Por supuesto que este tipo de traspasos de la palabra hablada a la escrita tiene destacados antecedentes. Pensemos en dos de los más ilustres: La vida de Samuel Johnson, de Boswell (1791) y Conversaciones con Goethe, de Eckermann (los dos primeros volúmenes publicados en 1836 y el tercero en 1848). Sin embargo, esos libros son las transcripciones de los diálogos que sus autores sostuvieron con sus maestros, hechas al finalizar un día de laboriosos intercambios. Lo mismo sucedió con un libro mucho más cercano para nosotros en el tiempo: Borges, de Adolfo Bioy Casares, en donde el autor de La invención de Morel transcribió los diálogos con su maestro y amigo también al finalizar el día y de un modo que sacaba provecho de los recursos del estilo indirecto libre. Para encontrar un verdadero antecedente del libro que el lector tiene ahora en sus manos, no tenemos más remedio que pensar en otro cuya autoría es del mismo Pedro Lastra: las Conversaciones con Enrique Lihn, publicado originalmente en 1980 y con reediciones ampliadas en 1990, 2009, 2014 y 2021. Fue en aquel libro que Lastra dio por primera vez con ese verdadero género literario que es la conversación escrita, creando, de paso, una imagen de Lihn que perdura entre nosotros y que ha sido formativa para muchos: la del poeta de los desplazamientos que, bajo el alero de lo que él llamo “poesía situada”, va posicionándose como autor de una obra proteica en el centro dinámico de un lenguaje que acumula los “residuos de la memoria”, como el mismo Lihn señaló, no con el afán de construir un yo unívoco sino múltiple, gozosamente perdido en los paisajes urbanos que ejercen sobre él una fascinación casi infinita. Lastra y Lihn, reunidos en numerosas ocasiones y lugares, fueron conversando/escribiendo esos diálogos, creando para sí mismos y para nosotros un antecedente literario que todavía debemos aquilatar. Propongo, entonces, que veamos las conversaciones aquí reunidas como una extensión de ese género practicado con eficacia por Lastra al conversar con Lihn. Las mismas reflexiones que encontramos en los ensayos de nuestro autor las vemos acá, las mismas exploraciones de los temas que lo obsesionan y que dan origen a sus poemas, pero con una diferencia: que en las conversaciones los argumentos obedecen a un riguroso intercambio de opiniones, y no, como en los ensayos, a la persuasión, que en Lastra es también, por supuesto, en extremo rigurosa.
Si, como dijo el poeta portugués Alberto Lacerda en un texto dedicado a Jorge Guillén, “conversar es divino”, en Pedro Lastra esa divinidad humana de la conversación ha encontrado una de sus expresiones más altas en nuestras letras. Celebremos entonces estos diálogos, que han inventado para nosotros un género literario casi inimitable del que todavía tenemos mucho que aprender.
Marcelo Pellegrini*
Las luengas peregrinaciones, ¿hacen a los hombres discretos?
Enrique Lihn
—Llega el momento en que, después de una semioculta estadía en este país, pareces estar con el pie en el estribo, listo para retomar tu trabajo en la Universidad de New York, en Stony Brook. Bueno sería que hicieras un balance de tu permanencia aquí. Empecemos por lo más obvio y lo más difícil. ¿En qué sentido dirías tú que ha cambiado el panorama cultural de Chile en los últimos años?
—Semioculta estadía, dices tú, y ahora veo que fue así, tal vez porque el medio propicia estos y otros ocultamientos. No es que uno tenga interés en ocultarse; lo que pasa es que no se dan las condiciones para ser visto: ¿Dónde y para qué? Seguramente estoy contestando a tu pregunta en forma indirecta.
—Sí: me parece que esa es una respuesta suficiente. Olvidemos la comunicación en el dominio privado; me consta que has recibido la visita de los pocos amigos de otro tiempo que todavía viven en Chile, y también la de quienes, a título personal, se mueven por entre las líneas fronterizas de la nueva cartografía. En Utopía la Universidad, en tanto «alma mater», recibiría a sus hijuelos peregrinos, aunque más no fuera para preguntarles cómo les ha ido por el mundo. Aquí, como si nada. ¿O es que ya no tienes conocidos en la Universidad?
—Uno que otro. Por ejemplo, he visitado a menudo a uno de mis maestros, don Antonio Doddis; pero él es la única presencia que me remite a la Universidad por donde circulé como Pedro por su casa durante diecisiete años, como estudiante y luego como profesor e investigador.
—¿Qué diferenciaba esos tiempos de estos?
—Eran los tiempos del diálogo, y si ahora puedo hacer algo de algún interés, profesionalmente, lo debo a esos fervores y libertades que permitían y estimulaban la confrontación de todo con todo, desde el minucioso rastreo bibliográfico hasta las divergencias en la interpretación, siempre tan productivas, como se sabe. Y esto, porque es consustancial al trabajo cultural el reconocimiento del otro en su alteridad, lo que implica la aceptación activa de las diferencias. La Universidad es el lugar donde se producen ideas y no hay otra manera de producirlas si no es mediante esa dinámica que puede entenderse como la suma de los principios y de las leyes del diálogo. Mis extrañezas presentes se explican entonces porque yo vengo de aquellas lejanías, que por suerte recupero parcialmente en mi sitio actual de trabajo.
—Sí, yo mismo enseñé episódicamente en U.S.A. En 1976 me desplazaba desde la isla de Balboa hasta el campus de la Universidad de California en Irvine, en un bus donde los jóvenes herederos de los discípulos de Marcuse leían a Marx. En ese país, pues, los universitarios que no insisten en desmandarse pueden pensarlo todo y se entiende que esa libertad no pone en peligro el sistema, no es un lujo ni un trabajo clandestino. Hay algo problemático, por otra parte, en el hecho de que el investigador y el creador latinoamericanos encuentren finalmente en los Estados Unidos el reconocimiento que merecen, el sueldo apropiado y los materiales necesarios para su investigación. ¿No lo piensas así?
—Es problemático porque pone en evidencia la precariedad latinoamericana y porque es una situación que suele enajenar a las mismas personas que estarían en condiciones óptimas para contribuir a la superación de esa precariedad. ¿Pero cómo ignorar que esta lástima se origina y se perpetúa por una aberración del orden y el predominio de la irracionalidad? Es algo de lo que hemos hablado más de una vez, aquí y allá.
—Latinoamérica produce de todo en el campo profesional, desde el maestro Chasquilla hasta el más sofisticado discípulo de Einstein, pero no puede consumir lo que produce en materia de artes y oficios, o en otros casos no quiere hacerlo. A esto se le llama «fuga de cerebros» cuando se pone el acento en el agente exterior —el imperialismo—; pero desde ese punto de vista se olvida que esta anomalía tiene también poderosos agentes internos. Dicho de otro modo: las circunstancias exteriores son ocasiones y no única y exclusivamente causas. Me