Gracias al empuje de los movimientos feministas y —según en qué países— la sensibilidad de los poderes públicos, la violencia y las diferentes modalidades de acoso contra las mujeres han adquirido a partir del comienzo de este siglo una relevancia y una trascendencia mediática como nunca antes habían alcanzado, hasta el punto que podrían reconocerse como una rama especializada de la criminología. Combatirlos sin tregua es una exigencia política y moral, evitando los excesos inquisitoriales que convierten a los hombres en general como objetivos a batir, sin olvidar que la agresividad y la violencia en diversos grados están presentes en todos los ámbitos de la vida y que, como el mal, no pueden erradicarse por completo. La historia de las sociedades humanas —es decir, desde que hay sujetos hablantes, sexuados y mortales— muestra que la violencia es inherente a la condición humana, y que esta no predispone a los hombres a la contención voluntaria de las pulsiones. De ahí que la ley, como límite al goce y a la prepotencia de lo real, es un requisito imprescindible para garantizar la convivencia. Todos quienes forman un grupo social deben pagar un alto precio en forma de malestar a cambio de esa contención pulsional y, aunque el llamado proceso civilizatorio ha generado la ilusión de que la mayor parte de la humanidad ha hecho suyos unos principios morales que sus miembros asumen y respetan de buen grado, en realidad no se trata más que de eso: una ilusión. Así, el hecho constitutivo del malestar de los sujetos con la ley es la existencia misma de esa ley, que se les impone tanto como un fenómeno estructural como por ser la encarnación simbólica-institucional del discurso del amo.
En un texto de hace casi cien años, Sigmund Freud advirtió que difícilmente se debería al azar que las tres obras maestras de la literatura de todos los tiempos trataran el mismo tema, el parricidio; y citaba Edipo Rey, de Sófocles, Hamlet, de Shakespeare, y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, señalando además que en las tres quedaba al descubierto como motivo del crimen la rivalidad sexual por la mujer15.
El sexo y la violencia comparten ambos cierta vecindad con la muerte.
Y aunque hombres y mujeres responden a lógicas diferentes, en cuanto a lo sexual, cada uno debe hacer una elección, independientemente de si se es hombre o mujer, una cuestión para cuya elucidación Jacques Lacan inventó el neologismo sexuación, desplegando las correspondientes fórmulas para explicar el posicionamiento y las estrategias con las que cada uno se confronta con lo que el mismo Lacan definió como las tres pasiones del ser: el odio, el amor y la ignorancia.
Agresividad y violencia
No se puede prescindir de la violencia para acabar con la violencia. Pero precisamente por eso la violencia es interminable.
René Girard
I
En las páginas finales del seminario 3, Las psicosis, Lacan destaca que el hombre está poseído por el discurso de la ley, y con él se castiga en nombre de esa deuda simbólica que —nos dice— el sujeto no cesa de pagar en su neurosis. ¿Cómo pudo ser —se pregunta retóricamente— que se produjera esa captura, cómo entra el hombre en esa ley, que le es ajena y que, como animal, nada tiene que ver? Para Lacan la respuesta está en el mito del asesinato del padre, construido por Freud, ante el cual el hombre debe comparecer como culpable. Si bien para Lacan la hipótesis freudiana del asesinato del padre de la horda no podía admitirse como un hecho histórico, realmente acontecido, al retomar Tótem y tabú le otorgó a ese crimen primordial el valor de un mito que explicaría la emergencia de la tríada castración-culpa-ley; y, si en el Génesis se cita a Caín, el hijo mayor de Eva, como el primer asesino de la historia, para Lacan la verdad profunda que contiene el mito freudiano
[…] es demostrar en el crimen primordial el origen de la Ley Universal […] haber reconocido que con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre16.
Todo mito es, en efecto, un relato, y aunque su origen se pierda en la noche de los tiempos sin que sea posible fijar con precisión el instante fundacional, hay en sus comienzos un acontecimiento cierto al que las generaciones sucesivas han seguido enriqueciendo con leyendas acerca de los personajes y las situaciones que aseguran su continuidad atravesando las distintas épocas. Qué acontecimiento dio lugar a la ficción posterior de la que un mito determinado se reviste, y qué pasos se han seguido en el proceso de transformación con el que se presenta, son parte del misterio, del enigma que siempre lo rodea —de ahí que Lacan definiera el enigma como una enunciación sin enunciado—, en cuyo fondo hay algo implicado: se trata, en palabras del mismo Lacan, de la verdad. El mismo Freud diferenciaba por una parte lo que llamaba la verdad histórico-material, lo realmente acontecido, de la verdad histórico-vivencial, sustentada en un retorno de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico primordial de la familia humana, olvidados de antiguo, pero que ejercen sobre los seres humanos un efecto de verdad17. Jacques-Alain Miller, por su parte —en ocasión de una intervención suya en el año 2008 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires— haciéndose eco de las palabras de Lacan, expresó que «nada es más humano que el crimen» una constatación que ya estaba presente en los clásicos griegos y latinos y en infinidad de obras posteriores a Sófocles, Shakespeare y Dostoievski; en una carta que Joseph Conrad envió a su amigo Cunningham Graham en el año 1899, sostenía que «la sociedad es esencialmente criminal, si no fuera así no existiría».
Agresividad y violencia no son sinónimos, aunque la imprecisión mediática y el habla vulgar tiendan a confundirlas y en ocasiones no resulte sencillo establecer el límite que separa una y otra. Incluso quienes están profesionalmente obligados a expresarse con rigor —quienes hacen las leyes y quienes las aplican— contribuyen a la confusión, hasta el punto de que en los llamados «delitos contra la libertad e indemnidad sexuales» tipificados en el Título VIII del Código Penal español, el criterio interpretativo de los magistrados no siempre coincide al tiempo de enjuiciar unos hechos en los que está en juego la indemnidad de la víctima. Sin duda contribuye a la confusión reinante entre los operadores jurídicos la deficiente redacción de los artículos que contienen la descripción de las conductas que conforman una agresión, un abuso o una coacción. La agresividad es común a todos los seres vivos, y por lo que se refiere a los sujetos hablantes, sexuados y mortales se trata de una encrucijada estructural en la que —como señalara Lacan en su texto «La agresividad en psicoanálisis»—:
[…] se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma […] aparece como una tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista18,
y en la que juega un papel fundamental la enajenación de sí mismo revelada en el estadio del espejo. Abundando en esta cuestión, de la que Lacan ya se había ocupado en La familia —un texto de 1938— empleando como ejemplo la hostilidad y la celotipia entre los hermanos, en el instante en el que el individuo se fija en una imagen que lo enajena, emerge
[…] la tensión conflictual interna que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro: aquí el concurso primordial se precipita en competencia agresiva, y de ella nace la tríada del prójimo, del yo y el objeto19.
En otras palabras, se desea aquello que el Otro tiene, y de lo que se quiere desposeerlo, aunque sea mediante la fuerza.
Semejante configuración imaginaria de la agresividad no tiene necesariamente que derivar en violencia; de hecho, esa agresividad primaria es generalmente reconducida de tal