VOS SOS HUÉRFANO
En cierta oportunidad, con motivo de las visitas, se me ocurre preguntarle a una de las celadoras.
—¿Qué son las visitas?...
—¡Son familiares que vienen a visitar a sus hijos!…
—¿Y por qué a mí no me vienen a visitar?...
Me miró, titubeó un poco, parece que se compadeció de mí y me responde:
—¡Vos sos huérfano!…
—¡Y eso qué es!…
Nuevamente le costaba decírmelo, hasta que se animó…
—¡Los huérfanos no tienen papá, mamá, tías, hermanos, ni ningún familiar que los vengan a visitar y vos no sos el único!…
A pesar de mi corta edad, me quedé pensativo, sin preguntas y sin respuestas.
Ahí comprendí por qué a algunos de nosotros no nos visitaba nadie, pero como ya me había acostumbrado, pues lo tenía incorporado, la cosa quedó así.
LA MÚSICA
Habitualmente en el pabellón sabían pasar música por un parlante enorme que tenían en el patio interno —eran tangos, zambas, chacareras, paso doble y muchos valses vieneses—, los nombres de estos ritmos los supe mucho tiempo después porque a esa edad no tenía ni idea, sólo que me gustaban.
Pero había un ritmo en particular del cual, cada vez que lo pasaban, yo sentía algo extraño en mi ser —eran los valses vieneses—, parecía como que me trasladaba a otro lugar y que yo ya había estado ahí con mucha antelación, era como estar reviviendo Viena (Austria), o algún país europeo. “Danubio azul”, “Ondas del Danubio”, el “Vals de los quince”, y otros, me enamoraba de esa música.
Esa sensación me hacía pensar y sentir que yo venía de otro lado, más precisamente de Europa, que había vivido siempre y que tal vez, por esas cosas del destino, morí durante la Segunda Guerra Mundial, que se estaba desarrollando en Europa y reencarné en un pueblo de la Argentina, justamente en el año 1939, y que yo era huérfano por ese motivo, porque mis padres eran de allá justamente, muchísimos años después me enteré que, en mi árbol genealógico, mis abuelos eran de España.
LA ESTRATEGIA
En el pabellón siempre había tres celadoras que se turnaban para hacer diversas tareas, una se encargaba de cuidarnos, otra de realizar la limpieza general de los dormitorios, baños, pasillos, etc., y la última estaba en el comedor y cocina preparando todo para la comida.
Yo era muy observador y me fijaba mucho en la que hacía la limpieza, cómo barría los pisos, cómo metía un trapo dentro de un balde galvanizado lleno de agua, lo retorcía y después lo pasaba por el piso, en fin, me fijaba en todos los detalles.
Dicen que si te enfrentás a un enemigo, si no lo podés vencer, únete a él.
Una vez se me ocurrió preguntarle si quería que la ayudase en algo, porque honestamente me gustaba hacerlo, me miró sorprendida y me dijo:
—¿Te animás?...
—¡Sííí!…
—Le contesté con fuerza, entonces me dio el cepillo con un trapo de piso ya retorcido y me dijo…
—¡Pasalo de un costado para el otro!…
—Bueno, empecé a hacerlo y claro, era la primera vez que lo hacía, mandaba de un lado para otro el cepillo en forma desordenada, era un “chapucero”, una cosa es ver, mirar y otra muy distinta, hacerlo.
La celadora se avivó y me comprendió, agarró mis brazos y comenzó a guiarlos de un lado para el otro en forma pareja junto con el cepillo y el trapo de piso, lentamente empecé a tomarle la mano a cómo era la cosa, me largó solo y seguí el mismo ritmo hasta que en poco tiempo me puse “canchero”.
¡Aleluya!… ya sabía pasar el trapo de piso en el dormitorio.
Ahora debía aprender a mojar el trapo de piso en el balde con agua y después retorcerlo como lo hacía ella, mientras tanto la celadora no dejaba de observarme, la verdad no me costó demasiado, sólo que no tenía la fuerza para escurrir el agua como ella, ahí me ayudó otra vez, después faltaba la escoba, empezamos por el pasillo, —ahí también fui medio torpe, hay que pensar que tenía alrededor de cinco años y mis brazos no estaban a la altura de las circunstancias.
La cuestión es que en poco tiempo aprendí todos los pasos relacionados para hacer la limpieza del dormitorio, los baños, los pasillos y la escalera.
—¡Qué maravilla!…
—¡Lo estás haciendo muy bien!… me decía ella y yo todo chocho y contento.
Los días fueron pasando y esta celadora empezó a correr la “bola” entre sus compañeras de todo lo que yo sabía hacer y además que era muy voluntarioso.
¡Bueno, para qué!…
Comenzaron a llamarme cada vez que les tocaba hacer la limpieza y, por supuesto, en vez de protestar, yo corría presuroso a colaborar.
¡Uy, cómo les gustaba que lo hiciera! — Porque en cierto modo les aliviaba ese trabajo que para ellas era un “garrón”.
Todas esas tareas, además de novedosas para mí, me agradaban porque en cierto modo rompían con la rutina diaria que yo tenía, lo cual me hacía sentir feliz.
LOS BENEFICIOS
Esa estrategia comenzó a dar sus beneficios, yo ya era mirado de otra manera por las celadoras, por empezar, a la hora de comer, recibía una porción mayor que mis otros compañeros, y siempre la mejor parte, especialmente cuando el menú era más rico que lo habitual.
En el postre siempre me servían el doble de los demás, si por ahí me mandaba una “cagada”, es decir me portaba mal, hacían la vista gorda, tal vez me llamaban la atención y nada más.
Además, en el momento de cambiarnos la ropa personal, elegían la mejor para mí, es decir que no estuviese rota, manchada o algo por el estilo, desde luego, en el caso que me llamasen para “colaborar en la limpieza”, yo no tenía que fallarles.
Pero por supuesto eso me trajo otros beneficios posteriores, es decir, yo hacía la diferencia, se trataba de pasarla lo mejor posible ante una situación en donde el destino me puso sin saber por qué.
LA HERMANA SOR ERNESTA
En el asilo, cada tanto venían a los pabellones unas monjas que nos hablaban de manera muy dulce y agradable, nosotros no estábamos acostumbrados a ese lenguaje tan enternecedor y, además, como si fuera poco, se acercaban y nos acariciaban la cabeza halagando nuestros ojos y demás, también hacíamos juegos infantiles corriendo, saltando y ellas participaban con nosotros muy alegremente.
En nuestro pabellón siempre concurría la misma monja, se llamaba “sor Ernesta”, era alta, gordita y extremadamente buena, se quedaba con nosotros alrededor de dos horas varias veces por semana, todos esperábamos ansiosos que viniera porque nos sentíamos muy a gusto con ella y sus caricias eran infaltables.
—¡Qué bien nos hacía!… acostumbrados a las “palizas de las celadoras”.
Por desgracia, un día nos enteramos que la hermana sor Ernesta había fallecido, no podíamos creerlo, a nuestra edad, todavía no teníamos claro qué significaba eso.
Pero nos llevaron a la capilla y ahí encontramos mucha gente, en el centro vimos un cajón muy lustroso y en su interior estaba ella como dormida plácidamente, pero sin moverse para nada.