Desde los años noventa los estudios rotulados bajo la palabra ‘globalización’ tendieron a privilegiar la intensificación del intercambio financiero y comercial ante la apertura postsocialista de los mercados, al aumento de las redes virtuales de comunicación gracias a la informática y las telecomunicaciones, o a la desterritorialización de las industrias culturales y la publicidad. El aumento de los viajes (sin referirme únicamente a la migración laboral) se estudió preferentemente de manera localizada —por ejemplo, las poblaciones indocumentadas originarias de países pobres en los Estados Unidos y en Europa— siendo esto escasamente tratado en su conjunto, y más bien en ámbitos académicos que periodísticos. Quizá se deba menos a la vastedad del tema o a la falta de fuentes que a un persistente optimismo en el progreso de las últimas tres décadas y a la fiebre del consumo desplegada por la publicidad que aumenta el magnetismo de las metrópolis de la modernidad-mundo, pese al conocido desfallecimiento financiero que, al escribir este texto, viven desde el 2008 los Estados Unidos y la Unión Europea. Esta sección propone una relectura teórica del fenómeno del viaje en tanto componente de la globalización, enfocándolo no solo por las dinámicas de diáspora debidas a guerras, búsqueda laboral o desastres naturales, sino más acá de eso, bajo la hipótesis de tratarse de una disposición antropológica elemental y subyacente, pero viva, hacia el movimiento. Esta se enmarca a menudo y hasta hoy en relatos colectivos que consagran ciertos lugares, revistiéndolos de un aura mítica, de una presunta centralidad o de cualidades benéficas que poseen, independientemente de su plausibilidad. Actualmente la necesidad material o la aspiración a ‘salir adelante’ impulsa gente hacia Nueva York, Toronto o Milán, pero el fervor religioso de los peregrinos de ayer y hoy los sigue llevando a Jerusalén, La Meca, Roma y Benares, sin olvidar Santiago de Compostela y el santuario del Señor de Qoyllur Riti en la región del Cusco. La exclusión de varias zonas del mundo del auge comercial y financiero neoliberal y un desmedido optimismo en torno al progreso favorecieron los desplazamientos masivos transnacionales, en confluencia tanto con la búsqueda de experiencias y encuentros que el turismo promueve industrialmente, como con los viajes por trabajo en general y la supervivencia de algunos peregrinajes.
No basta entonces con afirmar que los flujos migratorios y el encanto del llegar, ver y pisar sitios soñados y remotos constituyen hoy una mezcla heteróclita de tradición y modernidad. Las ciencias sociales mantuvieron relegado el estudio del turismo (Cousin y Réau 2009) y enfatizaron en cambio el de la movilidad laboral, sin tender puentes entre uno y otro, esquivando el hecho de que un fenómeno y el otro, pese a sus diferencias, obedecen al mismo principio de la alta itinerancia contemporánea. Y más allá de lo antropológico está la razón técnica. Comentando cierto reduccionismo que cantona la tecnología a lo puramente instrumental y utilitario, ajeno a la ‘verdad filosófica’, Jesús Martín-Barbero ha hecho una relectura de Husserl y Heidegger a la que es interesante referirse. Si el primero de estos filósofos lamenta la «ceguera eidética» del saber técnico, reconoce sin embargo que este es «[…] el modo de lo simbólico que caracteriza a la modernidad», mientras su discípulo Heidegger encuentra que «[…] la técnica es un modo de develamiento, un modo de desocultación» (2004: 25-26). Según esa perspectiva el avance tecnológico devela otras culturas del espacio y del tiempo, por lo cual ni debe naturalizarse al localismo viendo algo aberrante en la itinerancia, ni tampoco debe esencializarse el contenido de las tradiciones, que en vez de permanecer inmutables van reelaborándose. Es indispensable por ello comenzar revisando cómo el avance histórico de la técnica nunca dejó de estar en el corazón de la experiencia del espacio y el tiempo.
Tiempo y espacio en el progreso de la técnica
Frente a una actividad social establecida casi generalizadamente por la contigüidad física, aumentaron, por necesidad, los desplazamientos a lugares distantes del locus del individuo preindustrial (aunque ciertamente estos datasen de tiempos inmemoriales por razones de quehacer agrario o pecuario, o debido a las guerras, así como por los largos trayectos de los peregrinos y los mercaderes). Sin embargo, eran siempre prácticas establecidas por contigüidad física, frente a frente. Subyacía a ello, aunque fuese indistinguible, la simultaneidad de aquello que ocurría en ese ámbito de lo contiguo, pues la interacción (simultánea) sin contigüidad física era prácticamente inconcebible hasta mediados del siglo XIX, salvo para aquellos privilegiados que conocían y accedían directamente a los servicios del telégrafo y posteriormente del cable submarino.2 Si la creación, en ese entonces, de esos dispositivos para interactuar en contigüidad no física, sino virtual, revolucionó el uso del espacio pues contribuyó al aumento exponencial de la movilidad humana, esto no fue teorizado por las ciencias sociales hasta el siglo XX, quedando hoy aún un trecho por recorrer. Por ello resulta indispensable referirse aunque sea someramente a la evolución y rupturas de ese campo conceptual, tan ligado a la técnica y a la historia social.
Luego de haber sido materia de reflexión dogmática en el cristianismo antiguo y medieval, tiempo y espacio dejaron de ser pensados teleológicamente a partir del avance científico renacentista. Si Newton sentó las bases mecanicistas de la física moderna al postular un espacio inmóvil, continuo e idéntico a sí mismo, y un tiempo que fluye con independencia respecto a toda trascendencia religiosa, su contemporáneo Leibniz opuso a ese espacio/tiempo mecanicista otra concepción, una relacional, definida por la secuenciación u ordenación de momentos, así como de posiciones y movimientos correlativos de los cuerpos (en la acepción de la ciencia física). Para pensarse, tiempo y espacio necesitan del ‘antes’ o del ‘después’ en que transcurren y del ‘aquí’ o el ‘allá’ en el que se ubican, —valga decir de agentes de referencia— y se hacen inteligibles como sistemas de magnitudes. En el imaginario leibniziano de fines del siglo XVII hay mapas, globos terráqueos y cartas náuticas de navegación, que están ya lejos de los temidos abismos de la Tierra plana bíblica, mientras el tiempo de los hombres y la Historia desanuda su atadura agustiniana al tiempo de Dios y la eternidad. Se sitúa en las décadas culminantes de un avance de siglos de usos innovadores del agua, el viento y la madera, en el cual
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