El corazón de un sacerdote es un corazón de padre. Como un padre ama a los suyos, se ama a los que nos son confiados, tanto a los feligreses como a los que podemos acompañar. Vuelvo a pensar en nuestra última entrevista. Le había bendecido en el momento de separarnos. Recuerdo su rostro sonriente al pasar por la puerta. Mi contacto me vuelve a llamar, con la lista. No conozco más que a Romain. Le explico. Él debe darse cuenta de que estoy llorando. No puedo más que decirle lo mucho que apreciaba a este muchacho… «Es duro», me dice él sobriamente. Sabe lo que es perder a uno de sus hombres. Él ha vivido eso, en esas mismas tierras de misión. Comprende y sabe lo que viven las familias, los amigos, en este momento… Todo va a encadenarse luego. La llegada de las familias, la ceremonia de homenaje en los Inválidos —magnífica liturgia militar, sobria y dolorosa— la velada de oración. La familia puede al fin, al día siguiente, recibir el cuerpo de Romain en su casa, en el sur. Yo les encuentro por la tarde, para velar cerca del féretro. Los amigos, los parientes se turnan. Me cuesta creerlo. Tengo que escribir la homilía para las exequias del día siguiente. La iglesia está atestada. En primera fila, su familia de un lado, tan digna. Del otro, su jefe de unidad y sus compañeros. Algunos estaban con él allí. Han querido estar aquí, en este uniforme de los comandos de montaña que Romain había llevado con orgullo. Era su jefe. Estoy a la vez verdaderamente triste y orgulloso de él, de su vida entregada, de su compromiso. Todos parecen compartir estos dos sentimientos mezclados. Es en esta homilía cuando vuelvo a esta intuición: Romain nos enseña lo que quiere decir «estar preparado». Después, medito a menudo este tema a la luz de su vida, de su partida. Pienso en otros jóvenes a los que he podido acompañar, que partieron tan rápido, tan pronto hacia el Buen Dios. Hayan tenido o no el tiempo para prepararse, me vuelve ese sentimiento: estaban preparados. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir eso?
Contrariamente a lo que se podría pensar, no se trata de cultivar un miedo a la muerte, ni incluso estar fijado en nuestra futura muerte. No es cuestión de la muerte. Es cuestión de la vida. El mismo Romain lo había presentido.
«Estar preparado», eso no quiere decir «querer morir». Estamos hechos para vivir, y Romain, como sus camaradas caídos con él, tenía aún tanto que dar, que construir, que conseguir. No se elige morir. Pero se consiente en la idea de que puede llegar, y eso da un sentido a toda nuestra vida. «Eso por lo que tú aceptas morir, solo eso puede hacerte vivir», escribía Saint-Exupéry. Esa es toda la grandeza de la vocación militar, toda la nobleza del ideal que anima a nuestros bomberos, socorristas, gendarmes o policías: consienten en dar su vida si hace falta. Saben que eso forma parte de su vocación. Más allá del apego bien legítimo a su vida y al amor de los suyos, están aún más apegados al cumplimiento de su misión: servir, proteger y salvar, hasta la entrega total de su vida. Estar preparado es haber comprendido su misión.
En una carta que Romain había dejado para sus padres, si le pasaba algo, había escrito estas palabras tan claras: «Me voy feliz, a mi sitio, consciente de que eso puede ocurrir…». Había querido y aceptado este destino con plena libertad, con plena conciencia de lo que podría tener que dar. Aquel día, al subir al helicóptero, Romain estaba por doble título «en uniforme de servicio». Llevaba el uniforme de combate y, en su corazón, ya estaba entregado. Estaba preparado.
