Lo conoció, tomó una decisión y su vida cambió para siempre.
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«Lo conoció, tomó una decisión y su vida cambió para siempre».
¿Cuántas veces ha pasado esto en la historia de la humanidad?
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Ambos, como los casi diez millones de chilenos en aquel momento, como los extranjeros que vivían en Chile a comienzos de los setenta, se vieron succionados por ese tornado, ese huracán que fue la UP, primero, y luego impactados por el golpe de Estado, ese terremoto que azotó el país en 1973, con réplicas que se sienten hasta hoy, medio siglo después.
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Mis padres vivieron la Unidad Popular.
La UP, ese trienio glorioso para la izquierda chilena y mundial que fue el gobierno de Salvador Allende, el primer presidente marxista elegido por los votos en llegar al poder en la historia, en plena Guerra Fría.
La UP no tenía armas, no tenía dinero; apenas muchos votos sin llegar nunca a la mayoría, pero había algo que le sobraba: mística, relato, fuego.
Claro, todo eso no da de comer, menos en medio de malos manejos económicos, con una inflación desbocada y una división interna entre quienes creían en las urnas y quienes creían en los fusiles.
Pero la mística es el alimento de los relatos y las leyendas, la Historia que atesoran las generaciones.
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En la UP, mientras mi madre trabajaba en el Servicio Nacional de Salud, papá entró a estudiar Agronomía a la Universidad de Chile. Era marzo de 1973.
Vivían en Peñaflor, un pueblo en las afueras de Santiago.
Mi padre tenía amigos en el MIR. Vivieron el desabastecimiento, pero nunca pasaron hambre, que yo sepa.
Mi padre, hasta hoy, recuerda a la UP como una época de felicidad de la cual le encanta hablar. Una época cuya felicidad, por otro lado, tampoco ha sido bien reseñada en nuestra historia.
Capítulo 3
El golpe militar
A mis padres, el golpe los pilló, de casualidad, en casa de unos amigos de Santiago en la Villa Olímpica, cerca del Estadio Nacional.
Tuvieron suerte, porque de haber estado en Peñaflor aquel día, difícilmente hubieran podido llegar a la capital y asilarse en una embajada.
A lo mejor yo ni existiría, ni este libro.
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Ellos habían acordado previamente que, de suceder una asonada militar, debían reunirse con otros colombianos en el departamento de un compatriota de mi padre, que vivía con su familia cerca de la Plaza Italia.
Por eso, aquel 11 de septiembre se dirigieron a ese departamento, que no estaba lejos de la Villa, donde estuvieron reunidos con otros colombianos. El dueño de casa les instruyó para asilarse en alguna embajada.
Mi madre no sabía qué significaba esa palabra, «asilo».
En cuanto a mi padre, por su experiencia con los militares, supongo que ya imaginaba cómo venía la mano.
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Sin embargo, ninguno de los presentes podía salir del departamento. Un bando militar conminaba a los extranjeros a presentarse ante las autoridades. Salir era un peligro.
Mi madre era la única chilena, y la única del grupo que podía salir sin un peligro inmediato.
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Según la RAE, asilo es «lugar privilegiado de refugio para los perseguidos».
Porque mis padres, junto a tantos otros, empezarían a ser «cazados» por sus ideas políticas.
O por su nacionalidad.
Ser perseguido por militar en un partido político hasta entonces legal.
Ser perseguido por simpatizar con un partido político, hasta entonces legal.
Ser perseguido por ser sospechoso de simpatizar con un partido político, hasta entonces legal.
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El 13 de septiembre, apenas levantaron el toque de queda, mi madre salió a buscar alguna embajada abierta, con México en la mira.
México tiene una larga tradición de asilo a los perseguidos, que lo digan Trotsky y los españoles de la Guerra Civil.
La embajada estaba cerca de la Escuela Militar, pero allí un funcionario le dijo disimuladamente que «aquí no», y le recomendó ir al consulado en Providencia.
Allí, efectivamente, las puertas estaban abiertas de par en par, igual que en la embajada argentina de Plaza Italia, donde muchos decidieron asilarse finalmente, como recuerda hoy una placa puesta en el lugar.
Mi madre, mi padre y los otros colombianos entraron, muy separados para no causar sospecha, en la mexicana.
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En mi ingenuidad, siempre imaginé que entraron con una maleta. Muchos años después, mi madre me contó que sólo andaban con lo puesto.
Obviamente, una maleta hubiera llamado la atención. Una pareja andando por una calle de Santiago el 13 de septiembre de 1973, apenas levantado el toque de queda, hubiera sido una presa perfecta para una patrulla militar.
Por otra parte, el asilo fue la única opción para mi padre, cuyo carnet de identidad decía «refugiado político». Si era detenido, tenía todas las de perder.
Una semana después del asilo, fueron expulsados del país y llegaron a México. Sin un peso, pero indemnes. Mi madre viajó sola el 17 de septiembre, y una semana después llegó mi padre a Ciudad de México.
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Sin embargo, para mis abuelos maternos, como para muchos otros chilenos, el golpe significó un alivio.
Se acabó el desabastecimiento: milagrosamente, tras el golpe se llenaron los almacenes que hasta entonces estaban vacíos. Se acabaron las marchas, las protestas, las discusiones políticas, porque las marchas, las protestas y las discusiones políticas pasaron a estar prohibidas.
Los militares clausuraron el Congreso, los partidos y los sindicatos.
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Como mis padres estaban en el centro de Santiago, muy bien pudieron escuchar el ruido atronador de los aviones Hawker Hunter venidos desde el sur para atacar el palacio presidencial, una vez que Allende se negó a entregar el poder a los militares.
Los golpistas eran liderados por el general Augusto Pinochet, jefe del Ejército nombrado por el propio Allende, quien en el transcurso de esa mañana, al no poder ubicarlo, incluso pensó que podía haber sido detenido por los sediciosos.
Esa mañana, mis padres escucharon al mandatario en su último discurso por Radio Magallanes:
«Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.
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¿Mamá imaginaría que iba a comenzar un largo exilio, que tendría dos hijos en el extranjero, que tardaría doce años en volver a ver su querido puerto de Huasco? ¿Ella, cuyo único pecado era estar casada con un ex guerrillero extranjero?
¿Papá se imaginaba ya en Cuba, sin saber que allí terminarían en los setenta varios de sus ex compañeros de armas, incluso aquellos que lo buscaron para asesinarlo?
En aquel tiempo, muchos pensaron que los militares darían el golpe, estarían unos meses y luego convocarían a elecciones, como Eduardo Frei Montalva, el jefe de la Democracia Cristiana.