LEV TOLSTÓI
Historia de un músico
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2022 by EDICIONES RIALP, S. A.
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
Esta obra ha sido publicada en colaboración con la Fundación Lázaro Galdiano, F. S. P.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-6046-2
ISBN (versión digital): 978-84-321-6047-9
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ÍNDICE
I
CINCO JÓVENES ENTRARON a las tres de la madrugada en un baile público de Petersburgo.
Se había bebido mucho champagne. Los hombres que componían la concurrencia eran muy jóvenes, y las mujeres, bonitas. El piano y el violín tocaban polka tras polka. No cesaba el baile y el barullo.
Pero se cernía sobre todos ellos una especie de aburrimiento. Había disgusto. Todo el mundo notaba, sin saber por qué, cómo iba languideciendo el jolgorio. Varias veces se intentó renovar la alegría, y esa fingida animación era peor que el tedio.
Uno de nuestros cinco jóvenes estaba más descontento que los otros, hastiado de sí mismo, de sus compañeros y de la fiesta nocturna. Con un sentimiento de fastidio, se levantó, fue en busca del sombrero y se dispuso a partir sin que le viesen.
No encontró a nadie en el vestíbulo, e iba a marcharse velozmente cuando oyó en una habitación próxima dos voces que disputaban. El joven se detuvo y se volvió, con los oídos bien atentos.
—No se puede. Hay gente ahí —decía una voz de mujer.
—Déjeme usted, se lo ruego, no haré nada —suplicaba una débil voz de hombre.
—No puedo, sin permiso de la señora. Pero ¿a dónde va usted? ¡Ah, qué hombre es usted!
Se abrió de pronto la puerta y apareció en el umbral una extraña figura masculina.
Al ver al joven que escuchaba, la criada dejó de retener a su interlocutor. La extraña figura, saludando con timidez y temblándole las encorvadas piernas, penetró en la antesala.
Era un hombre de regular estatura, estrecho de hombros y algo cargado de espalda; los largos cabellos le caían en desorden. Llevaba gabán corto y pantalón rozado y roto cayéndole sobre las botas sin lustrar. Sobre sus huesudas manos asomaba por las bocamangas su camisa sucia. A pesar de su excesiva delgadez, su rostro era cándido y poseía una palidez hermosa; y hasta un ligero color sonrosado animaba sus mejillas, sobre la barba y el bigote castaños poco poblados. El pelo, sin peinar, echado hacia atrás, descubría una frente baja y sumamente pura. Los fatigados ojos negros tenían un modo dulce de mirar, penetrante y digno a la vez. Su expresión se ajustaba a la encantadora expresión de su boca.
Después de dar algunos pasos, se detuvo y se dirigió al joven, bosquejando una sonrisa forzada; en cuanto esa sonrisa iluminó aquel rostro, el joven sonrió también, sin saber el motivo.
—¿Quién es ese caballero? —preguntó a la criada, cuando el extraño personaje se dirigió al salón de baile.
—Es un músico del teatro, un verdadero loco; viene algunas veces a ver a la dueña.
—¿Dónde te has metido, Delessov? —le gritaron en ese momento en la sala.
El joven a quien llamaban Delessov entró de nuevo en el salón. El músico se encontraba precisamente en la puerta contemplando a las parejas, su sonrisa, sus ojos, sus pies moviéndose al compás... Todo en él revelaba el placer que le producía aquel espectáculo.
—¡Vaya, entre usted también a bailar! —le dijo al músico uno de los asistentes.
Este se inclinó y echó una mirada interrogante a la propietaria.
—¡Bueno, vaya usted, vaya, puesto que estos caballeros le invitan! —dijo esta última.
Los flacos miembros del músico empezaron entonces a moverse, y sonriendo, estirándose, guiñando los ojos, penetró torpemente en la sala. En medio de una cuadrilla, un alegre oficial y excelente bailarín empujó por casualidad al músico por la espalda, y sus pies vacilantes no pudieron resistir el choque; se tambaleó un instante y acabó cayendo hasta quedar tendido en el suelo. A pesar del sonido brusco y seco que produjo su caída, casi todo el mundo se echó a reír; luego, como no se levantaba, la muchedumbre se quedó en silencio, e incluso el piano dejó de tocar. Delessov fue uno de los primeros, con la dueña, en precipitarse hacia el desventurado que yacía inmóvil en la misma postura, echado de bruces y con los ojos fijos en el suelo. Cuando lo levantaron y lo sentaron sobre una silla, hizo un ademán con la mano para echar atrás sus cabellos, y se sonrió sin responder a ninguna pregunta.
—¡Don Alberto, don Alberto! —exclamaba la dueña—. ¿Se ha lastimado usted? Bien le decía yo que no bailase. ¡Está usted tan débil! —Y continuó, dirigiéndose a la concurrencia—. Apenas puede andar, ¿cómo es posible que baile?
—¿Quién es? —preguntaron a la dueña.
—Un pobre artista, un buen muchacho. Pero es desgraciado, como pueden ustedes ver.
Hablaba así, sin cuidarse de la presencia del músico. Este recobró el conocimiento y, como si algo lo atemorizase, rechazó el corrillo que lo rodeaba.
—No es nada —exclamó de pronto, levantándose con esfuerzo.
Y para demostrar que no tenía daño alguno, se irguió en medio de la sala y trató de saltar, pero volvió a tambalearse, y se hubiera caído otra vez si alguien no le hubiera sostenido.
Todos