También durante el siglo XIX, en los medios filosóficos, hubo una especial atención sobre el futuro de la sociedad (Étienne Cabet, Augusto Comte, Herbert Spencer, entre otros), por lo que se esperó con ansiedad la llegada del nuevo siglo. Incluso el arte quiso participar de esta esperanza. Así, a poco de comenzar el siglo XX, apareció primero en Italia (1909) el movimiento del «futurismo» liderado por Filippo Tommaso Marinetti, que luego se difundió por Europa y después por todo el mundo, y que alcanzó notoriedad en la pintura, escultura, arquitectura y hasta en la literatura.2
Pero la esperanza con que comenzó el siglo XX terminó con los primeros disparos de la Primera Guerra Mundial. Cuando esos disparos dejaron de sonar, el horror vivido en los campos de batalla fue tan grande que el principal interés de las sociedades victoriosas fue simplemente vivir. Así nacieron los «maravillosos años veinte», donde el paradigma imperante era festejar el estar vivo como si el mundo fuera a acabarse en cualquier momento, y no hubo mayor interés en pensar en el futuro. El presente era el único horizonte que importaba a la gran mayoría, incluso a los políticos y líderes empresariales.
Pero no todo fue pensamiento de corto plazo. Tal como lo señala Arie de Geus (2004), el primer intento de pensar sistemáticamente en el largo plazo en el mundo de los negocios ocurrió en 1923, en Praga, que dio inicio a la American Management Association y al Harvard Business Review. El primer enfoque que se planteó fue ligar el planeamiento de largo plazo con la contabilidad, siendo los primeros productos los estados financieros proyectados (a uno o hasta a tres años por delante). Aun hoy, para muchas empresas hablar del futuro de la organización es referirse básicamente a la proyección de los estados financieros de los próximos años, como si todas las variables, tanto internas como externas, pudieran mantenerse ceteris paribus.
Este impulso inicial quedó abruptamente paralizado el nefasto «martes negro», el 29 de octubre de 1929, cuando la Bolsa de Nueva York se desplomó, sumiendo al mundo en una depresión económica y cuyo descontento generado fue el inicio de los acontecimientos que llevaron al mundo nuevamente a una guerra mundial, solo diez años después.
Sin embargo, los años de la Gran Depresión no fueron un tiempo perdido para el pensamiento sobre el futuro, porque sirvieron para que algunos científicos sociales, liderados por William F. Ogburn (1933), intentasen fusionar la investigación estadística con el pronóstico (forecasting), habiendo incluso preparado un documento pionero, Technological trends and national policy, en 1937, para el Congreso de Estados Unidos.
Si bien la Segunda Guerra Mundial significó en muchos aspectos un freno a la creciente preocupación por el futuro, no ocurrió lo mismo en la Alemania nazi, donde un grupo de filósofos germanos trató de construir una nueva ciencia a la que denominaron «futurología», con la que pensaban encontrar la lógica del futuro. Paradójicamente, el profesor Ossip K. Flechtheim, quien acuñó el término, tuvo que dejar Alemania por sus raíces judías y planteó la mayor parte de la base conceptual de su idea en los Estados Unidos, como profesor de las universidades de Columbia (Nueva York) y Atlanta (Georgia).
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, vino el interés de las grandes potencias así como de las grandes corporaciones por tratar de identificar las principales variables que generarían los cambios del futuro, motivados sobre todo por el temor a una nueva confrontación mundial producto de la Guerra Fría.
Así, en Francia, un importante grupo de intelectuales preocupados por la reconstrucción de su país comenzaron a establecer las bases de lo que posteriormente se convertiría en la disciplina científica de la prospectiva. Los filósofos Gastón Berger, mediante su revista Prospective (1957) y su Centro Internacional de Prospectiva, y Bertrand de Jouvenel, a través de la Sociedad Futuribles, son considerados los padres de la prospectiva, al haber sido los primeros en identificar los conceptos básicos de una ciencia que estudiara seriamente el futuro, fundada con un enfoque netamente «voluntarista», es decir, basado en el concepto clave de que el futuro predeterminado no existe. Ni siquiera la temprana muerte de Gastón Berger en un accidente automovilístico (1960) pudo detener el crecimiento de la prospectiva en Francia y después en el resto del mundo.
En Estados Unidos, dos corrientes comenzaron a aparecer inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, un grupo de empresarios apoyó la creación del Instituto de Investigaciones de la Universidad de Stanford (SRI, por sus siglas en inglés) en Menlo Park (California) con el propósito de desarrollar pronósticos sobre el futuro. Por otro lado, un grupo de pensadores y militares, apoyados por la Fundación Ford, formaron la Rand Corporation (1948), enfocados principalmente en la defensa del territorio norteamericano ante el peligro de una guerra nuclear. Ambos grupos se constituyeron en los think-tanks más importantes de la Guerra Fría.
Posteriormente, un grupo importante de pensadores sobre el futuro se desprende de la Rand, liderados por Herman Kahn, Max Cantor y Oscar Ruebhausen, y forman en 1961 el Hudson Institute, donde desarrollaron una serie de técnicas de pronóstico tecnológico y no tecnológico, que aplicaron para diseñar escenarios para el año 2000, sentando las bases del forecasting norteamericano, que en aquel momento aún se llamaba «futurología», o también «futurística», de enfoque netamente determinista. Un hito importante que no debe olvidarse es el papel jugado en los años sesenta por la New School for Social Research fundada en 1919 en Nueva York, donde en 1966 se dictó el primer curso universitario dedicado enteramente al futuro, siendo el profesor responsable nada menos que Alvin Toffler.
Mientras tanto, en el Reino Unido los filósofos anglosajones intentaron encontrar una tercera vía entre el forecasting americano determinista y la prospectiva francesa, netamente voluntarista. En 1968 se crea la revista Futures y se inicia un proceso serio de discusión académica, donde juega un papel fundamental la Science Policy Research Unit (SPRU) de la Universidad de Sussex fundada en 1966. Inicialmente, el análisis del futuro tuvo poco apoyo gubernamental en el Reino Unido, aunque eso tímidamente cambió con el establecimiento del Central Policy Review Staff a principios de los años setenta (Georghiou et al. 2008). Los primeros trabajos ingleses estuvieron ligados con un análisis crítico del estudio Los límites del crecimiento del Club de Roma (1972), en los cuales se refutaba el enfoque catastrofista del estudio al no haber evaluado el potencial de la ciencia y tecnología como medios para mejorar significativamente la calidad de vida de la población mundial. Así va naciendo, poco a poco, el enfoque del Technology foresight, primero con una fuerte presencia de la tecnología como principal fuerza generadora de futuro, y que en los siguientes años fue incorporando una concepción mucho más holística de la construcción del futuro, transformándose en lo que hoy conocemos simplemente como foresight.
Este proceso de desarrollo del marco conceptual no se ha detenido hasta el presente. Así como de la prospectiva científica clásica se desprendió la prospectiva estratégica —enfoque desarrollado por Michel Godet desde 1987 y que ha tenido mucha repercusión en el posterior empleo de la prospectiva como herramienta de planeamiento en el mundo entero— del foresight clásico se han desarrollado enfoques mucho más específicos, como el foresight regional o territorial, y el corporate foresight o foresight empresarial. Justamente, el espíritu de este manual es concentrarse en el corporate foresight para ayudar a las empresas, independientemente de su tamaño o sector, a emplear el análisis de futuros para reforzar su capacidad de planeamiento, y por ende mejorar su competitividad.
No podemos dejar de mencionar en este breve resumen de la evolución del pensamiento sobre el futuro, el enfoque de la previsión humana y social