Conduciendo por la avenida principal de esta pequeña ciudad de Montaña, la perspectiva no podía ser más diferente. Por la ventanilla del Jeep rojo de alquiler, Keaton observaba a los niños correteando por las calles, a las madres que seguían de cerca a sus pequeños con pantalones de yoga y botas cowboy, a un grupo de ancianos sentados en los porches de sus casas fumando en pipa y escupiendo tabaco. El aire impregnado de olor a pan recién hecho en lugar del regusto metálico de la pólvora de los explosivos.
Comprendió por qué los soldados del rancho Purple Heart venían aquí y decidían quedarse tras su rehabilitación. El paisaje les recordaría a aquel donde habían estado, pero la gente representaba el futuro por el que luchaban: una comunidad de la que formar parte.
Durante los últimos seis años, Keaton había regresado a su lugar de origen después de cada misión. El ajetreo de la ciudad lo ponía nervioso. Los rascacielos y el frío hormigón lo inquietaban. Las miradas perdidas de la gente en la calle, sus bocas tensas, e incluso los gestos de exasperación de extraños que se evitan en las aceras, le producían preocupación.
Los soldados se miraban a los ojos. Hablaban claro, sin rodeos.
Así que no, Keaton no interactuaba bien con la vida civil. Tampoco los otros cuando habían regresado a sus vidas en la ciudad. Ninguno deseaba volver al combate activo, pero todavía querían un poco de acción. En este sitio que parecía una zona de guerra envuelta en paz, Keaton sabía que todos ellos podrían establecerse.
Media hora después, llegaba a las puertas del rancho Bellflower. Sabía que estaba en el sitio correcto al ver la insignia de la flor púrpura en las barras de hierro. Esa flor en forma de lirio era el símbolo de los guerreros heridos. Había más campanillas púrpura en las zonas de hierba que bordeaban el camino pavimentado. Era una planta propia de aquí y parecía que en estas tierras crecía de forma natural. No era de extrañar que los veteranos heridos se sintieran como en casa en este rancho.
Según iba circulando por el camino de gravilla, Keaton comprobó que el rancho estaba lleno de soldados en distintas fases de curación. Hombres con prótesis en las piernas que montaban a caballo con determinación. Bajando por el camino en curva, pudo ver un jardín donde araban la tierra hombres a los que les faltaban dedos y brazos. Saliendo de un establo, otros con quemaduras en la cara, brazos y piernas. Los soldados se ocupaban de una variedad de animales de granja. Ovejas y cabras se frotaban contra las cicatrices sus miembros como si no se dieran cuenta de las lesiones.
Keaton y su equipo tenían la suerte de haber regresado con todos sus miembros y facultades intactos. De haber sufrido alguno de ellos heridas graves, sabía que este era el mejor lugar para venir a curarse. Además de eso, esperaba que cualquier soldado que quisiera mejorar sus destrezas viniera al otro lado del rancho, donde planeaba construir su campamento de entrenamiento de élite.
Keaton aparcó el Jeep junto a la gran casa que había al final del camino. Ninguna de las casas tenía número. Según las indicaciones que le habían facilitado, debía seguir el camino hasta el final. Al bajar del coche vio al hombre al que había venido a visitar.
Dylan Banks salió por la puerta de doble hoja y empezó a andar. Llevaba una camisa vaquera y pantalones chinos. Una de sus piernas estaba morena; la otra era de acero.
—Keaton, has llegado.
—Me alegro de volver a verte, Banks.
Se dieron un apretón de manos; juntaron sus palmas llenas de cicatrices, agarraron los dedos ásperos y tiraron hacia dentro. Se abrazaron dándose numerosas palmadas en la espalda. Keaton había servido con el sargento Dylan Banks en más de una misión. Era un hombre sagaz y capaz de improvisar en situaciones difíciles con los mejores.
—Menudas instalaciones tienes —dijo Keaton—. Sólo he escuchado cosas positivas acerca de este rancho.
—Los aceptamos a todos —respondió Banks—. «A los rendidos, los pobres, las masas hacinadas».
