Al centrar mi atención esa zona se fue abriendo y tuve la sensación de respirar algo muy fresco, mentolado, que curiosamente solo sentía en esa zona, como si mi respiración se produjera única y exclusivamente desde la garganta y no desde la boca o nariz. Al liberar esa tensión noté cómo se liberaba la que mantenía en pecho, hombros y parte posterior del cuello, como si todo el conjunto estuviera unido entre sí. Mis vértebras sonaron como unas castañuelas tras cada inhalación y exhalación, recolocándose en su sitio.
Relajado ante aquellas sensaciones, de mi cabeza brotó un zumbido cuya vibración aumentó hasta que en mis oídos escuché un agudísimo pitido, tuve entonces la sensación de que mi cuerpo áurico se había sellado completamente. En medio de esa vibración surgieron unos sonidos que captaron por entero mi atención, eran los que aparecían de la mano de don Pedro al tocar su guitarra. La ayahuasca nuevamente se desplegaba en toda su amplitud danzando al son de la mágica guitarra. Se produjo un profundo silencio interior y mi atención se centró exclusivamente en la belleza de las notas. Yo, con cinco años, contemplaba extasiado la hermosura del sonido y cómo las manos maestras de don Pedro acariciaban las cuerdas. Me podía ver a mí mismo de pequeño, de espaldas, justo delante de don Pedro; podía sentir lo que yo sentía a esa edad. Era una visión tan sencilla y plena que entendí por qué los niños se quedan extasiados con cualquier cosa. Ahora yo era ese niño y mi plenitud no tenía fin. No existía nada más en el mundo ni en mí mismo que el sonido de aquellas notas. Las contemplaba desde un estado tan inocente y lleno de ilusión que parecían darme la vida y el sentido completo de mi existencia.
El silencio absoluto acompañaba aquella contemplación, un silencio tan profundo y pacífico que la mente pensante y racional parecía no haber existido nunca. Hacía tanto que no era capaz de sentir de aquella forma que perdí la noción del tiempo embriagado en el sentir del hermoso niño que un día fui.
No sé el tiempo que transcurrió cuando don Pedro dejó la guitarra para volver a sus silbidos rítmicos. De la profundidad de ese silencio que observaba y sentía, emergieron letras que se ordenaron en líneas para constituir páginas. Las letras, mecanografiadas en negro sobre fondo blanco, empezaron a unirse con las de otras páginas, creando un conjunto extraño e indivisible. No construían algo convencional, sino algo más complejo y profundo, algo que se podría interpretar con lo que debe de ser un libro en cuarta dimensión.
Una voz de mi interior dijo: «Así debe ser». Entendí de pronto que todo ese saber que se me ofreció debía expresarse por escrito en un libro, uno que debería intentar plasmar esa peculiaridad, esa conexión entre todas sus partes no de una forma puramente lineal, sino esférica. Aunque la imagen era muy hermosa, en el fondo yo no tenía nada claro ser capaz de hacerlo.
De mi interior surgió la necesidad de poner mis manos sobre la barriga, apareciendo una sincera y honesta súplica, un ruego a la abuelita ayahuasca para que por favor me acompañara y ayudara en la creación de aquella labor que tanto respeto me causaba. Inseguro ante su respuesta, noté cómo poco a poco volvía a replegarse dentro de mí para mantener una posición de quietud. No sabía bien qué significaba aquello, aunque sí me di cuenta de que no había vomitado aún, con lo que su esencia seguía dentro. Sentí cómo algo se desintegraba en mi interior en una especie de calor agradable pero muy distinto al anterior, extendiéndose por el cuerpo al tiempo que un grato escalofrío.
A pesar de ello era consciente del enorme poder que tenía la ayahuasca y solo el tiempo diría si accedería a mi súplica. Supongo que por entonces solo decidió permanecer dentro de mí para, con posterioridad, según mis actos y actitud, acabar ayudándome o no.
Me sentí profundamente honrado de que su sabiduría continuara conmigo más allá de la espesura de la selva, si ese fuera el caso. Sin duda, sería un gran regalo, pensé a medida que me invadía un profundo sueño.
