Historias imaginadas
¡Vamos a ver nidos!
(Pinturas de: Mª Carmen Jiménez)
—Buenas tardes, amigos todos ustedes de los animales, en especial de las aves. Gracias por venir a este Simposio organizado por la Asociación en Defensa de las Aves. Dicho esto, cedo la palabra a nuestro presidente Don Adolfo.
—Bienvenidos todos ustedes, que, aunque no han venido tantos como para llenar la sala, pero con los tiempos que corren, ya sois dignos de alabanza los que aquí estáis. Ahora, si me lo permitir paso a informaros de los últimos resultados de los objetivos que nos propusimos el año pasado.
El presidente continúa su charla, y al finalizar, en ruegos y preguntas, un asistente preguntó:
—¿Usted siempre tuvo amor a los animales y en concreto a las aves? Vamos, desde niño.
—Puede decirse que sí, aunque con matices. Mire, ahora que me pregunta eso, voy a contarle lo que me pasó en una etapa de mi vida cuando iba a la ESO.
Y comenzó a relatar una especie de anécdota hasta ahora inédita:
—Bueno niños. Al patio que es la hora del recreo. Y vosotros la pandilla de Adolfito, los amantes de los pájaros, a ver si no la liais como ayer.
—No, señorita. —Dijeron los cuatro a la vez.
Ya en el patio, los cuatro amiguetes se fueron a un rincón, y:
—Esta tarde, cuando salgamos nos vamos directos a la dehesa, y ya veréis la cantidad de pájaros que vamos a ver.
—Pues yo me llevaré los gemelos de mi hermano que son de mucho aumento. —Añadió Genaro.
—Si, pero nos volvemos antes de que anochezca, que como vuelva de noche a casa, se me cae el pelo de las tortas que me pega mi padre. —Dijo Jerómín.
—Claro hombre, de noche no vemos tres en un burro y como nos metamos en una zanja, la cagamos. —Aseveró Joseito.
—Además, tengo la intención de subirme al álamo que está junto al arroyo y a la cabaña, para ver si veo el nido de aquel petirrojo que cantaba el otro día.
—Jope, ese álamo es tela de peligroso. Yo no lo haría.
—Eso eres tú, pero yo si.
En fin, en esos términos se desarrolló la conversación que duró hasta que llamaron otra vez a clase.
Ya al medio día, después de comer y antes de salir para la escuela, la madre de Adolfito le dijo:
—Esta tarde te vienes directo del colegio. No quiero que te vayas con tus amiguitos de andanzas por la alameda. ¡Estamos!
—Si mamá.
—A ver si es verdad. Pues como no te vengas directo, tu padre te lo hará saber para que no se te olvide.
—Adiós mamá hasta luego.
—Adiós hijo.
Una vez que salieron de la escuela, la pandilla se va corriendo a la dehesa, y:
—Mira, mira, que petirrojo hay allí sobre el árbol de la derecha. —Dijo Jeromín entusiasmado.
—Ya lo veo, es precioso. —Le respondió Genaro.
—Pero no veo otro, ¿estará solo?
—¡Qué va! Siempre tiene pareja —Gritaron los otros tres.
—¡Bah! Eso no tiene importancia. A ver si eres capaz de subir al chopo ese y ver cuantos huevos hay en el nido. —Dijo Adolfito a Jeromín.
—Ya verás como sí.
—Quita, quita, si no sabes ni como empezar a gatear árbol arriba. Mira así se hace. —Y Adolfito, como niño diestro en eso de subir a los árboles, no en vano le enseñó su hermano mayor, alcanzó la rama junto a la que soportaba el nido, y lo vio.
—¡Cuidado que se parte la rama donde estás!
—Ay, ay, que me caigo.
Y se partió la rama donde se encaramó Adolfito y cayó al suelo el chaval, mejor dicho, sobre unas zarzas que amortiguaron la caída, pero se llevó una buena colección de arañazos.
—¿Puedes andar? ¿Tienes sangre?
—No, estoy bien. Mira, ya me levanto. —Respondió Adolfito doliéndose del porrazo.
—¿Y el nido lo pudiste ver? —Preguntó Joseíto.
—Si, pero apenas. Pero mañana vendremos y lo haremos más seguro.
—¡Vale! —Respondieron los tres compinches restantes de la pandilla.
Tan pronto apareció Adolfito por la puerta de su casa, su madre al verlo exclamó:
—Mira so sinvergüenza. Ese es el caso que me haces. Ahí tienes a tu padre que te está esperando.
P—ero tu quién te crees que eres. Que vas a hacer lo que quieras y no haces caso de lo que te dice tu madre. Muy bien empleado con la caída que has tenido, te lo tienes merecido por mucho que te gusten los pájaros.
—Papá ya no iré más a la dehesa. Te lo prometo.
—Ya no me fio de tus promesas, así que para que te acuerdes, todo este mes te quedas sin paga, sin móvil y de vuelta a casa directo desde el colegio. Ah, y esta noche no cenas.
—¡Papá!.
—Ni papa, ni popo. A tu cuarto, y no salgas como no sea para ir al retrete. A ver si esta vez haces caso.
Adolfito se fue refunfuñando a su cuarto después de que su madre le curara los arañazos que se hizo al caer. Y allí en su dormitorio cogió un libro, que por cierto apenas leyó y se acostó.
—Adiós mamá, me voy a la escuela, que hoy he desayunado doble ración.
—Adiós hijo.
En la entrada de la escuela, la pandilla se junta y acuerdan no entrar en clase e irse a la dehesa.
—Qué ¿nos vamos y vendremos a clase después del recreo? —Dijo Genaro.
—Vale. Vamos antes de que se den cuenta los demás y se chiven.
—¿Entonces vas intentar otra vez llegar al nido? —Continuó preguntando Jeromín.
—Si. Y esta vez verás como veo bien ese fantástico nido, que por cierto creo que tenía solo un huevo.
—¿Y cómo lo vas a conseguir? —Hizo Joseito la última pregunta antes de salir corriendo.
—Pues muy fácil, imitando a los monos gibones, que se balancean y saltan de rama en rama.
—¡Uf! Vaya leñazo que te vas a pegar. —acabó la conversación Genaro.
Ya en la dehesa, Adolfito dispuesto a subir al árbol, les dice a sus compinches:
—Espera, mira el petirrojo antes de que eche a volar.
—Tela marinera, es bonito con gana. Bueno, mirar y aprender, ahí voy. —Y se sube al chopo gateando como un verdadero mono gibón.
—Fijaos como salto de esta rama a la del nido. —Se tira con los brazos extendidos, pero no llega a poder cogerse a la otra rama, y como consecuencia, se cayó al suelo. Y esta vez no sobre una zarza, sino sobre la tierra pura y dura.
—Adolfito, Adolfito, ¿nos oyes? ¿estás bien? —Preguntaron a la vez los tres amigos.
—Adolfito, ¿nos oyes? —Y como seguía inconsciente, dijo Genaro.
—Rápido