entablada entre Bourdieu, Chamboredon y Passeron (1975) y las posiciones subjetivistas –específicamente con las corrientes fenomenológicas– cuando aquellos proponen “que la vida social debe explicarse no por la concepción que se hacen los que en ella participan si no por las causas profundas que escapan a la conciencia” (p. 34).
Habiendo expuesto hasta aquí una lectura crítica de estos antecedentes quiero señalar que la misma no me exceptúa de reconocer la gran importancia de todos estos trabajos para el campo de las investigaciones educativas: todos ellos han sido investigaciones pioneras sobre experiencias educativas novedosas –como los Bachilleratos Populares– y han configurado un gran avance en materia de aproximación a las crecientes experiencias educativas impulsadas por movimientos y organizaciones sociales de nuestro país y la región. Han sistematizado datos y estadísticas que existían de manera desarticulada hasta el momento y han abierto líneas y equipos de investigación dedicados exclusivamente a estudiar las experiencias educativas de los movimientos y organizaciones sociales. Sin la existencia de estos trabajos –entre los cuales destaco el de Michi (2008) por la profundidad de su estudio– no hubiera sido posible para mí comenzar un debate que siempre entendí como fructífero y que me indicó caminos posibles por los cuales seguir indagando.
Esa preocupación propia confluyó, a su vez, con la de autores como García (2011a, 2011b, 2016, 2018) y López Fittipaldi (2015a, 2015b, 2017), también pertenecientes al campo de la Antropología de la Educación. En el caso del primero de ellos, su investigación se ha centrado en restituir las negociaciones entabladas entre los miembros de una organización que impulsa un Bachillerato Popular y diversos actores estatales, reconstruyendo la penetración implícita de lo estatal (a través de recursos materiales, pero también de imaginarios pedagógicos) en las prácticas educativas desarrolladas por fuera del sistema educativo oficial. López Fittipaldi, por su parte, indaga en un Bachillerato Popular impulsado por un movimiento social en la ciudad de Rosario, analizando las tensiones educativas que configuran la cotidianeidad de esta experiencia y las dimensiones contextuales tanto educativas como políticas que la atraviesan y definen sus particularidades.
Entre los puntos en común de sus producciones y