UNA GABARDINA AZUL
© Emilio Parra Rubio
© Corrección ortotipográfíca: Álvaro Martín Valcárcel
© de esta edición: Olé Libros, 2021
ISBN: 978-84-18759-40-6
Producción del ePub: booqlab
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KALOSINI, S. L.
Grupo editorial
A los que vuelan sin alas,
a los que nunca miran a otro lado
y a todos aquellos que andan buscando abrigo.
PRÓLOGO
«La vida» no la perdí peleando cuerpo a cuerpo en defensa propia, o luchando contra cientos de adversarios alentado por mis magníficos ideales, ni siquiera fui envenenado o intoxicado por alguno de mis malos hábitos, y tampoco caí electrocutado por algún acto temerario propio de mi inmadurez, de ninguna manera. «La vida», figuradamente dicho, se escabulló entre mis dedos en uno de esos avatares del destino, tan caprichoso... Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos y, por supuesto, sin previo aviso.
Creía que la monotonía que envolvía mi existencia podía llevar adherido algún suceso que la hiciera saltar por los aires, algo bueno que rompiera la tediosa rutina, porque era optimista, siempre lo he sido. Ese exceso de confianza se fue diluyendo poco a poco, y con ello también se esfumó la sensación que tenía de que todo iba a salir bien.
El pesimismo, esa losa que se coloca sobre tus hombros y te aplasta con sutileza hasta dejarte completamente hundido, se apoderaba del día a día como una nube oscura que asoma amenazante por el horizonte. Un cambio en el orden establecido que ni siquiera aún soy capaz de concretar, un insignificante escalón en el camino, un pequeño bache de nada resultó ser más mortífero que el más profundo de los precipicios. De repente, la suerte dejó de acompañarme y se olvidó de mí; ya no me tendía la mano diciéndome: «Vamos, te acompaño». La suerte me dio de lado, algo tuvo que incomodarla para que me ignorara de esa manera tan cruel y descarada. Al final me rendí ante ella convencido de que nada podía ir peor, y sucumbí, sucumbí a su maquiavélico juego de azar, que me hizo sentir como si estuviera en un río embravecido de aguas oscuras, agarrado a un tronco endeble, alejándome cada vez más de la orilla mientras era zarandeado por las turbulencias de la corriente.
Se hace muy difícil mirar atrás con tan poco entusiasmo.
Una vez «muerto», recorro los días recomponiendo mis recuerdos, que cada vez son más confusos, para llegar siempre a la misma conclusión: probablemente los acontecimientos habrían tomado un cariz distinto si hubiera actuado de diferente manera. De nada servía lamentarme cuando en realidad no hice nada por evitarlo, y si lo hice, está claro que lo hice mal.
Qué rápido pasan diez años de condolencia, tan rápido como que ayer ya es hoy y todo sigue igual. Ahora, voy sumando días como un viejo reloj de cuco que permanece colgado de una pared sin ninguna otra función asignada.
Sin embargo, hubo un tiempo en que, a pesar de todo, ahí estabas tú. No sé si lo soñé, pero te recuerdo clavada en mi alma con la claridad que provoca el dolor. Sin todo lo demás, aun sin echarme alimento alguno a la boca, sin vehículo con el que desplazarme, sin casa donde habitar, sin nada en mis manos, hubiera sobrevivido al derrumbe, pero sin ti, sin ti me resultaba imposible.
El peor final para un cuento: te perdí.
Un descuido imperdonable. Te perdí, y lo lamento cada día porque aún soy lo poco que queda de ti, el trozo que acabó tirado en el arcén de aquella carretera.
La otra tarde estuve deambulando por tu guarida al amparo de los cipreses. Pasé la noche entera recordándote, recordándome.
CAPÍTULO 1
El suelo de mármol blanco que recorre el parque de un extremo a otro está frío y duro como el hielo ártico, y el escaso césped que a duras penas sobrevive en esta ciudad, brilla con la humedad característica de la noche otoñal. Lo mejor, dadas las circunstancias, sigue siendo la repintada madera del banco solitario que hay bajo el enorme ficus que se mantiene firme como un gigantesco paraguas que me protegerá de la escarcha. Coloco meticulosamente los cartones que he recogido junto a un contenedor. Con una bolsa de plástico y el viejo jersey que siempre me acompaña improviso una pequeña almohada deforme.
Esta zona del parque está a escasos metros de una ancha avenida por donde, inevitablemente, cada corto tiempo, pasa algún vehículo con su bramido perturbador. Intento acostumbrarme a los sonidos de la noche sin conseguirlo. Debería haber tomado un vaso de leche caliente con miel y un trozo de bizcocho, eso o medio litro de vino. También debería estar acostumbrado, pero en noches como esta, la no ingesta del alcohol suficiente suele pasar factura. Lo peor es pensar en ello; si lo hago, me resulta más difícil aún controlar el impulso de dar un salto y largarme al malecón a mendigar un trago. Por desgracia no tengo muchas más cosas en las que pensar, pero estoy cansado de andar todo el día de un lado para otro.
Los cartones apenas disimulan la dureza de las tablas. Me acomodo ajustando mi cuerpo a la superficie; bocarriba, tapado con una vieja cazadora que me viene grande.
Casi sin querer me quedo en el limbo, ausente, tieso como un palo. Al cabo de un rato recupero el pensamiento lúcido y noto que me espabilo repentinamente. Ha venido a hacerme compañía una racha de aire inoportuna. Giro la cabeza y puedo vislumbrar en la lejanía los centelleantes números verdes tras las hojas del ficus gigante. Son las dos y cuarto de la madrugada. Un soplo de aire fresco, una brisa de esas que parecen amables, pero que sabes que no traerán nada bueno, comienza a colarse sin pedir permiso por las perneras del pantalón. A los cinco minutos algunas hojas secas revolotean a mi lado brindándome una danza desquiciante. El remolino de aire cobra fuerza y el bufido se perpetúa en mis oídos; por si fuera poco, una esquina del cartón comienza a golpearme la cara jaleada por el viento. Sin duda, debo buscar otro emplazamiento donde el aire no me dé la noche. Recojo el finísimo colchón luchando contra el viento impetuoso que se lo quiere llevar, y con los cuatro bártulos que siempre me acompañan, dirijo mis pasos hacia la catedral.
Los soportales que rodean el majestuoso edificio de piedra están mojados, mojados y fríos. Puedo ver en una calle cercana el mismo robot municipal de todas las noches escupiendo chorros de agua espumosa por sus brazos entubados. Me molesta su rutina mecánica y ruidosa, siempre a la misma hora; cuando se supone que todos duermen, él se hace el amo de la inerte ciudad y se mueve por ella sin restricciones. Por el contrario, la catedral transmite esa sensación de cobijo y abrigo tranquilizadora, no entiendo muy bien por qué, pero a mí me pasa. Voy dando bandazos junto a los muros cicatrizados por su historia; a veces he creído escuchar los ecos de la muchedumbre rezando o pidiendo pan bajo el pórtico. Ahora, al pasar junto a la puerta, golpeo con los nudillos la rugosa madera de roble. Por más que llame nadie me abrirá, hay un