—¿Eso no está escrito en la estatua de la Libertad? —se rio Keaton.
—Bueno, ahora acogemos a miserables desechos como los rangers del Ejército.
Banks extendió un brazo con la intención de dar un puñetazo a Keaton, quien vio el movimiento y se mantuvo en el sitio para recibirlo. Todo de buen rollo.
—Ah, ¿Banksy-wanksy todavía sigue molesto por no haber pasado la prueba de aptitud física de los rangers?
—Cierra el pico —dijo Banks, con un ladrido poco mordedor—. Solo me faltaron un par de puntos. Me hundió la parte de supervivencia en el agua.
—Eres de una isla.
—Soy de Nueva York.
Keaton se encogió de hombros. Las pruebas para entrar a formar parte de los rangers del Ejército no eran ninguna broma. Todos los meses, cuatrocientas almas llegaban entusiasmadas a Fort Benning, Georgia, con la esperanza de poseer las cualidades para lograr su objetivo. El cincuenta y uno por ciento regresaba a casa con sus esperanzas frustradas. La única razón por la que Keaton sobrevivió al adiestramiento era porque se había preparado para las pruebas físicas como un loco.
Eso era lo que tenía en mente para el campo de entrenamiento: adiestrar a otros del mismo modo en que lo había hecho él para las pruebas. El campo de entrenamiento de élite Boots On The Ground era un sueño del que Keaton no fue consciente hasta que comprobó lo dura que era la escuela de los rangers del Ejército de los Estados Unidos. Sabía que nunca podría preparar a ningún soldado del todo para enfrentarse a esa experiencia, pero cualquiera que pasase por su régimen de entrenamiento tendría más posibilidades de estar entre el cuarenta y nueve por ciento.
—El año que viene lo tendrás en marcha —dijo Banks.
—¿El año que viene? —Keaton se rio—. El plan es abrir dentro de noventa días.
Banks se rascó la incipiente barba al tiempo que miraba a Keaton. Su mirada de incredulidad lo decía todo.
—Es ambicioso, ya lo sé —dijo Keaton—, pero he elaborado un buen plan que funcionará si se lleva a cabo correctamente.
—No me cabe duda —Banks sonrió, volviendo a palmear a Keaton en la espalda —. Creo que puedes hacerlo. En noventa días pueden suceder cosas increíbles, sobre todo en este rancho.
Ahora era Keaton quien se rascaba la barba. Sabía a qué se refería. Muchos de los hombres que habían venido a curarse acabaron casándose en ese período de tiempo. Según algunos rumores, no solo las leyes de gestión del suelo urbano regían la ocupación en el rancho; muchos creían que algo pasaba con la tierra en sí.
Keaton no era supersticioso. Aún así, no tenía planeado vivir en las tierras, sino trabajar en ellas. Así que, las reglas y mitos no le afectarían ni a él ni a su trabajo.
—Vamos a echar un vistazo al terreno que arriendas —dijo Banks.
Se subieron a un carro de golf y arrancaron. Si a Keaton el terreno le había parecido hermoso desde lejos, al acercarse le pareció impresionante. Las tonalidades iban cambiando de los verdes pastos a las tierras marrón y un tumulto de flores multicolor. Se intercalaban caballos de color marrón, blanco y negro, ovejas peludas y el mayor surtido de chuchos que había visto nunca.
Cinco perros ladraron cuando pasaron junto a ellos. Algunos llevaban prótesis. Uno tenía incluso una silla de ruedas acoplada a sus patas traseras.
—Esos son míos —dijo Dylan—. Bueno, de mi esposa. Pero formaban parte del matrimonio, así que…
Keaton no se molestó en volver a poner en duda lo extraño del lugar. Fijó la mirada en la tierra, haciendo notas mentales de cómo sus clientes accederían a las instalaciones de adiestramiento. En el límite del rancho su sueño cobró vida. Justo allí, en la tierra sin trabajar, era donde haría una zona árida a partir de un área embarrada donde sus aprendices