© LOM ediciones Primera edición, septiembre 2021 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impreso: 9789560014443 ISBN digital: 9789560014689 RPI: 2021-a-6572 Imagen de portada: Marco en la Hopfgartenstrasse, 1980. Fotografía de Marco Fajardo Villamil. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Este libro está dedicado a mis hijos Sol y Simón.
Capítulo 1
Panorama general
Yo quedé atrapado por el problema chileno a partir del golpe de Estado. Nunca he olvidado ese momento. Fue de una violencia tan extraordinaria, tan fuerte... Fue como haber asistido a una explosión y haber sobrevivido. De ahí hacia adelante no he hecho más que volver hacia atrás.
Patricio Guzmán, cineasta
Patricio Guzmán no está solo. El «problema chileno» es un tema que me persigue desde que nací en 1976, en la República Democrática Alemana (de ahora en adelante, RDA), donde estaban exiliados mis padres, tres años después del golpe militar de 1973 en Chile.
Me persigue hasta hoy.
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Examinemos mi biografía: nacido en la RDA en 1976. Mudanza a Colombia en 1985, a los nueve años. Retorno a la RDA en 1989, por un año. Y finalmente llegada a Chile en 1990.
Todas estas mudanzas huelen, están impregnadas, «pasadas», como dicen en Chile, al «problema chileno».
También podría incluir mi mudanza a Argentina en 2003, tras graduarme como periodista en la Universidad de Santiago, e incluso mi regreso de aquella estadía, a Chile, en 2011, para ajustar cuentas.
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Nunca terminé de ajustar cuentas con Chile.
Chile y yo: una cuenta pendiente.
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Los turistas alemanes (soy guía turístico, además de periodista) suelen preguntarme cuándo volví a Chile. Yo les respondo que no volví a Chile: Mi madre fue la que volvió. Yo llegué a Chile.
Eventualmente también podría decir que mi propio exilio comenzó en Chile, en 1990, con 14 años cumplidos, cuando llegué de forma definitiva (antes estuve de vacaciones) con mi madre y mi hermana, tras el divorcio de mis padres.
Es decir, que cuando terminó el exilio de mi madre, comenzó el exilio de nosotros, sus hijos.
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Este punto es importante. Muchos chilenos exiliados nunca volvieron, porque no querían someter a sus hijos a un nuevo exilio.
Hoy viven jubilados en Estocolmo, Berlín, Vancouver.
Hoy sus cuerpos yacen en cementerios de Sydney, Buenos Aires, Nueva York.
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Pero la mayoría de los exiliados volvió.
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Pobres los exiliados que volvieron.
Pobres los hijos de esos exiliados que llegaron.
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Algunos de los exiliados que volvieron llegaron al gobierno y fueron ministros o incluso presidentes, como Michelle Bachelet.
Pero fueron los menos.
La mayoría trató de adaptarse, con mayor o menor éxito, a ese país culiao que es Chile muchas veces.
Crearon empresas, quebraron, fueron estafados, encontraron trabajos, fueron despedidos, se jubilaron, murieron pobres y hoy sus cuerpos yacen olvidados en los cementerios de sus antepasados en Curanilahue, Huasco o Puente Alto.
Es decir, les fue como le va al resto de los chilenos.
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Todo esto tuvo su origen en nuestro propio Holocausto a escala que vivimos a partir del 11 de septiembre de 1973.
Sí, porque si los judíos tuvieron su Shoa, nosotros, los chilenos, tuvimos nuestro propio Holocausto.
Esto puede sonar a exageración, pero lo siento así. ¿Y quién me puede sacar esos sentimientos?
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En el Holocausto murieron seis millones de judíos. Y la dictadura militar dejó, según la Comisión Rettig, tres mil muertos, un tercio de ellos desaparecidos.
Krassnoff diría: «un 0,6%. No hay comparación, cabrito».
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El abuelo de Krassnoff, un cosaco del derrotado Ejército Blanco, se fue al exilio tras la Revolución Rusa. Durante la Segunda Guerra Mundial, colaboró con los nazis en la invasión de la Unión Soviética, por lo cual fue ejecutado en 1947 en Moscú.
Su nieto se convirtió en oficial del Ejército de Chile y lo vengó matando izquierdistas desarmados en Chile tras el golpe de Estado de 1973. Hoy está en una cárcel militar.
Yo escribo libros.
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Los muertos se pueden contar, contabilizar, cuantificar.
¿Pero cómo medir el dolor causado por el golpe en el alma de los chilenos?
¿Las lágrimas derramadas, los gritos, las separaciones? ¿Los insomnios, las pesadillas, las enfermedades?
¿El impacto del abrupto fin de un proyecto de vida, de mil, de millones de proyectos de vida?
¿La pena por no haber podido ir al entierro del padre? ¿El desgarro por saber violada a la hija adolescente en la tortura? ¿La tristeza por no haber podido concluir la carrera universitaria?
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En Chile, los verdugos no fueron los nazis (alemanes, pero también ucranianos, holandeses, franceses, y un largo etcétera), sino nuestros propios compatriotas, lo que complejiza aún más el «problema chileno».
Nuestros compatriotas, eso quiere decir: nuestros compañeros de trabajo, nuestros padres y madres, nuestros hermanos, nuestros primos, nuestros hijos, nuestros sobrinos.
Nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros conocidos, y también muchos desconocidos.
Esto no es verso. En Suecia reside hasta hoy un chileno que en 1973 era un dirigente mapuche (¡mapuche!), que tras el golpe de Estado fue torturado por su hermano. Camino al hospital, un médico escandinavo le salvaría la vida.
Es sólo una de las historias que llenan el libro sobre el «problema chileno», que seguirá escribiéndose.
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Amé a mi abuela Ana hasta su muerte. Había un afecto incondicional, verdadero. De hecho nunca le dije abuela, le decía «mamá». «Mamá Ana».
Ella era pinochetista, por eso nunca hablamos de política.
Esto también es parte del «problema chileno».
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En Huasco, ese pueblo a orillas del Pacífico y en medio del desierto de Atacama del cual proviene mi familia materna, estaba prohibido hablar de política a la hora de almuerzo o a cualquier hora.
Así que yo, a mis diez años, lo hacía con Guillermo, el hermano DC de mi abuelo, que tenía un kiosco de diarios al lado de nuestra botillería, y que me los prestaba para leerlos por la tarde.
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¿Por qué no se puede hablar de