Como un niño conocedor de su futuro me dejé caer en los brazos del destino para dormirme con los cánticos de las estrellas.
Capítulo 16
Fin de trabajo
Por los tonos rojizos y anaranjados del sol entre los árboles, deduje que hacía poco que amaneció. Un agradable olor me había despertado. Lo reconocí inmediatamente, el inconfundible aroma de palomitas de maíz recién hechas. Inés nos entregaba un plato hondo lleno de blancas y apetitosas palomitas recién sacadas de la sartén. Mis pupilas se dilataron al tiempo que mi boca salivó abruptamente. Don Pedro, al observar que todos estábamos despiertos, dijo:
—Hemos finalizado el ayuno y para romperlo lo haremos con la sal que aportan estas palomitas. Tomar este alimento preparará el organismo para el regreso a la cotidianidad. Fueron trece días muy duros y ahora el retorno debe ser gradual. Os recuerdo que para ello tenéis que manteneros sin tomar estimulantes, carne roja, cerdo, ni comidas muy especiadas o fuertes durante otros diez días. Esto permitirá que todo lo vivenciado en estos trabajos quede bien sellado e integrado en cada uno. De no ser así, todo podría quedar en una bruma parecida a la de un sueño, perdiendo su sentido y trascendencia. Podéis empezar cuando queráis, que aprovechéis.
Por fin llegó ante de mí el maravilloso manjar. Cogí una palomita y la miré como si fuera algo único, increíble, inimaginable. Hacía unas horas una imagen como esa hubiera parecido tan distante y lejana como una estrella del firmamento y ahora la tenía delante, después de tantos días sin comer nada y con ese olor tan delicioso. Abrí la boca como si fuera a degustar algo sagrado y, al rozar mi lengua uno de los puntos de sal, se produjo en todo mi tejido corporal una ligera descarga eléctrica que me erizó el vello. El sabor y la esponjosidad de la pequeña y blanca palomita explotó en mi paladar produciéndome una hermosa sensación, casi orgásmica. Mastiqué y saboreé con tanta lentitud que podría decirse que en el mundo no había nada más importante que aquel simple acto. Mis dedos no tardaron en coger delicadamente otra palomita para repetir ese éxtasis.
María empezó a traer a cada uno una botella de agua para acompañar la experiencia. Todos comimos felizmente tal que niños al alegre crujir de las sabrosas palomitas. Ante mi sorpresa, no tardé en sentirme saciado. Si tenía presente lo poco ingerido durante aquellos días, mi estómago no debía de ser mucho mayor del tamaño de una pelota de tenis. Noté cómo la sal se expandía por mi cuerpo, fortaleciéndolo al tiempo que la realidad material y física que me rodeaba tomaba más fuerza e intensidad. Todo aquel mundo sutil se desvanecía como si nunca hubiera existido.
—Cuando lo creáis oportuno, podéis dirigiros a vuestro tambo, recoged las cosas y, cuando acabéis, volved de nuevo aquí —dijo don Pedro.
No sé si por la sal o por la alegría tras haber finalizado el periplo que, al levantarme, mi debilidad era mucho más tenue. Por no molestar más a Isabel, le indiqué que no hacía falta que me acompañase. Quizá me precipité en esa decisión, ya que me costó un buen esfuerzo subir la resbaladiza cuestecita. Aun así, mi mirada se desplazaba de lado a lado, observando con atención todas las plantas y árboles que bordeaban el caminito, en lo que podría definirse como una mirada de despedida y agradecimiento. Sabía que ya nunca más regresaría a aquel lugar y aunque en determinados momentos detesté estar allí, ahora sentía una profunda nostalgia al tener que abandonar semejante rincón del mundo.
Me sentía formar parte de la verde espesura y sus seres. Algo había cambiado muy dentro de mí y me di cuenta de que parte de ese mundo siempre me acompañaría a lo largo de la vida, estuviera donde estuviese.
La tarántula, estática en medio del camino, parecía esperar mi llegada para, lentamente, despedirse hacia su agujero en la base del árbol y regresar a su realidad tan distinta de la mía.
De forma inesperada encontré encima de la mesa la mochila completamente limpia, así como toda la ropa que había en su interior. También estaban