Isabela le dice al sacerdote que se siente bien porque ya no va a haber tentación.
No, él no es para mí, padre, estoy segura, dice Isabela. No lo voy a volver a ver.
Qué bueno, me gusta tu fuerza de voluntad, le dice el cura tras la rejilla, olor a 2-nonenal.
Isabela lo aprendió en clase de química la semana pasada, la molécula que se genera en la piel de los cincuentones o sesentones cuando unos ácidos grasos se oxidan de manera natural.
Halo erudita.
Vete en paz.
Se fue en paz.
Isabela habla toda la noche con un amigo de Paula, uniceja, de ojos azules y sonrisa hasta la mitad de las mejillas. Él trae un spray bucal mentolado: se lo echa él y se lo echa a ella frente a un lago artificial con una fuente que tira tres chorros desde el centro. Es una quinceañera. Ponen reggaetón y todos bailan en filas, en parejas mixtas o femeninas; nunca dos machos frente a frente. Los movimientos latinos son sensuales, sin tocarse, cada quien en una de las dos filas paralelas que atraviesan la pista de baile, espacio de aire puro garantizado entre parejas. Pegaditos sólo en las rancheras, terapéutica regional, y al final de la velada, porque la confianza crece a lo largo de las horas sociales con la ayuda de las bocinas grandes, las luces de colores, las plastas de maquillaje, el pelo planchado, los tacones, las Tecates.
Lejos de la gente y del lago, sobre un área de pasto donde no invade la luz, el uniceja mete la lengua en la boca de Isabela y la recorre en espadazos. La menta que le entra por la boca se destila por el cuerpo de Isabela en riachuelos internos de asco.
El secreto del beso se lo cuenta a Paula en la comida familiar del domingo.
En la sala, los adultos hablan de la gripe española que mató a cincuenta millones, que dejó más muertos que la Primera Guerra Mundial, diecisiete millones, una tía está leyendo un libro sobre eso, se lo prestaron en el club del libro que organiza la Susana Siqueiros, sí, le dieron anillo a su hija, se va a casar con este muchachito Soto, ¿cómo se llama?
Lejos del guirigay, Isabela, sobre una barda, le dice a Paula:
Júralo que no le vas a decir a nadie.
Paula es portadora de secretos desde que son niñas. La primera confidencia giró en torno a un pelo en el pezón, uno delgadito, casi incoloro, cuando Isabela tenía nueve o diez años y Paula once o doce. Isabela le contó en el techo de su casa. Se subían por la casita del perro, imitando a los hermanos.
Me salió un pelo, dijo Isabela.
No le dijo dónde. Paula, con la sabiduría en el cabello negro y en los dientes grandes, le dijo que era el primero de muchos que iban a rodear donde hacemos pipí. Esa información era nueva, inesperada: el pezón estaba muy lejos del instrumento corporal para el escusado. Los pies flotaban a varios metros de la banqueta, Isabela los veía balancearse y Paula la veía a ella y le hablaba al oído, quedito, para que nadie oyera, simple consecuencia del tema, los pelos y los pezones no son temas abiertos.
Los besos tampoco.
Isabela y Paula, ahora sentadas en dos poltronas de la habitación de los abuelos, los tenis sobre el tapete marroquí que trajo un tío en uno de sus viajes, hablan en el mismo volumen.
No le voy a decir a nadie, ya sabes, no te preocupes, dice Paula. Pero hay algo que te tengo que decir.
¿Qué?, pregunta Isabela.
Paula toma su pausita dramática y le dice que el uniceja se puso de novio con una amiga de ella en la misma fiesta.
Isabela vuelve a sentir los riachuelos de asco, pero ahora morales, sentimentales, no significar nada para el otro, él probó lo que no podía con ella, porque esa amiga de Paula con la que se puso es una mocha, todo mundo sabe, la inocente, hasta bullying le hacen en la escuela, se le ponen rosas los cachetes si alguien dice pompi o cerveza y comulga diario, claro que él encantado con ella, con la inmaculada, aparte que sí, está hermosa, y muy linda, naricita de cachorra consentida, se le cierran los ojitos cuando sonríe, igual que a él, pues sí, sí quedan, altos los dos. Isabela mejor cambia de tema:
En la mañana me marcó Sebastián.
¿Qué te dijo el imbécil?
Quería saber qué onda, cómo estoy, dice Isabela sin mencionar que, al escucharlo, sudó de manos y axilas.
Qué risa, se te pusieron las orejas rojas.
Qué risa, traes chile entre los dientes.
Sebastián llama otra vez. Sebastián le pregunta si todavía trae la pulsera que le regaló en Kino, la que le compró al lado del puesto de piñas, cocos y mariscos, donde había también delfines, pipas y cimarrones de palofierro. Sebastián le tomó la muñeca y se la puso, estambres con un Isabela escrito en azul rey, fondo azul cerúleo. El calor se había esparcido en los cachetes de ella.
Isabela ahora se tapa la cicatriz suicida del ABC con la pulsera. Maldita Vero, cómo le rascó con ganas, parecía un coraje atorado, ahora Isa va a tener que encontrar métodos en los años que le quedan de vida para esconderse un intento superfalso de suicidio de un jueguito todo chafa. El método actual: los hilos del ex. La pulsera de un novio escondido, falso, tapando la cicatriz de un acto falso.
A Sebastián le gusta saber que todavía la trae. Trae su tono de coqueto, cada frase que dice la acaba en Isa: oye, Isa, a ver, Isa, dime, Isa, quiere saber todo lo que ha hecho desde que no se hablan, con quién ha hablado, a dónde ha ido, si se ha dado un beso de lengua con alguien más.
Dime la verdad.
Isabela le dice:
Dime tú primero.
Sebastián le dice que sí, el viernes pasado, en Boston, con una de allá que conoció en la graduación de su primo. En un camión que rentaron con luces y música alta, en vez de asientos era una pista para bailar, iban tomando vodka.
Fue ella la que se acercó, dice Sebastián.
Isabela, con el corajito-orgullo, imaginándose a una rubia casquivana divina, le contesta que ella también se dio un beso de lengua. Sebastián no le cree. Isabela dice los detalles para confirmarle: el sábado en una quinceañera.
Dime con quién, dice Sebastián.
No te voy a decir, dice Isabela.
Pues lo mío era mentira, dice Sebastián, yo no me di beso con nadie. Yo seguía pensando en ti.
Isabela pega la lengua al paladar sucio.
¿Ya no has hablado con Sebastián?, pregunta Paula.
Desde el balcón de la casa Bauman, en bikini, ambas emanan brillos de cutículas envueltas en bronceador. El mar también brilla. Entre tanta luz, Isabela ve por primera vez la cascada de vellos que baja desde su hueco entre los senos hasta el puño púbico.
No, contesta Isabela.
Qué bueno, la neta.
Paula pone su cara de seria, barbilla metida, cejas negras levantadas, poros rojizos alrededor de las cejas, se las acaba de sacar con pinzas. Dice:
Isa, siento que no, no es para ti. Como que tiene algo turbio. O sea, su papá tiene bares en el centro. Ponte a pensar: ¿quisieras ponerte de novia con uno que ande todos los días de peda?
Ay, ni sabemos si se va a dedicar a eso él también.
Obvio sí. Y si no, igual ahí anda desde ahorita.
Isabela, ignorante de cómo es el centro de Hermosillo de noche, se imagina ensombrerados ebrios,