Papeleo oficial, elección del modelo de caja mortuoria, ropa, recordatorios, presupuesto, forma de pago, modelo de urna para sus cenizas,…, todo de la mano de un individuo que realizaba su trabajo con una mezcla de frialdad y cortesía que aún daba un sentido más Kafkiano a mis primeros momentos y decisiones sin ella.
En la capilla ardiente fueron pasando las horas y, pésame tras pésame, la sorpresa iba en aumento. ¿Cuántas veces habría yo estrechado la mano y, con toda la buena intención del mundo, había dicho aquellas palabras tan típicas, lógicas y tópicas? De golpe descubría que ninguna de aquellas frases me llegaba lo más mínimo, algunas de ellas incluso me provocaban náuseas.
Nada parecía tener relación con lo que verdaderamente estaba sucediendo, nadie parecía estar a la altura de lo que yo necesitaba en aquellos momentos y que, ciertamente, ni yo mismo sabia reconocer. Era una sensación de no identificación con el lugar, situación, ni personas que iban desfilando una tras otra. Todos aparentemente se mostraban muy afectados, pero me sentía lejos, muy lejos…, en otro mundo, en otra galaxia…
Recuerdo mirar a mí alrededor y sentirme protagonista de algo que no iba conmigo, algo que no podía estar sucediendo. Una película de ficción en la que los actores principales, mi esposa y yo, no deberíamos estar allí ni tan siquiera como espectadores. Incluso aquellos seres tan queridos parecían irreales. Nuestros hijos, mis suegros, mi padre, mis hermanos, nuestros amigos,… ¿Qué hacía yo en un lugar como aquel?
En un momento dado, alguien, sin mediar palabra, se dirigió hacia mí y me abrazó con una ternura muy especial. Fue tal mi reacción que temí por un momento que, en un abrir y cerrar de ojos, se fuera al traste toda mi aparente entereza. Aquel gesto sincero me llenó momentáneamente de un calor indescriptible, burlando todas mis defensas y mostrándome lo falto que de ello estaba todo mi ser. Qué poca utilidad tiene la palabra en aquellos momentos… y cuanto puede llenarte un silencio profundo y cargado de amor y respeto, que no “comprensión”. “Estoy para lo que precises” terminó diciendo al marchar. “Gracias” respondí de corazón, con un ahogador nudo en la garganta, intentando sobreponerme a semejante descarga emotiva.
Más de dos años a su entero cuidado, casi sin salir de casa ni recibir visita alguna, junto a cuatro meses y medio en el hospital, donde nadie parecía haberse dado cuenta de mi existencia, me habían dejado absolutamente seco. Cuanta falta hace en estos casos que algunos profesionales de la salud lleguen a humanizarse un poco más, sabiendo reaccionar considerándote por lo que eres, un ser humano que está a punto de perderlo todo. Alguien que está viendo impotente, día tras día, como la muerte va apoderándose del ser a quién más ama y por quien lo daría todo. En todo ese tiempo sólo en una ocasión, justo la noche antes de fallecer Marta, una enfermera se me había acercado y, poniendo su mano en mí hombro con una ternura que nunca olvidaré, me preguntó si deseaba un café. Nadie puede imaginar lo que aquel simple gesto hizo en mí, creo que ni ella misma era consciente de ello.
Llegó el domingo y, con él, la hora de trasladar sus restos mortales al crematorio. Recuerdo perfectamente la sensación al de ver cómo introducían el féretro en el interior del coche mortuorio. Allí, sentado en mi auto, el espectáculo me era servido en primera fila. Aparcado justo detrás de la portezuela por donde entraban la caja en cuyo interior se encontraba el cuerpo de aquel ser amado, me hallaba yo, mirando... Instantes después les seguía, conduciendo en silencio “nuestro” automóvil, tomando consciencia de que ya nunca más la volvería a ver, ni la vería sentada a mi lado hablando tranquilamente de nuestras cosas.
La visión del féretro a pocos metros de distancia, en cuyo interior se hallaba su cuerpo inerte apartado de mí para siempre, empezó a generar otro nuevo y muy potente sentimiento. Ciertamente aún no acababa de identificarlo pero todo parecía indicar no presagiar demasiados buenos augurios, y yo empezaba a ponerme nervioso de verdad.