Estar preparado no es querer morir, sino tener conciencia de que «eso puede ocurrir». Esto no está reservado a los militares. En el Evangelio, Jesús se dirige a todos cuando pide tener las lámparas encendidas para esta hora en que el Amo vendrá a buscarnos. Estamos hechos para vivir todo el tiempo que tenemos que vivir en esta tierra, habiendo ya consentido en nuestro corazón en ese momento en que tendremos que partir. «Nuestra ciudad se encuentra en los cielos…» quizá hemos cantado… El cristiano guarda esas palabras en su cabeza. Está plenamente comprometido con la vida de este mundo, pero sabe que está en peregrinación. Este mundo no es su último horizonte. Estamos hechos para ver a Dios. ¿Hemos asumido profundamente esta verdad? Es ella la que ilumina el sentido de nuestra vida, con sus alegrías y sus pruebas. Estamos en camino… ¿Hemos comprendido que la muerte —que puede llegar en todo momento— no será un fracaso para nosotros, sino «la entrada en la Vida», como escribía Teresa de Lisieux, la llegada al final de nuestra peregrinación, la cima de nuestra ascensión? Pensar en la cumbre no aparta del camino. Pensar en la alegría de la cumbre da por el contrario la fuerza que se necesita para continuar este camino, para proseguirlo y superar todos los obstáculos que encontremos, para entregarnos plenamente.
Por supuesto, podemos tener miedo de esa hora, de lo que no conocemos, de lo que no dominamos. Sobre todo, podemos tener miedo de sufrir. Podemos tener miedo por nuestros parientes. Pero al final, ¿es que no espero este encuentro? Por mi parte, sí… y profundamente. Sin embargo, no me siento valiente de verdad. Tengo miedo de tener miedo. Tengo mucho miedo de sufrir. Pero también tengo el sentimiento, cada vez más enraizado en mí, de que somos peregrinos aquí abajo. Quizá a fuerza de ver partir a algunos, a veces tan pronto. Me parece que todas nuestras alegrías, todas nuestras pruebas, nos preparan para otra cosa. Aspiramos a algo grande. Estas líneas de Guy de Larigaudie[1] —un jefe scout y explorador que vivió una vida llena de aventuras magníficas, antes de morir también por Francia en 1940— resuenan en mi corazón:
Cuando, ante la mar, el desierto o una noche cargada de estrellas se siente el corazón lleno de amor inacabado, es dulce pensar que encontraremos en el más allá algo más bello aún, más vasto, algo a escala de nuestra alma y que colmará este inmenso deseo de felicidad, que es nuestro sufrimiento y nuestra grandeza como hombre.
Añadía, quizá presintiendo que le llamarían a dar su vida antes de lo previsto:
Aventura breve: treinta, cincuenta, ochenta años quizá que es preciso atravesar duramente, aparejado como un velero navegando en alta mar hacia esta estrella que es nuestra única guía y nuestra única esperanza. Qué importan los tornados, tempestades o calma chicha, si está ahí esta estrella.
Y concluía así:
Sin ella no habría más que escupir el alma y destruirse de desesperanza. Pero su luz está ahí y su búsqueda y su seguimiento hacen de una vida humana una aventura más maravillosa que la conquista de un mundo o la carrera de una nebulosa. Esta aventura no supera nuestras fuerzas. Nos basta caminar hacia nuestro Dios para estar a la altura del Infinito, y eso legitima todos nuestros sueños.
Todo está dicho, y qué bien dicho. Haber uno comprendido el fin de su vida permite descubrirla, y por tanto vivirla como una magnífica aventura. Esta aventura la vivimos con lo que somos, incluso nuestras fragilidades y nuestras rémoras. Avanzamos a trancas y barrancas por esta tierra, arrastrando nuestras limitaciones, nuestras debilidades, nuestro pecado… Con todo eso, tratamos de amar y de dejarnos amar. Es la bondad y la grandeza de Dios lo que nos hace capaces. Tratamos de «servir lo mejor que podemos», según la promesa que muchos han podido hacer una tarde de verano. Pasamos nuestro tiempo luchando contra los mismos demonios, en los mismos combates. Levantándonos una y otra vez, aprendemos a amarnos a nosotros mismos, tal como somos. Aprendemos sobre todo a dejarnos