La creencia que anima el discurso capitalista es doble: es creencia de que el sujeto es libre, sin límites, sin vínculos, movido únicamente por su voluntad de goce, embriagado por su avidez de consumo; pero es también creencia de que el objeto que causa el deseo (el objeto pequeño (a) en el álgebra lacaniana) puede confundirse con una simple presencia, con una Cosa, con una montaña de cosas… El deslumbramiento astutamente sostenido por el discurso capitalista consiste en hacer brillar ilusoriamente el objeto, no para hacer posible la satisfacción, sino para mostrar el carácter ávido, imposible de satisfacer, del empuje a gozar. Lo que borra esta ilusión es que lo imposible de satisfacer no depende de las cualidades del objeto, sino de las leyes del lenguaje que abolen irreversiblemente la posibilidad de reencontrar la Cosa absoluta del goce y que, por tanto, nos confrontan con una ausencia, con una falta fundamental.
Este inédito totalitarismo del objeto, como lo he definido en L’uomo senza inconscio,10 se funda en una peculiaridad paradójica que consiste en su carácter bífido. Por un lado, en efecto, el discurso capitalista se rige por la fe idólatra y fetichista respecto al objeto de goce. Se trata de la fe en el objeto como remedio al dolor de existir. La teoría de la mercancía de Marx aisló bien este aspecto. La mercancía se anima de un valor que prescinde de su uso para investir la dimensión más amplia de la apariencia y del prestigio social. «Basta pensar en cómo, recientemente, la sociología ha investigado a fondo el valor adjunto que la figura de la marca (brand) introduce en la mercancía. La fe en el objeto que el discurso capitalista alimenta astutamente define el carácter artificialmente salvador del hiperconsumo. La salvación de la angustia de la existencia y de la fatiga del desear es buscada, no ya por la vía clásicamente religiosa del abandono de las cosas terrenales, sino por aquella (hipermoderna) de un consumo que ya no parece conocer límites. Esta salvación es artificial porque instala una forma de esclavitud del sujeto respecto al poder totalizador del objeto. El objeto de goce se perfila como consistente, sólido, no reductible a las palabras, fiable, no sometido a la aleatoriedad contingente del encuentro con el Otro, partenaire siempre presente, asexuado, fetiche desenganchado de la escena del intercambio simbólico y sexual con el Otro.
El carácter bífido del objeto del discurso capitalista consiste en el mezclar esta versión ilusoria y salvadora del objeto-marca, del objeto-mercancía, del objeto-fetiche, del objeto-ídolo, con el aspecto absolutamente inconsistente del objeto de goce, que es, precisamente, un objeto caracterizado por una vacuidad de fondo, aleatorio, destinado a disolverse en una obsolescencia cada vez más rápida. Esta segunda característica del objeto de goce, la de la vacuidad, casa con la primera y constituye lo que Lacan define como la astucia fundamental del discurso capitalista. ¿En que consistiría, por tanto, esta astucia? En entrelazar la dimensión ilusoria y de salvación prometida por el objeto con su vacuidad de fondo. Este entrelazamiento alimenta la máquina del discurso capitalista como máquina de goce. El carácter vacuo del objeto —su destino caduco, su obsolescencia constitutiva— alimenta la insatisfacción permanente a la que el discurso capitalista responde con la oferta del objeto como lugar de salvación que, sin embargo, más que salvar, reproduce aquella misma circularidad que prometía romper. En este sentido, la hiperactividad que Lacan le atribuye no es una característica más entre otras, sino la condición («infernal») de su funcionamiento que, para regir eficazmente el carácter bífido de su objeto, debe viajar con una velocidad en aceleración constante. Es la dimensión genéricamente maníaca del discurso capitalista. En efecto, la manía es una figura clásica de la psicopatología a la que tenemos que asignar una gran actualidad. No casualmente Lacan describía la manía como un «rechazo del inconsciente». El hombre maníaco es el prototipo del hombre sin inconsciente. Su condición de festinación obscena define esa mezcla trágica entre la volatilidad perpetua y la tendencia eminentemente mortífera que caracteriza este tipo de lazo social.11 No es casual que Lacan sitúe los dos ejes sobre los que rota el discurso capitalista en la «forclusión de la castración» y en la exclusión de las «cosas del amor». ¿Qué significa esto?
Forclusión de la castración significa que la máquina del discurso capitalista no se rige por el procedimiento simbólico de la represión; rechaza el límite, la falta, el deseo y la división del sujeto que la represión comporta. Significa que el goce se desborda sin diques, sin frenos, no se engancha al deseo, empuja hacia el consumo disipador de la vida. En efecto, para el psicoanálisis la castración es el modo de decir que a la función simbólica de la Ley le corresponde humanizar el deseo. En este sentido, la forclusión de la castración es un modo de designar la pulsión de muerte como pulsión que conduce la vida hacia un goce tan ilimitado como destructivo. En consecuencia, el carácter inhumano del discurso capitalista no consiste solamente, como aún pensaba Marx, en la reducción de las facultades humanas a las animales, en la animalización del hombre como bestia de trabajo, como pura fuerza-trabajo, sino en rechazar maníacamente el sujeto del inconsciente en tanto sujeto del deseo, forcluyendo el principio (la castración simbólica) que hace accesible al hombre la posibilidad misma de desear.
El segundo principio sobre el que se rige el discurso capitalista es el de la exclusión de las «cosas del amor». En L’uomo senza inconscio he traducido esta expresión de Lacan con la idea de que toda la clínica contemporánea podría ser concebida como una clínica del antiamor en la que el sujeto, más que situar en el lugar del Otro lo que ha perdido originariamente a causa de la acción del lenguaje (que lo separa irremediablemente del propio ser), prefiere rechazar la falta que lo constituye y el deseo que de ella surge. Es decir, prefiere no aventurarse en el campo del amor, en aquella zona de turbulencia que caracteriza fatalmente el encuentro contingente y arriesgado con el Otro sexo. Prefiere elegir un objeto inhumano como partenaire antes que situar, como diría Lacan, el objeto perdido en el campo del Otro. Prefiere dejar de lado las «cosas del amor». Es el drama silencioso que acompaña al triunfo del objeto en la economía dominada por el discurso capitalista. Hay que advertir el peso específico de esta coincidencia: la evaporación del padre coincide con la exclusión de las «cosas del amor». El vaciamiento, el ocaso, la caída de su función simbólica, corresponden a una marginación del discurso amoroso. En efecto, donde triunfa la pulsión de muerte no se da la posibilidad del amor. La función paterna implica que el deseo se instituya sobre el fundamento de la Ley de la castración simbólica. Sin embargo, si esta se evapora, la Ley ya no se articula al deseo. Tendremos, por una parte, una Ley sin deseo, anónima, burocrática, incapaz de hacerle sitio a la excepción y, por la otra, un deseo sin Ley, es decir, un empuje a gozar sin horizonte, autista, mortífero, sin lazo alguno con el Otro.
La forclusión de la castración y la exclusión de las «cosas del amor», como efectos principales del dominio del discurso capitalista, rompen la alianza entre Ley y deseo que es tarea de la función paterna custodiar y encarnar.
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