La mirada oscura del guerrero cayó sobre Javier con la fuerza de un puño, cargada de reproches, y su respuesta le dejó más frío que una ducha helada. Pensó que le debía una disculpa o, siquiera, una reparación. Después de todo, intentaba ayudarles. Sin embargo, no tuvo la oportunidad porque el errante reanudó la persecución por la huella abierta en la montaña. Y Javier volvió a experimentar en su propia carne lo que significaba para Miles perseguir a alguien sin tregua.
De nuevo le condujo a un ritmo infernal, sin apiadarse de él, con la pericia del rastreador experimentado. Tuvieron que escalar taludes, cruzar por encima de un barranco haciendo equilibrios sobre un puente de troncos carcomidos, vadear arroyos de agua helada o correr como atletas a través del monte, hasta que al muchacho le faltó el aliento.
En un momento dado, el guerrero le advirtió:
—¡Apresta tu espada! Tenemos compañía… —Sin parar de correr, sacó su hacha con la mano izquierda y con la derecha desenvainó la espada por encima de su cabeza. Y añadió—: ¡Recuerda lo que te he enseñado!
Javier apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuatro malhechores les salieron al encuentro, saltando desde detrás de unas peñas. Debían estar emboscados allí y se abalanzaron sobre ellos blandiendo hachas y mazas.
El Ad-whar lanzó su hacha contra el más cercano con tal habilidad que la clavó en su pecho y lo derribó. Seguidamente cargó a la carrera contra los otros, sin vacilar, y ordenó a Javier con voz tonante que se colocara a su espalda y se defendiera. El chico no sabía muy bien cómo, pero, a pesar del miedo, intentó cumplir con su parte. Esgrimió su espada con más rabia que valor. La sangre se le había subido a la cabeza y el pulso se le había acelerado. Era su vida lo que estaba en juego, se repetía a sí mismo. ¿Qué había dicho Miles? «No pensar, no tendrás tiempo para pensar», solo debía actuar. Y se encontró intercambiando golpes con furia y revolviéndose, a la sombra de su compañero Ad-whar.
Por suerte, Miles estaba allí. Se movía en círculos, repartiendo estocadas a diestro y siniestro con la espada en una mano y el cuchillo de cazador en la otra. Todo sucedió muy deprisa. De un solo tajo de su espada, cortó la garganta del más corpulento y en el siguiente movimiento detuvo el asalto del segundo atacante sin contemplaciones, sus dos aceros chocaron y a este le lanzó una patada que le hizo perder el equilibrio. A continuación, se giró y arrojó el cuchillo contra el cuarto bandido que se había abalanzado sobre Javier y se lo clavó en el ojo antes de que derribara al chico. El bandido se desplomó, aullando de dolor.
Finalmente, Miles asestó una estocada mortal al tercero de los bandidos, que trastabilló. Una vez más, el Ad-whar no mostró compasión. Le atravesó el pecho. Luego se inclinó hacia él y preguntó:
—¿Quién te paga?
El caído negó con un barboteo ininteligible y una bocanada de sangre salió por su boca antes de desmayarse. El errante terminó la faena rematando a los que agonizaban en el suelo, evitándoles en realidad así un sufrimiento innecesario pues sus heridas eran mortales.
Tras comprobar que ellos dos seguían enteros, el guerrero envainó la espada y recuperó su hacha. Una borrachera de euforia y alivio se apoderó de Javier al ver que aún estaba vivo a pesar de todo. Miles no tardó mucho en bajarle los pies a la tierra, diciendo:
—Quizá encontremos más por el camino. ¡Larguémonos de aquí! —Y reemprendió la marcha con su infernal trote, sin mirar atrás.
Javier respiró hondo y volvió a correr tras sus pasos.
—¿Por qué…? —preguntó mientras lo seguía.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué piensas… que habrá más…? —jadeó.
—Porque alguien nos ha señalado y ahora somos la presa a cazar.
A Javier le invadió el desánimo. El chute de adrenalina le ayudó a mantenerse en pie y correr durante otro par de kilómetros. Pero no pudo ir más lejos. Tenía las baterías muy gastadas.
A la mitad de un repecho empinado, se derrumbó. Le faltaba el aire y sus piernas se negaban a dar otro paso. Cayó con sus rodillas en la tierra y resbaló hasta un matorral que le retuvo y al que se aferró derrotado.
—¡Espera! —llamó entre jadeos. Miles, que llevaba como siempre la delantera, se detuvo pero no retrocedió. El chico explicó sin aliento—: ¡No puedo más...! Necesito... necesito parar...
—No hay tiempo. —El guerrero hablaba con determinación implacable.
—Pero es que yo… no puedo... De verdad que no... no puedo más... —repetía él con un hilo de voz.
Se desplomó de espaldas en el suelo dándose por vencido. Miles volvió a su lado.
—¡Sí que puedes! ¡Si quieres, puedes! —le recriminó, erguido ante él—. Si te lo propones, continuarás adelante. Y cuando estés tan agotado que se te nuble la vista, ¡seguirás caminando, si tu voluntad lo manda así! ¡Créeme!, yo lo sé muy bien.
—Dame unos minutos… —gimió el muchacho, sin fuerzas.
Pero esos minutos podían ser cruciales, la diferencia entre la vida o la muerte para Nika y Finisterre. El errante intentó convencerlo con ese argumento.
Aun así, el chico continuó tendido en el suelo con los ojos cerrados, incapaz de escuchar lo que le decían. Entonces, Miles tomó una decisión fría.
—Está bien. Seguiré adelante solo. Y tú, cuando tengas ánimos, ya me alcanzarás. Iré dejando señales por el camino para que sepas qué dirección he tomado.
Cogió dos palos cortos y unas piedras y los dispuso sobre el suelo. «Dos palos cruzados en aspa significaban camino cortado», dijo con seriedad. Las piedras en pequeños montones mostraban la ruta a seguir. Dos palos dispuestos en uve significaban girar en la dirección que señalaran. Tendría que estar muy atento, para no saltarse ningún hito ni desviarse de la ruta.
Javier le interrumpió, anonadado.
—¡No pensarás abandonarme aquí! —exclamó, saliendo un poco de su desmayo—. No conozco el camino. ¡Me perderé!
—No te perderás si sigues las señales. ¡Hasta un bebé encontraría el camino con solo ver estas marcas! Y tú pronto serás un hombre. —Aún añadió exasperado—: ¡Me pregunto cómo podéis sobrevivir en tu mundo!
No se doblegó a las súplicas del muchacho, ni a sus repetidas protestas.
—La vida de tus amigas puede depender de nuestra rapidez. Y yo no voy a rendirme tan fácilmente
—¡No son mis amigas! —gritó el niño con desesperación. Era una excusa infantil para acallar su conciencia.
—Tal vez no lo sean —respondió con calma el guerrero—. Pero has dicho que querías salvarlas. Si decides algo, cumple tu palabra o de lo contrario no hables.
El chico agachó la cabeza.
—Yo me marcho ahora —advirtió el otro con dureza, sin ablandarse—. Te iré dejando señales como he prometido. Lo que hagas después será cuestión tuya. Adiós.
Javier contempló con incredulidad cómo el errante le daba la espalda y echaba a andar de nuevo.
—¡Aguarda! —pidió con una exasperación cercana a las lágrimas mientras lo veía marcharse—. ¿Es que tú no te rindes nunca?
—¡Nunca! El que se rinde está muerto —fue su respuesta—. La vida no se detiene porque tú te pares, seguirá rodando. ¡Y, si te descuidas mucho, pasará por encima de ti y te aplastará!
La