Al entrar al crematorio me dirigía, sin saberlo, al momento en que iba a romperme en mil pedazos. Nunca en mi vida había presenciado una ceremonia de cremación. Allí, frente a mí, apareció su ataúd pulcramente colocado delante de la entrada del horno. Abrieron la portezuela y, aterrorizado, vi aquellas dos hileras de llamas esperando. En pocos instantes se cerraba la portezuela metálica y en mi interior se desencadenaba el brusco y violento “despertar a la nueva realidad”, una absurda realidad no querida ni aceptada por mí, pero del todo inevitable e irreversible. Caí con todo mí ser. Me hundí de golpe en un oscuro callejón, rompiéndose cualquier esquema claro que hubiera podido tener hasta aquel preciso instante, y perdiendo todo el significado de mi vida y la vida en general.
Allí empezó un andar solitario, por un mundo absolutamente desconocido y tenebroso del que, a pesar de sentirme plena y absolutamente convencido de que no había salida posible, no era menos cierto que no había forma humana de evitarlo. ¡Yo seguía vivo! Y ello significaba que tanto daba que lo aceptara como no, el reloj y el mundo iban a continuar su implacable marcha, con o sin mi consentimiento.
La primera reacción fue aceptar plenamente mi negativa a querer regresar directos a casa, ¡necesitaba tiempo! ¿Tiempo para qué? lo ignoraba, pero en aquel instante demandaba con toda mi alma un cambio de entorno. Era mediodía y finalmente no se me ocurrió otra cosa que llevarme a nuestros hijos a comer fuera. No tenía ni pizca de apetito, pero tampoco deseaba abandonarme ni abandonarlos en aquel momento. Era consciente de que me venía encima algo extremadamente duro, y no deseaba bajar la guardia mientras pudiera.
Aquella sería una de las primeras decisiones que tomaba en plena soledad. Los llevé a comer a un restaurante frente al mar, un local donde Marta y yo solíamos ir muy a menudo porque nos encantaba como cocinaban la paella de marisco.
Ciertamente parecía una actitud temeraria, por no decir suicida, pero mi reacción fue absolutamente visceral. Sentí que en aquellos momentos era muy importante no intentar evitar los lugares que tanto habíamos disfrutado y frecuentado, o terminaría por no poder salir de casa. Sabía que aquello iba a dolerme una barbaridad, pero creía del todo necesario no esperar a que las cosas vinieran por su propio pie, decidiendo afrontarlas lo antes posible, sin dudar ni por un instante. Como ya he comentado, quizás podía parecer una actitud un tanto “suicida”, pero era ya tanto el dolor, que se me antojaba imposible que este pudiera aumentar aún más, por lo que nada tenía a perder y, quizás, mucho a ganar.
Pero sepas que aquello no fue en absoluto una heroicidad, ni una cuestión de capacidad, valentía, ni nada parecido, sólo fruto del shock al que estaba sometido y, por ello, parte de la frialdad que aún conservaba. Por mucho que mi profesión pudiera a suponer que estaba preparado para abordar el problema lo mejor posible, resulta más bien todo lo contrario. Por un lado ésta no era, ni de muy lejos, mi especialización, no disponiendo de más información que la que cualquier otra persona pudiera tener al respecto. Por otro, detrás de cualquier título u oficio se encuentra un ser humano, con todas sus virtudes, defectos y limitaciones, pudiendo este perderse con tanta facilidad como cualquier otro, al tener que enfrentarse a una situación de semejante índole.
También, a pesar de que muchos puedan creer que una muerte anunciada da tiempo a “prepararse”, esto resulta del todo falso. Nada tiene que ver lo que uno pueda pensar, sentir, y vivir antes y después del fallecimiento de tu ser amado. Es muy importante resaltar que, en este tipo de situaciones, no hay comparación ni valoraciones posibles que puedan hacer que unas pérdidas sean mejores, o peores que las otras. Estamos hablando de una vivencia personal e intransferible que nadie en el mundo puede pasar por ti, ni llevar siquiera una mínima parte de tu carga. Nunca más nada va a ser lo mismo y, quizás por esto, su efecto será profundamente devastador y transformador para todos.
Una “muerte anunciada” es sólo una forma de distinguir un hecho o acontecimiento. Detrás se esconde un diagnóstico que acaba con tu vida “normal” de un plumazo. Un encontrarte viviendo día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, la crueldad de ver impotente como ese ser tan querido es consumido por una enfermedad o accidente. Vivir en tus propias carnes el verdadero significado de saberte insignificante, impotente, inútil e inservible ante quien tanto